Yo, el villano

1 agosto, 2014

A propósito de la reciente publicación de la novela Yo, William Walker, del español León de la Torre, hasta hace Embajador de España en Nicaragua, Manuel Obregón comparte una crítica sobre el «predestinado de los ojos grises», la figura histórica hecha personaje en el debut literario de de la Torre, quien en palabras de Sergio Ramírez, será recordado por su labor cultural desarrollada en Nicaragua, pero, definitivamente más, por haberse descubierto, aquí, como novelista, bajo la seducción de nuestra atribulada historia patria.


Si usted es aficionado al género, ya olvidado, de los libros de caballería, o, le gusta la literatura de aventura, incluido, por supuesto, El Quijote, o simplemente es aficionado a las crónicas de piratería y le atraen las fechorías de ciertos personajes aborrecibles, pero, a la vez, cautivadores, léase, entonces, Yo, William Walker, de León de la Torre Krais, hasta hace poco,embajador de España en nuestro país. Dice Sergio Ramírez que el señor de la Torre será recordado por su labor cultural desarrollada en Nicaragua, pero, definitivamente más, por haberse descubierto, aquí, como novelista, bajo la seducción de nuestra atribulada historia patria.

Una primera ojeada, bajo el apresurado tiempo, dado que el libro me lo prestó un apreciado amigo, antes de leerlo él, bajo la advertencia de “me lo devuelves”, me condicionó a acelerar el ritmo de lectura, renunciando, como acostumbro, a subrayar los pasajes que me interesan si el libro me perteneciera. Tuve que apartar otro, que ya había comenzado, Memorial del engaño, del mexicano Jorge Volpi, para concentrarme en el filibusterismo, tipo la serie “Piratas del Caribe”, de Walt Disney Pictures.

Y es que la tentación es inevitable. William Walker, ese intruso de nuestra historia, indudablemente, es novelable. Un modelo de personaje del siglo XIX que llama la atención, no solo por su ambicioso sueño de establecer un estado esclavista en estas tierras, sino, también, por una azarosa vida personal. Apenas cumplidos los 30 años de edad, ya se metía a camisas de once varas. Antes de venir a Nicaragua se desvió por caminos torcidos que lo llevaron a la fracasada incursión de Sonora y Baja California, en un México que luchaba por definir sus fronteras. Se enamoró muy temprano de la sordomuda Ellen Galt Martin y tras su muerte, por cólera, guardaba en su raída chaqueta de pistolero las cartas de la ex novia, que en cierta ocasión, si la leyenda es cierta, se dice que le salvó la vida, pues una bala homicida que le iba a dar en el pecho, fue detenida, milagrosamente, por el bendito legajo epistolar.

El predestinado de los ojos grises, también tuvo fijaciones en su madre, que desde niño lo mimó, y mantuvo con ella, siempre, una fuerte dependencia. A la hora que lo van a fusilar en Trujillo, Honduras, después que se negara a confesar con el cura del pueblo, un tal Pedro Ramírez, de origen nicaragüense por cierto, según mi amigo de Nashville que lo ha estudiado, John Moran, el ya vencido William, que no tiene mano amiga que lo auxilie, exclama, ¿“Madre, qué hice mal? ¿Madre?”. O, ahora que lo pienso mejor, puede ser pura imaginación del novelista, pero eso no importa, creamos de buena fe, que así sucedió. El novelista y el lector tienen que ser solidarios.

Independiente de cómo lo haya tratado la historia, siempre está la puerta abierta de cómo lo ve el novelista. No se trata de recrear la historia con el ropaje de la novela, sino recrear la novela con el ropaje de la historia. Hay plena libertad creativa. La literalidad, aquí, no vale. Prevalece la literatura. Lo único que cuenta, es, que lo que se cuente, se cuente bien, y, además, nos lo hagan creer que es cierto.

William Walker sigue siendo un personaje misterioso. Basta irnos a la época. El Sur de los Estados Unidos creía en la esclavitud y en la superioridad de la raza blanca. Veían como natural la expansión del destino manifiesto. Se estaba viviendo ya los albores de la Guerra de Secesión que terminaría con la abolición de la odiosa esclavitud. Existían fuertes diferencias en la visión política y el nivel de desarrollo, entre un norte industrializado y un sur agrícola, y, pobre.

Walker se creyó predestinado para cumplir esa misión, de llevar la civilización a las tierras, que ellos juzgaron, bárbaras, o, inferiores. En lo personal se había preparado para ello. Fue primero médico y después abogado, lo mismo que periodista. Tenía muchos amigos y un gran carisma. Con pocos recursos, pero con una ambición desmedida, logró reunir a los seguidores que necesitaba para su descabellada aventura. Pensaba apoderarse, según sus planes, primero de Centroamérica y después del Caribe. Un hombre de muchos conflictos y de gran agudeza política para superar escollos.

Comprendió rápidamente, y así lo describe el libro, muy bien escrito e igualmente documentado, que los conflictos internos de Nicaragua de ese tiempo [1855- 1860] tenían su raíz en las diferencias, insuperables, entre Conservadores y Liberales, que se reducían, y en cierta forma todavía no resueltos, a un pleito por el poder. Lo demás ya lo sabemos, el filibustero [y conste que no le gustaba que le endilgasen ese epíteto] se proclamó, mediante elecciones amañadas y parciales, Presidente de Nicaragua.

A los anfitriones les puso la casa en orden, pero se las cobró caro. La iglesia de la época le prodigó abrazos y le celebro Te Deum, después que tomó Granada, cuando no había sacado todavía las uñas de animal grande. Más tarde ajustició en la plaza de Granada a Mateo Mayorga, mantuvo de títere a Patricio Rivas, presidente provisional, y terminó pegándole fuego a la ciudad.

Walker fue un tipo vivísimo y de gran olfato político. Hablaba el francés y dice, él mismo, que balbuceó el español, que mañosamente ocultaba para sorprender a quien estuviese hablando mal de su persona. Fundó su propio periódico “El Nicaragüense” de edición bilingüe, con la particularidad de que los artículos en un idioma no necesariamente se correspondían con el otro, pues él mismo lo confiesa, tenían distinto destinatario. Lo que se afirmaba en una columna podía contradecirse en otra.

Maniobró, en su beneficio, el concepto de Colonización, para que la operación, clásicamente de piratería, no apareciera como invasora, sino de inocente ocupación, que a la vez fuera el gancho para muchos aventureros que creyeron mejorar sus vidas, asentándose, por fin, en la nueva tierra prometida.

Se enfrentó al capitalismo de la época, nada menos que al voraz Cornelius Vanderbilt, y a los congresistas que lo adversaban y hasta se enemistó con los de su propio partido, el partido demócrata. Fue más terco que una mula, tres veces invadió Nicaragua, y cuando lo querían capturar las autoridades de su país, o las fragatas inglesas, se les escabullía como zorro viejo. En las guerras internas, tanto las que sostuvo contra los legitimistas y democráticos, como las de la coalición de los países centroamericanos que lo persiguieron, por ver en él una amenaza a la región, siempre se las ingeniaba para maniobrar la vía del tránsito y pedir refuerzos, vinieran por la vía de Nuevo Orleans o de California, y supo avituallarse oportunamente con amigos influyentes que comulgaban con su causa. Así mismo, manejar los periódicos para hacer proselitismo político.

Nos queda la imagen de un manipulador que siempre se acomodó para salir adelante. Desde entonces, ya se barajaba la idea de un canal interoceánico, y Walker, hábilmente, jugó con esas cartas. Cuando tuvo que hacer concesiones las hizo, adquirió la ciudadanía nicaragüense, junto a sus seguidores, para escabullir la persecución de violador del principio de “neutralidad” de su país. Tranquilamente se convirtió, de la doctrina de Lutero al Catolicismo, cuando la nueva constitución de Nicaragua exigía que para ser presidente se necesitaba ser católico, y, en la cuarta incursión a Centroamérica, vía Honduras, se hizo pasar como protector de los comerciantes ingleses de la zona Caribe, como trampolín para recuperar Nicaragua.

La novela combina muy bien lo que puede calificarse como hechos históricos, con la vida personal de un “redentor” que estaba convencido de su misión profética. Del hombre austero y astuto, que sabe lo que quiere y está dispuesto a morir por conseguirlo. A nuestros ojos, un villano, pero, a los de la época, un “ángel protector” como le llamó el padre Vigil. Un convencido de las ideas expansionistas de los esclavistas del Sur. La lección, de esta bien contada crónica, no debe olvidarse, está ligada a los intereses encontrados de una burguesía criolla, emergente, que no le interesaba del todo la indiada descalza, sino los buenos negocios y el control familiar del gobierno, y, cuando se les salía de las manos, acudían a mercenarios para que les auxiliara. Hoy, bien sabemos, que les salió el tiro por la culata. Triste experiencia de la cual no aprendimos mucho, y, en vez de buscar puntos de encuentro, nos seguimos volando zarpazos como enemigos. La radiografía de esa tragedia está, ahí, se llama “Yo, William Walker” de León de la Torre Krais. Veámonos en ese espejo.

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Licenciado en Economía por La Universidad Nacional Autónoma de México, con Maestría por la Universidad de Vanderbilt, Tennessee, ha laborado como funcionario bancario en el Banco Central de Nicaragua (1967-1997) y ha colaborado en la fundación de la actual biblioteca de dicho Banco, además de Asesor cultural. Jubilado de las actividades bancarias viró su oficio hacia el de la agricultura, sin olvidar nunca sus grandes pasiones: la lectura y la escritura de textos.