Fotografía: «Yo no me llamo Rubén Blades»
Fragmento de la película "Yo no me llamo Rubén Blades"

Perfil: Yo no maté a Rubén Blades

1 abril, 2021

Ciudad de México

En la versión que escuché de la historia, el auditorio estaba lleno de periodistas e intelectuales. También se sostenía que la cita fue en Colombia, en uno de los tantos eventos de la fundación que creó Gabriel García Márquez. Un cantante conocidísimo pasó a la tarima y por vez primera leyó un cuento corto de su cosecha. Solo eran tres páginas, pero con esas incógnitas que ponen en alerta. Luego de los aplausos, el músico pidió una canción suya y dijo poco antes de que se escuchara la pieza: “les voy a hacer una confesión aquí”.

De los altavoces brotó un soneo que reprodujo palabra por palabra el cuento anterior. Ahí el cantante no leyó, sino que cantó cada oración. El público cayó en la cuenta del ejercicio al que fue sometido como manso cobaya. Algo desconcertados, y aún sin terminar de asimilar el experimento, escucharon al conferencista cuando el fade sentenció los sonidos del surco.

− Quiero que se termine de una vez por todas esta discusión de si la salsa puede ser o no literatura, porque en un disco mío les canté un cuento corto desde hace rato.

Ocurrió con el tema “GDBD” (“Gente Despertando Bajo Dictaduras”) del álbum Buscando América (1984). Al rememorar el episodio, el autor de la canción soltó otra anécdota con aire de perro viejo: “Antes de hacer esto le adelanté la idea a Gabo. A él le gustaban mucho ese tipo de travesuras. Por eso no paró de decirme: ‘¡Hazlo, hazlo!’”

Todo esto me lo contó Rubén Blades, protagonista de los hechos, y yo le creo. A lo largo de este escrito el acto de fe será recurrente. 

Diez minutos compartidos con el panameño equivalen a más de una hora de conversación con casi cualquier persona. Las leyes del tiempo parecen abolirse, y uno no deja de pensar en esa escala manida que asegura que un año de un perro corresponde a siete de cualquier cristiano. Es posible que de este hombre plural se haya dicho todo y aún no se sepa nada. Todos creen saber su historia. Por ejemplo, el cineasta panameño Abner Benaim se cuenta entre sus mejores amigos y se ha acercado a Blades en la intimidad. Cuando se le interroga sobre su intento de retratar a su compatriota, la respuesta no deja lugar a dudas: “Me preguntas que hasta dónde llegué. Puedo decir, honestamente, que no muy profundo”.

Insisto, Abner no es cualquiera. Es el creador del documental Yo no me llamo Rubén Blades (2018), hasta ahora el único con acceso total a la vida del artista panameño. En su largometraje se condensan 50 años de carrera, se asiste a su vida conyugal con la artista Luba Mason, se toma nota del interior de su casa, se registran algunos conciertos, se explican muchas de sus canciones e incluso cuenta con las reflexiones de gente como René Pérez, Andy Montañez, Larry Harlow, Paul Simon o Sting. Toda una golosina visual para sus seguidores.

Abner es el tipo tímido de la reunión en la que me encuentro en un hotel del centro de Ciudad de México. 

Los otros son un cantautor costarricense, el promotor de la gira actual del sonero, y Blades, quien a mi lado no deja de jugar con su representante como si fueran colegiales en el patio de recreo. Hay un pequeño detalle de esos que, por mínimo que parezca, ayuda a perfilar a un personaje: Rubén viste de manera informal, y del brazo derecho de su hoodie negro se puede ver un parche en donde se lee Fear the Walking Dead.


Habría que explicar qué significa esto último.

Fear the Walking Dead (FTWD) es una serie de éxito derivada del suceso televisivo The Walking Dead (TWD). Es probable que no haga falta explicar de qué tratan ambas ficciones, pero acá va un repaso veloz para los rezagados en cultura televisiva: mientras TWD sucede en un mundo infestado de zombis, FTWD habla del origen de la epidemia. Del antes del acabose, para decirlo en palabras más rotundas.

Blades, quien actúa en el programa y por ende carga un atuendo alusivo al show, encarna a Daniel Salazar. Este es quizás el faro de sabiduría entre el reparto coral. Salazar es un salvadoreño trabajador en un país ajeno, un tipo que defiende a su familia hasta con las uñas y la voz de la razón dentro del desconcierto que padecen. Su primera aparición es casi una declaración de principios: entre los disturbios que azotan el centro de Los Ángeles, la barbería de Salazar acoge a un grupo de descaminados en el mar de la locura.

Al escucharlo hablar, pienso que el Rubén real tiene mucho en común con el Salazar de la ficción. No es difícil explicarlo. En el mundo de la música se vive otro tipo de bochinche. Y Blades parece abrir su “barbería” con bastante frecuencia para asistir con buen juicio a los extraviados que busquen salvación. Sus colaboraciones con artistas como Calle 13, Los Fabulosos Cadillacs o Maná, por nombrar las más conocidas, pueden ser ejemplos contundentes.

– Mi sorpresa no es que yo me haya acercado a los muchachos, sino que los muchachos se hayan acercado a mis letras –dice el sonero con gravedad–. Ellos vinieron porque mis cuentos siguen reflejando realidades sin fecha de expiración. Por ejemplo, yo no escribí “Decisiones” por moda. El problema del chiquillo y su novia embarazada es un riesgo real. Eso hace que una persona de esa edad piense que están hablando de ella. También debo decir que las canciones que han sido asimiladas por otros músicos y que van dirigidas a otra generación, como la de Calle 13, te acercan a otra demografía. Entonces, los muchachos comienzan a averiguar cosas y, de repente, encuentran “Plástico” u otros temas que hacen que uno como artista se renueve.

Pero su labor de salvar a las nuevas generaciones de entre los zombis musicales no queda ahí. Ahora mismo Blades carga para todos lados lo que considera su pequeña república: 28 personas que forman la big band Roberto Delgado & Orquesta, con la que lleva rato girando.

– En un programa de concursos norteamericano hicieron una pregunta sobre el Grammy que nos ganamos con Mundo (2002). ¿Cuántos han ganado en la categoría World Music con una vaina de salsa? Ahí estás peleando con todos los bravos como Peter Gabriel o Youssou N’Dour. Y va y lo consigue un panameño con un poco de ticos que no saben ni verga de salsa ni de gaitas escocesas –le lanza a su promotor costarricense en broma–. Con esa vaina ya los ticos de Editus estaban hechos. Entonces, ¿cómo no iba a buscar ahora a los panameños de Roberto Delgado? Seguro que mucha gente se habrá preguntado en su momento: ¿Panamá? ¡Y mira dónde estamos ahora! Yo sabía que ellos tenían esa capacidad y talento. Lo único que hice fue darles la oportunidad de tocar conmigo.

Lo dicho: Blades es Salazar.


Muchos coinciden en que Rubén Blades es un hombre habitado por múltiples variaciones de sí mismo: el músico, el actor, el abogado, el político, el coleccionista. Todas estas versiones se imponen en simultánea cuando se tiene enfrente al personaje que las contiene. De entrada sorprende que a sus 70 años no solo esté bien conservado, sino que mantenga la voz de un hombre joven. Además, son frecuentes sus discursos casi tentaculares, capaces de columpiarse desde el lenguaje de la calle al de las aulas de Harvard. Dicho de otra forma: el panameño tiene la capacidad de amaestrar criaturas verbales, de dar rienda suelta a monólogos que van cobrando vida.

Mientras lo espero en un pasadizo lejano a la rueda de prensa que dio en la capital de México, reordeno mis ideas para el momento en que seamos presentados. Blades aparece con una sonrisa de campeón de boxeo invicto, me da la mano y advierte que estamos en el área privada del personal de limpieza del hotel. Unas mucamas lo miran, ruborizadas, a pocos pasos. Rubén repara en ello con instinto de labrador. 

– Vengan, chicas, vamos a tomarnos unas fotos, ¿no? –les dice, juguetón, invitándolas con un movimiento de mano.

Las mujeres no lo pueden creer. Todas posan con él, ya sea en grupos o de una en una. Pienso que el 90 por ciento de los periodistas de esa rueda de prensa hubiera matado por tener esta oportunidad. El panameño luce como un chico del barrio que sabe que está haciendo lo correcto, y que disfruta de ese momento tanto como las mucamas. También actúa como alguien que tiene plena consciencia de su importancia para algunos mortales.

Superado el episodio, vuelve el hombre de la mirada astuta y la autoridad. En lo sucesivo, nuestros encuentros estarán llenos de momentos parecidos. Seducir es algo que se le da con naturalidad.

En sus conciertos, como el del Metropolitan de Ciudad de México, ese detalle cobró aún más relevancia. Blades habló con el público, bromeó con sus músicos y se permitió la autocrítica: “Nosotros cuando tocamos lo hacemos en vivo”, bramó por el micrófono. “Si a mí se me sale un gallo; el gallo se me sale a mí, no a una máquina. Hay gente que llega con la música toda grabada, y uno no sabe qué es real y qué no lo es. En el caso  de nosotros, bien o mal, ahí está”.

Emparapetado en el escenario, yo transmitía el concierto por el Facebook Live de su cuenta, y veía abrumado el enjambre de corazones y thumbs up que se levantaba en la pantalla del celular. El saludo de los latinos desperdigados por todos los rincones de la tierra.


En la sala del hotel Blades me pregunta si tengo hambre. “¿Quieres arroz?”, me dice dándome una palmada en el brazo. Por ninguna parte se ve un plato de comida, y es obvio que estoy ante el mamador de gallo que puede ser en las distancias cortas. Noto que el ambiente sigue siendo de camaradería, en donde la voz cantante la lleva el panameño. Ante una pregunta que dejo colar, Rubén frena una explicación, y de repente me canta a capela: 

Ese día comenzó como un día normal
Como empiezan las cosas 
Con más de lo mismo
Con un sol al principio
La luna al final
Como cualquier día domingo
Ese día decidió dejar de tomar.

No ubico la canción en el disco duro de mi cerebro. Rubén lo nota sin necesidad de exponer mi laguna.

– Llevo como dos años trabajando en ese tema, que es sobre el tipo al que atropelló el borracho de “Decisiones” –explica con cierta satisfacción–. El borracho de “Decisiones” le pega a algo, y se va al pichi.

Uno de los presentes lo intenta corregir recordándole que este personaje había chocado pero con un camión de basura. Rubén lo ataja, y suelta una gran revelación.

– No, el camión de basura le pega al borracho, y el borracho atropella a alguien. Para que tú veas las conexiones que hay: ¿quién tú crees que es el esposo de Ligia Elena? –pregunta antes de seguir con cierta chulería–. Para entender eso tendrías que esperar y ver toda mi obra. Allí empezarás a encontrar las pistas.

Hago un inciso para recordar la historia de “Ligia Elena”, aquel clásico del disco Canciones del Solar de los Aburridos (1981) que Blades y Willie Colón inmortalizaron en aquellos lejanísimos tiempos de felicidad del dúo: una dama de la alta sociedad se enamora de un trompetista pobre ante el desconcierto de su familia linajuda. Cuando la canción está por finalizar el oyente queda pleno y contento con un cuento de amor que termina bien.

O así parece.

– ¿Y quién es el trompetista de “Ligia Elena”? –le pregunto al sonero.

– García, Adán García.

Me permito otro inciso: “Adán García” es un tema incluido en el álbum Amor y control (1992). Al contrario del anterior, es tristísimo. Un hombre, desesperado por las deudas, sale a robar un banco con la pistola de agua del hijo. En el intento muere a manos de la policía.

– ¿Pero sabes cuál es la pista en esa canción? –Rubén vuelve al tema de “Ligia Elena”.

Le respondo negativamente, y temiendo ser la única persona entre los presentes que desconoce la respuesta de semejante examen oral.

– La esposa quería pedirle plata a los suegros –prosigue Rubén–. No he dicho todavía por qué, porque uno también va descubriendo cosas en la medida en que va desarrollando el trabajo. No hablo de eso porque no quiero friquear a la gente, porque la historia de “Ligia Elena” no tiene un final feliz. Lo que quiero decirte con todo esto es que estoy recogiendo mi material y lo estoy empezando a vincular para ver qué conexión tienen muchos personajes entre sí.

– ¿Entonces las historias entremezcladas no solo existen en las dos partes de Maestra Vida? –le pregunto.

– Exacto. La historia, la de verdad, no se ha desarrollado todavía. La canción “Patria”, por ejemplo, es una letra que encuentra Ramiro [da Silva] y él se la da a Babá Quiñones.

Ambos personajes forman parte de la ópera salsa Maestra Vida, álbum doble del panameño que registra la historia de una saga familiar. La explicación se extiende y Rubén se engolosina en un relato que tiende puentes intertextuales y hasta ahora inéditos entre sus discos Maestra Vida (1980) y Antecedente (1988).

Blades termina, otra vez satisfecho, y en el aire lo que menos importa es el cuento menudo que acabo de escuchar, sino el constatar que todas esas canciones tarareadas, gozadas y bailadas en mil rincones del planeta forman parte de un esfuerzo gigantesco por crear un mundo alternativo, con su propia identidad y capital: Hispanía.

«Yo no me llamo Rubén Blades»

Paul McCartney sostiene sin pudor que ir a uno de sus conciertos es lo más cercano que pueda existir ahora mismo a la “experiencia Beatles”. Con el panameño sucede algo parecido. Sus maratónicos conciertos de más de tres horas con la big band Roberto Delgado & Orquesta es lo más cercano que se podría estar ahora mismo de la “experiencia Fania All Stars”. La banda suena compacta, orgánica como un ecosistema en equilibrio; a la voz de Blades aún le rugen sus motores. El setlist parece mutar sin esfuerzos en cada presentación. Himnos como “Te están buscando”, “El Padre Antonio y el Monaguillo Andrés”, “Pablo Pueblo”, “Arallue”, “Amor y Control”, “Caminando”, “Juan Pachanga” o “Sin tu cariño” se confunden con standards como “The Way You Look Tonight” o “Mack the Knife”. A lo Bob Dylan, ningún show de Rubén repite el mismo repertorio ni orden de las canciones.

– Voy confiado a cualquier escenario con estos músicos –dice convencido–, porque nos gusta lo que hacemos. A veces, da la impresión de que fueran distintas bandas tocando. De repente nos lanzamos “Decisiones” o “Mack the Knife”. ¡Y es el mismo grupo! Todo el mérito lo tienen estos muchachos, que siguen ensayando y que no dan nada por sentado… ¿El tiempo de cada concierto? A pesar de que nos contratan por una hora y media, siempre tocamos más.

Su razón es sencillísima:

− Como mis letras son bastante extensas, el tiempo estipulado podría irse en solo seis o siete temas. Entonces, la gente sentiría que como que fue a comer chino, como que no está llena.

Letras extensas. Me es imposible no recordar la primera vez que vi a Rubén Blades en vivo. Fue en julio de 1998. Para entonces él y Willie Colón encabezaban el cartel del Concierto en la Base, en Caracas. No era poco. La dupla que habían formado reescribió el género de la salsa, al darle contenido social a su propuesta, para hacer volar a una música de escape que hasta ese momento solo iba dirigida a las plantas de los pies. No obstante, y por enésima ocasión, la historia nos demostró que dos egos tan gigantes en una misma arena podían transformar sus dinámicas en las de un desafío de gallos. Por mucha “conciencia” que emanaran esas “extensas letras”, ambos socios se distanciaron con el tiempo. Después de trece años sin grabar juntos, apareció la placa Tras la tormenta (1995), una alegría de tísico para todos sus seguidores, un disco cargado de rumores y ausencias en el estudio. Un monstruo bicéfalo sin vasos comunicantes. La reunión del Concierto en la Base pareció corroborar un sinfín de versiones. Verlos ese día fue como pasar de la gran anticipación inicial a descubrir la verdad sobre el traje nuevo del emperador: se trató de un concierto desangelado, descoordinado, lleno de extravíos y confeccionado como esos gabinetes de gobierno que muestran mitades políticamente correctas, pero no iguales en la práctica. En menos de dos horas terminaron la faena, y al día siguiente la prensa llegó a sospechar que el dúo nunca hizo un ensayo antes de la descarga.

Las preguntas sobre la mancuerna Blades/Colón hostigan al panameño sin importar sus logros en solitario. Lo cierto es que esa dupla dejó de ser un bufete musical después de un concierto de 2003 en Puerto Rico que terminó en abogados por presunto incumplimiento de contrato por parte de Rubén. Blades, por más que intente ignorar el tema con elegancia, debe enfrentar la incontinencia verbal de Colón, quien desde la prensa o las redes sociales siempre tiene un dardo envenenado para la otra mitad de esa sociedad tan definitiva para la salsa. Una de las más brutales quizás se halle en ese tweet que Willie le dedicó el 5 de enero de 2015: “El que no entienda que no es una opción reconocer un hijo tiene agua fría en las venas”.

Una publicación filosa sobre un tema sensible para Rubén. No en vano, Blades dice:

– La única indicación que creo que le di a Abner [Benaim] fue: “Habla con gente que no guste de mí” –me subraya el panameño sobre el documental Yo no me llamo Rubén Blades.

También hubo otra indicación: que no ignorara el tema de su hijo, Joseph Verne, y que lo registrara en el audiovisual.

– Esa fue la parte que a mí me pareció más difícil –comenta Blades antes de seguir con una especie de autocrítica–. Sí, le dije a mi hijo y a mi nieta: tienen que aparecer. ¿Por qué? Porque ese hijo, al que yo no reconocí durante 39 años, tenía que ser reconocido. Ese, que es el peor error de mi vida, es algo que tenía que ser documentado… Absolutamente nada de lo que yo diga puede mitigar lo que sucedió. No importa qué pasó, es un issue que se basa en el tiempo perdido como papá.

En Yo no me llamo Rubén Blades, Joseph Verne se expresa en inglés sobre su padre. Blades por su parte se confiesa ante las cámaras, y hasta se documenta el momento en el que, antes de presentar a su descendencia en un concierto en Puerto Rico, los lleva al ensayo sin dejar de decirle a su nieta lo mucho que se parece a su bisabuela, la cantante cubana Anoland Bellido de Luna-Caramés y Pérez.

Este y otros episodios se pueden ver en el documental, si bien es cierto que la gente que habla mal de Rubén no aparece en el filme. Tengo a Abner a mi lado, y no dudo en preguntarle muy bajito sobre dos ausencias claves en su cinta, mientras Blades conversa con un amigo:

– ¿Contactaste a Paula Campbell? –me refiero a la expareja del panameño y mujer fundamental en su vida, inspiración de “Paula C”, aquel himno sobre las rupturas sentimentales.

– Sí, pero solo quiso mandarme una grabación de su voz. Y, bueno, en mi documental necesitaba imagen y voz.

– ¿Y a Willie Colón?

– También.

– ¿Qué pasó ahí?

– No quiso salir. Me lo mandó a decir con su mánager.


Es frecuente que Blades sea reconocido bajo el título de “poeta de la salsa”. Quizás no sea una etiqueta que le cause mucha gracia, pero es cierto que desde el principio sus letras hurgaron en temáticas hasta ese momento inéditas en este género musical.

– No fui yo quien inventó eso –apunta a manera de aclaratoria–. La primera vez que escuché un tema sobre la ciudad fue de un grupo de Brasil, Jongo Trio. La canción, “O menino das laranjas”, se grabó en 1965 y contaba la historia de un niño que vendía fruta. Había otro tema de Marcos Valle, “Terra de ninguém”, que me llamó mucho la atención. Más adelante, Piero sacó una balada que no fue sobre el amor, como tradicionalmente se planteaban las cuestiones en estas piezas lentas, sino una que le cantó a su padre: “Mi viejo”. Esa fue la primera vez que escuché, dentro de ese género, una consideración que iba más allá del amor a la mujer. El de Piero era un comentario social sobre su papá. Así que por ahí empezó mi interés. Entonces, comencé a componer sobre estas cosas. Alguna vez han interpretado eso como que yo soy un cantor político, y eso es totalmente equivocado. Nunca he escrito dentro del patrón ideológico.

El catálogo de Blades es inmenso. Aunque arrancó en un grupo de rock, The Saints, su líquido amniótico estaría compuesto por los ritmos tropicales. Conjuntos como el de Papi Arosemena, Los Salvajes del Ritmo, la Orquesta Dismeños, Bush y sus Magníficos, le dieron la oportunidad en su Panamá natal. Hay cierta anécdota legendaria: Francisco “Bush” Buckley cuenta que Rubén, sin repertorio, le prometió diez composiciones propias si le daba la oportunidad de debutar en el show del antiguo Gimnasio Nuevo Panamá. De más está decir que fue y cumplió con su palabra a los pocos días. Era un Rubén sin corregir: a ratos, imitador de Cheo Feliciano; siempre adorador de Ismael “Maelo” Rivera. Faltaban muchos años para llegar a Hispanía, a Canciones del Solar de los Aburridos, a la calle Salsipuedes (lugar ficticio que aparece en clásicos como “Te están buscando”). Pero el fenómeno estaba gestándose.

– El primer disco que hice en Estados Unidos fue con Pete Rodríguez, no “el Conde”, sino el del ritmo bugalú. El primer track de ese álbum fue una composición mía, “Juan González”. Es de un tipo que muere defendiendo el ideal de un guerrillero, el ideal de la libertad bajo una dictadura militar. ¿Cómo empieza un disco así en esa época? Para entonces había como catorce dictaduras militares en América Latina. Eso indicaba que incluir esa canción, comercialmente, era un suicidio. El disco decía que la historia que íbamos a escuchar estaba basada en hechos ficticios y la semejanza con personas vivas o muertas era pura coincidencia. Yo pensaba que si poníamos eso era para que no nos metieran presos. Ahora pienso que la idea de que en Latinoamérica muchos gobiernos iban a ser de izquierda en los años noventa hubiese sido inimaginable en los sesenta. Es más, si usted me hubiera preguntado en 1974 qué iba a ver yo primero, un hombre llegando a Marte o a un negro como presidente de Estados Unidos, yo hubiese dicho lo primero, sin dudarlo.

Y pese a todo su recorrido, Rubén suelta frases que suenan a modestia excesiva.

− En una entrevista –le recuerdo− dijiste lo siguiente: “no tengo carrera, lo que tengo es suerte”. ¿Aún lo piensas?

Rubén deja de bromear por un rato con su promotor. Me mira como sólo puede hacerlo alguien que va a comenzar un discurso que se cae de lo obvio:

− Sí. Las carreras se planean. No se inflan. Los artistas se van moviendo porque hay un plan preconcebido… Bueno, conmigo esa vaina no ha existido nunca. Ahorita mismo es absurdo salir del comfort zone y meterte en un lado donde tú sabes que te pueden dar palo. ¡Puta, yo hecho esa vaina en toda mi carrera! 

− Entonces, es un tema de intuición.

− Nunca fue una vaina suicida. Mira lo que pasó en medio del disco Buscando América. Me salió decir: me voy para la Universidad de Harvard a estudiar un máster en Derecho. Me acuerdo que todos me advertían: la cagaste, no te van a llamar más, tu carrera se acabó… Eso no sucedió. Luego pasó lo de ser ministro de turismo en Panamá. Cinco años en el gobierno también sirven para destruir tu carrera de cine, televisión, música o lo que picha sea. Pero cuando terminé como ministro lo primero que pregunté fue: ¿y qué vamos hacer con la orquesta de Roberto Delgado? “¡Estás loco! ¡Esa es una banda de Panamá que nadie conoce afuera!”, me alertaron unos cuantos. Ahora esa misma gente comenta que es un buen álbum, que es un buen concierto, blablablá.

− ¿Y todo eso porque te saliste de tu zona de confort?

− ¡Claro! Es como si yo le hubiera hecho caso a quienes me decían: Rubén ya hiciste “Plástico” ahora danos Celofán; ya tenemos “Pedro Navaja” y necesitamos Juan Machete. Entonces, el éxito te va encarrilando y de repente te convierte en una parodia de ti mismo. No te das ni cuenta porque te están cayendo los cheques, pero después paran de llegarte porque todo el mundo te ve como una copia de tu mejor versión.

Mientras Rubén se explaya, traigo a cuento las colaboraciones que ha hecho; vuelvo a esa barbería de Daniel Salazar donde tantos músicos buscan resguardo de la epidemia de zombies y donde Rubén los acoge. Él nombra lo que está por salir con los brasileños de Boca Livre, el proyecto de más standards en inglés con el trompetista Gazu, la unión con Wynton Marsalis y el Lincoln Center Jazz Orchestra. Con bastante orgullo hace mención aparte del grupo de Kansas City, Making Movies, unos jóvenes a los que solo les bastó contactarlo por internet para hacer posible lo imposible.

− Me pusieron algo en plan “nuestros padres son tus grandes fans y nos gustaría trabajar contigo”. Les respondí: “por favor, llamen”. Vamos a ver qué pasa con eso cuando salga. ¡Eso es rock and roll, papá! Eso no es cuento…

Su unión con los escoceses Bad Haggis en el tema “Templo de agua” es otra rareza que aún lo entusiasma. El número con gaitas escocesas y guitarras amplificadas también posee un 6/8 africano en donde Blades aporta su propia versión de la historia de Alfonsina y el mar. Esos precipicios artísticos ya se sabe que le apasionan. También le gusta que le pregunten por esas sociedades extrañísimas, todas muy lejos del mainstream y tan cercanas a su pulsión artística. Son sus inmersiones sin tanque de oxígeno.

− Hay una colaboración inesperada y que muy pocos conocen: aquella con The Derek Trucks Band.

− Sí, esa se dio gracias al percusionista Marc Quiñones quien tocaba con los Allman Brothers Band −me responde satisfecho por la rareza de ese dato suelto−. De ese contacto salió la colaboración del tema “Kam−Ma−Lay”. Te estoy hablando de cuando aún estaba Gregg Allman como líder de la banda, que en paz descanse…

Me llama la atención que cada vez que hable de alguien fallecido Rubén Blades utilice expresiones dignas de un creyente de manual. “Que en paz descanse” suele mezclarse con “Dios lo cuide” o “lo tenga en su gloria”. En sus últimas presentaciones lleva rato interpretando el tema Todos vuelven, y siento que es su manera de hacer lo mismo pero con música. Ahí comenta que tiene más pasado que futuro y, antes del arrebato, les dedica la canción a todos los amigos que ya atravesaron las puertas de San Pedro. La lista es casi infinita. Aparecen en pantalla García Márquez, Carlos Fuentes, Maelo, Carlos Monsiváis, Tite Curet Alonso, Cheo Feliciano, Celia Cruz, Lou Reed… Con el último nombre me es imposible no traer a colación el álbum Nothing But the Truth (1988). Pienso en Rubén Blades Bellido de Luna, aquel chamaco que vivió en el barrio trabajador de Pueblo Nuevo en Panamá. El mismo que salió despavorido con su familia de esa casa habitada por fantasmas. Un chico que jugaba pelotica de goma o básquetbol con sus pares, que cobraba centavos en las fiestas por cantar un “Mack the Knife” que ni entendía, el mozuelo que soñaba en grande. El tipo que en 1988 no solo se lanzó un disco en inglés, sino que lo hizo bien. Lo hizo tan bien que para grabarlo se juntó con ese Lou Reed que se ve en la pantalla, también con Sting y con Elvis Costello. Blades, el hombre de los mil talentos, volvía a golpear. El niño nacido en San Felipe ni aun así dejó de soñar despierto.


El panameño es un tipo cerebral y supersticioso en partes iguales. Hubo momentos en los que dejó todo en manos de la fortuna. Nombro uno: Blades estaba seguro de que moriría a los 40 años. Por ese presentimiento no quiso tener descendencia. Claro que fue un error de cálculo.

– En esta vaina empezará una debacle de la cual va a surgir una nueva realidad, no solamente política sino física –me dice ahora ese Blades esotérico–. No te vayas a creer, pero mira cómo se suceden los terremotos. Ahora podríamos tener uno en Chile, este mismo año otro en México y cien años después uno en Haití. No obstante, a veces pienso en otro tipo de cadenas de temblores. No sé, hablo de 17 terremotos en un período de veinte días, todos con una magnitud de 12 puntos en la escala de Richter, y en medio de esos desastres habrá una redefinición de la población.

Le confieso que me llama la atención lo que me acaba de decir, en especial porque lo relaciono con Fear the Walking Dead.

Rubén pone los ojos como platos.

– Es que ese programa es más importante de lo que la gente cree. ¿Qué es lo que plantea en sí Fear the Walking Dead? La debacle de la civilización como la entendemos. Una vez que ocurra eso, el gran interrogante será: ¿cómo se comportaría la gente? Esa pregunta es validísima, y es muy oportuna porque ya la debacle se está dando. No hay zombis en Sudán, pero hay una hambruna cabrona. En Siria no hay zombis, pero ve y pregúntale a la gente de Alepo cuál es la diferencia entre lo que les pasó a ellos y lo que le pasó a [Daniel] Salazar en la serie. Es la misma vaina: no hay agua, no hay luz, no hay comida, no hay medicina, no hay escuelas, no hay Navidad. ¿Cuál es la diferencia en ese caos en el que las familias se fueron? Ese programa lo que hace es obligar a pensar en esa posibilidad. La gente lo ve y dice: “Ah no, es que me están hablando de zombis”, minimizándolo como hacemos con todo.

Después de escuchar esto, enlazo el tema de sus renuncias con los impulsos e intuiciones que han orientado en parte su vida. Rubén asegura que en 1970, cuando era un estudiante de derecho, el decano de la Universidad de Panamá lo hizo elegir entre la música y los estudios. En ese momento se inclinó por lo segundo, y jura no haber tocado un instrumento en todo ese tiempo. “Yo no maté a Rubén Blades”, podría decir el mismo Rubén, “simplemente lo puse en pausa”. Lo mismo sucedió cuando decidió frenar su carrera artística para hacer el máster en Harvard. Idéntica situación asegura que afrontó cuando fue ministro de Turismo de Panamá entre 2004 y 2009. Tres veces diferentes en las que un músico deja de hacer música me parece excesivo y no lo oculto.

– Pero cuentan, y no sé si sea una leyenda urbana, que en ese tiempo era posible verte cantar en un bar de la ciudad.

– ¡Nunca! −enarca las cejas–. ¡Eso es mentira!

– ¿Y nunca lo echaste en falta? –pregunto–. Andy Montañez decía en tu documental que un cantante canta hasta la muerte, por mucho que se retire.

– Conmigo no pasa eso. Yo oía música en mi casa, pero no permití que esa vaina interfiriera con mi trabajo público. Ni siquiera escribí canciones. La gente me soltaba: “Usted dejó la música, usted le dijo que no a la música”. Yo les respondía: “No, yo le dije sí al país”.

Mientras el resto de la concurrencia habla, ajeno a nuestra conversación, aprovecho el momento para tratar la dimensión política de Blades. Recuerdo su postura ante el imperialismo. Siempre que la izquierda trasnochada utiliza su tema “Tiburón” como una crítica exclusiva hacia Estados Unidos, Blades responde que las condenas a las políticas invasivas no deben enfocarse en un solo país o modelo. Para ello pone como ejemplos los episodios de dominación de la antigua Unión Soviética o de la actual China. En su discurso no deja títere con cabeza, y hasta la actual Nicaragua de Daniel Ortega lleva su reprimenda. Famoso fue su rifirrafe con el presidente venezolano Nicolás Maduro, un declarado amante de la salsa, que le buscó la lengua al panameño con desastrosos resultados. La carta pública de respuesta de Blades fue uno de esos misiles verbales que hacen salir al derrotado con una bolsa de papel en la cabeza hasta para ir a comprar el pan.

− En el documental dices que compones cuando estás molesto.

− Sí.

− Que tienes más de 200 canciones de tu puño y letra.

− Sí.

− ¿Cuándo viene la canción sobre Venezuela? Supongo que eso te debe tener más que molesto.

− ¡Pero si ya existe “Prohibido olvidar”! Lo que pasa es que yo no escribo en caliente. Es decir, el presente de Venezuela ya forma parte de una herencia trágica. Es como si ahora yo tuviera que componerle una canción a Daniel Ortega, y para qué si ya está “Prohibido olvidar”. También está “Pueblo”: el pueblo que da la vida por derrocar a un tirano. Pero de ahí a especificar que Fulanito, que Menganito… Esa es una tarea que creo que escapa del sentido común. Por ejemplo, en “Patria” hay unos versos: «No memorices lecciones / De dictadura o encierros / La patria no la definen / Los que suprimen a un pueblo». Eso es así para Maduro, y para los que se comportan como él. Al final uno termina dedicándole canciones a un arquetipo.

Cuando me dice eso se me ocurre una pregunta que no estaba contemplada: ¿Cómo se siente saber que alguien como Nicolás Maduro eligió su canción “Pablo Pueblo” como si la hubieran escrito para él? Es la primera vez que cambia su gesto. Es un semblante de rabia, tal vez de pesar. O ambas cosas.

− La realidad es que tú pierdes el control sobre tu canción cuando la sacas al público. La vaina está ahí…, dice mostrando la mesa que tiene enfrente, como si el cenicero que la corona fuera la misma encarnación de “Pablo Pueblo”. Por ejemplo, a Hitler le gustaba el cine clásico de Hollywood, a Fidel le gustaban lo Yankees de Nueva York. ¿Qué vas a hacer?


Hay otra renuncia que no debe quedar en el tintero. Tiene que ver con la lectura. Rubén confiesa que abre textos con desorden y voracidad. Nunca dice que está metido en un libro, sino en varios, y al momento comienza a enumerarlos. No obstante, en sus decisiones absolutas hubo un título que al cerrarlo lo alejó como consumidor de literatura por año y medio: El rebelde de Albert Camus.

– Ese libro de ensayos sobre la rebelión me afectó como no tienen idea. De Camus también me gustó El mito de Sísifo. Para mí fue muy importante, y ahí hice la separación entre Camus y Sartre. Sartre nunca fue de mi agrado, porque era un tipo demasiado negativo. Camus decía: sí, el absurdo existe, absolutamente, pero nosotros podemos crear una razón dentro de ese absurdo que nos rodea. En El mito de Sísifo, el castigo de Sísifo deja de serlo cuando él asume voluntariamente la subida de la piedra. Fue la crítica de Camus al estalinismo. También fue su manera de censurar a aquellos que dicen: este terrorismo es bueno y este terrorismo es malo. Esa postura le causó a Camus los mismos problemas que a todos los que tratamos de ubicarnos entre los límites de la razón y no entramos en extremos. También tiene que ver con esa inclinación de justificar lo injustificable a través de una ideología.

Algo me acuerdo de mis tiempos de estudiante universitario: Camus, Sartre y Simone de Beauvoir escribieron sus obras navegando en la corriente del existencialismo ateo. Por esas raras asociaciones que suelo hacer, me viene a la mente una declaración de Blades que contrasta en su documental y que, cuando menos, me resulta singular: intenta ir todos los domingos a misa. Semanas después de nuestro encuentro le hago saber mi inquietud sobre esto último. Rubén es directo: “Voy a la iglesia porque es una manera de agradecer las oportunidades y bendiciones que recibo”, escribe. “También por mi familia y amigos. Es admitir que existe algo que va más allá de lo material. No es aceptar que una culebra le habló a Eva ni que una ballena se tragó a Jonás. Es considerar la necesidad de crear a Dios, si no existe. Es avalar lo espiritual y apreciarlo”.

Intento entender el gran acertijo en el que se me ha convertido el personaje. Entonces, reviso mis notas. Hay detalles juguetones que voy descubriendo. Pistas, como las que nos ha ido dejando en sus canciones. Otra declaración hace que todo cobre sentido: 

– Estoy trabajando con una antología que hizo el propio Borges de sus poemas. Tomo unos versos e inmediatamente escribo traicionándolo, es decir, le meto una línea de mi autoría. Les he llevado este experimento a mis amigos intelectuales, y les pregunto: ¿cuáles son los versos de Borges y cuáles son los míos? Sé que esto que estoy haciendo forma parte del sentido del humor de Borges, porque él era un travieso. Inventaba autores y bibliografías. Él tenía ese tipo de juegos y seguro que estaría feliz de este experimento que estoy haciendo, pero primero tendré que hablar con su viuda, la señora María Kodama, para que no me demande.

Sí, siento que hay algo de esa picardía borgiana en Rubén. Hemos recibido buena parte de su historia mediada por intervenciones ajenas. Incluso la anécdota con la que arrancan estas páginas no sucedió tal cual. Fue el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos quien, en un encuentro público con el panameño, pidió que pusieran a sonar el tema “GDBD” ante una audiencia de lo más variopinta. El video, que está en la red, es la mejor prueba para corroborar lo que en verdad pasó ese día con ese relato cantado. Sin embargo, también es cierto que la realidad nunca es bastante para un artista de raza. Blades no solo ha enriquecido nuestra cultura popular con personajes y crónicas volcados al pentagrama. Él mismo siente que no es suficiente, que Rubén Blades no le basta para hacer lo que tiene en mente, y por eso lo ha matado y revivido en distintas ocasiones –aunque él mismo lo niegue–. A ver si lo explico más fácilmente: en un mundo alterno en donde Borges hubiera nacido cantor, de seguro se habría inventado a Medoro Madera. 


Todavía hay en el mundo gente buscando a ese personaje digno de una novela de Franz Kafka que aparece en “Pedro Navaja”: el borracho que dobló por el callejón –el mismo vano trabajo que quizás anden realizando los expertos en árboles genealógicos que indagan el parentesco de Rubén con la heroína Manuelita Sáenz–. Yo mismo investigué sobre Medoro Madera al escuchar por vez primera la canción “A san Patricio”, del álbum Mundo, en donde Blades y él se baten en un duelo en el montuno que cierra el disco con broche de oro.

Sin embargo, la historia viene de atrás, más precisamente del disco Doble filo (1987). Madera, un intérprete de son cubano de más de 80 años, que bebe ron, fuma habanos y al que le fascina cantar, asiste a Rubén en las estrofas de “Mi jibarita” y “Privilegio” antes de que el panameño enfrente la segunda mitad de los coros. La simbiosis es brutal. Tanto así que, si no fuera porque se trata de voces y acentos diferentes, estaríamos hablando de la misma persona. Y, bueno, ya puestos más serios hay que decir que sí, son la misma persona.

– Por fin, acaba de salir el disco de Medoro Madera –me lo anuncia Rubén como si estuviera hablando de un amigo cercano, como los otros tres que están en la reunión del hotel.

– ¿Quién es? –le pregunto para resolver el misterio de una vez por todas.

– Un álter ego mío que apareció hace mucho tiempo. Ahora le hice un álbum completo. La carátula es una foto de mi padre, que tiene 93 años. Lo vestimos de cierta forma, y el mismo retrato me lo hice yo. Nos tomamos la foto en idéntica posición y superpusimos las imágenes. Esa es la cara de Medoro Madera.

En su gira actual hay una canción que el panameño le reserva a Madera. En ese momento lo presenta al público y, aunque sigue siendo Rubén, es al mismo tiempo otra persona quien canta “Caína”. Quizás sea difícil de entender cuando se lee pero, cuando se mira, el efecto es otro: Blades se mueve diferente, su tumbao es distinto, y por momentos el rollo intertextual cobra nuevos matices.

– Esta es una paradoja porque se trata del álbum más bailable que yo jamás haya grabado –dice sin importarle la cara de incredulidad de quienes escuchan–. En serio: lo grabó Medoro, que canta mejor que yo. Esa es mi forma no solo de reconocerlo a él, a los soneros cubanos y a Santiago de Cuba, que es la cuna del son; también es mi respeto y afecto por esos que me precedieron, por la fuerza y honestidad de este ritmo. Yo no quise explicar nada inicialmente. No quería ni mi nombre ahí. ¿Qué hacía? No iba a poner mi cara ahí porque Medoro me mataba.

Oigo lo anterior y pienso que Medoro Madera es un superhéroe musical que él mismo se inventó. Sé que Blades es un serio coleccionista de cómics, de esos que van a convenciones y que pujan por un número faltante de alguna serie. Tengo una pregunta al escuchar todo esto, al pensar en el supersonero, pero la que me sale es otra.

– Suelen mencionar tu título de abogado y tu máster en la Universidad de Harvard. ¿Te han servido de algo? ¿Alguna vez ejerciste la carrera?

– Ejercí cinco años en esa vaina. ¿Te parece poco? De hecho, cuando estaba de ministro en Panamá escribí la primera Ley de Turismo de mi país con otros abogados que llamé para formar comisiones. Al principio quería que me asignaran al departamento correccional por el problema carcelario, pero me dijeron que servía más en el de turismo para producir dinero. Yo no estaba cantando en mi oficina. Era un puesto público. Todo lo que aprendí como abogado me servía: no solo la reinterpretación de las leyes para poder crear otras, sino la reinterpretación de la dirección de la “empresa”. Me tocó estudiar métodos y códigos para poder eliminar las lagunas legales, las contradicciones, esa vaina. Todo se lo debo a ser abogado y la gente no lo ve; la gente lo que ve es al músico que fue ministro. Además, tuve que vender muchas cosas cuando terminé mi período.

– ¿Toda tu colección de cómics, por ejemplo?

– Casi. Mira, yo fui uno de los pocos personajes, en la historia de la política internacional, que salieron de su puesto y tuvieron que vender vainas. Generalmente los políticos salen de mandar a comprar cosas; y yo salí para rematarlas. Lo que más me duele en el alma fueron los cuatrocientos o quinientos cómics de los que me tuve que desprender.

Se le nubla la cara de dolor con el solo recuerdo. De repente, me encuentro con Rubén Blades hablando de cómics, de una pasión que nació desde su infancia y que se potenció al aterrizar en Nueva York. Ya he perdido la cuenta de las personas que encierra este hombre. Ahora, el hijo de Anoland Díaz habla del arte valioso que reconoce en los recuadros de una historieta. Siente que exponerse a ellos es un ejercicio que lo estimula a pensar más allá de las imágenes, a buscar nuevas preguntas, a crear sin ver para los lados. Neal Adams, uno de los mayores historietistas vivos, tuvo una manera de homenajear ese amor del panameño por el mundo de las viñetas: para la serie Batman: Odyssey (2012) se inventó a un villano con su nombre. Los que lo conocen dicen que el salsero se volvió loco al saberlo, compró decenas de ejemplares para regalar y llegó a justificar ese arrebato con una sentencia inapelable: “Estamos hablando de Batman, lo mejor de lo mejor”.

Mientras bajo por el ascensor del hotel, sé que hablé con muchas personas a la vez. De todas, puestos a elegir, me quedo con el tipo que, feliz, se tomó las fotos con las mucamas, el mismo chamaco de calle segunda Carrasquilla que aún va a la iglesia todos los domingos para agradecer las oportunidades brindadas por la vida, un carajito de 70 años cuyo mayor éxito fue ser nombrado por el Hombre Murciélago.

Ese es mi Rubén Blades particular. 

Y yo le creo. 

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Escritor, editor y periodista venezolano. En la actualidad dicta clases de cine y literatura en la Universidad de Houston y dirige la revista Carátula. La novela La vida alegre (Alfaguara, 2020) es su libro más reciente. Su Twitter/X: @dcenteno1