«Acerca de cómo escribí este cuento» (cuento)

1 octubre, 2010

«Paradoja. Esa es la primera palabra que me vino a la mente en el momento en que me disponía a comenzar a escribir estas líneas, no porque el cuento necesitara comenzar con esa palabra, sino porque resulta una verdadera paradoja escribir un texto que explica otro que todavía no escribí, o sea, este texto», son las primeras palabras de este cuento de Horacio Bernardo (Montevideo, 1976), premiado en el VI Concurso B’nai B’rith Montevideo, que ahora compartimos con los lectores de Carátula.


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Paradoja. Esa es la primera palabra que me vino a la mente en el momento en que me disponía a comenzar a escribir estas líneas, no porque el cuento necesitara comenzar con esa palabra, sino porque resulta una verdadera paradoja escribir un texto que explica otro que todavía no escribí, o sea, este texto. También resulta paradojal que le llame cuento a estas frases, porque no sé si verdaderamente sea un cuento la historia de cómo escribí un cuento, y menos aún este mismo. De todas formas, esos fueron los primeros pensamientos que me llevaron a sentarme frente a la pantalla de la computadora y escribir estas palabras.

El hecho de sentarse frente a la pantalla de la computadora es un punto que puede resultar natural y obviable, pero que es necesario explicar, ya que el acto mismo de comenzar a escribir tiene mucho que ver con esta historia. En primer lugar, diré que no tengo una mesa ni una silla adecuada para computación, de esas que tienen el tamaño y la altura científicamente calculada para que uno se olvide incluso de que está sentado. La mesa es muy alta, la silla es muy baja y, en resumidas cuentas, la historia de este cuento comenzó cuando hurté tres o cuatro almohadones de los sillones de mimbre que hay en el patio de la casa para colocarlos uno sobre otros encima de la silla. Una vez acomodados, me senté, encendí la computadora y esperé a que estuviera preparada. Abrí el procesador de textos, me dispuse en una posición lo más cómoda posible arriba de los tres o cuatro almohadones y comencé con la primera palabra.

He de decir, que la primer palabra del cuento fue paradoja. Sólo paradoja, y luego punto. Visto desde el acto de escribir, la palabra sólo está compuesta por nueve presiones sobre el teclado, ocho por las letras y una más por el punto, pero visto desde el punto de vista del contenido de la palabra el análisis que puede hacerse resulta más profundo. Precisamente continué el cuento describiendo estas cuestiones, aclarando por qué pensaba que el texto era una paradoja (por más información ver «Acerca de cómo escribí este cuento», primer párrafo) Luego comencé a hablar acerca de las incómodas cuestiones que rodean el acto de la escritura, refiriéndome a sillas impropias y a almohadones. Esta introducción, me permitió por fin dedicarme de lleno al asunto, pero allí fue cuando sentí que debía detenerme, dejar de escribir por un momento y encender un cigarrillo.

A esas alturas eran las dos de la mañana y apenas estaba prendida una portátil que proyectaba una tímida luz sobre la cómoda que estaba a mis espaldas, en la otra punta de la habitación. Sobre la cómoda estaban los cigarrillos. Me levanté, caminé los ocho o nueve pasos de distancia, y con ayuda de la luz de la portátil más el resplandor de la pantalla de la computadora, logré ver, sin problema, la cajilla de cigarrillos y el encendedor. Luego me llevé el cigarrillo a la boca, levemente, como quien besa un beso que no es un beso, tomé el encendedor, presioné con firmeza la ruedita, y tras un chasquido apareció la llama que acerqué con seguridad hasta la punta del cigarrillo. En cuanto ambas hicieron contacto aspiré con un poco de ansiedad hasta que estuve seguro de que el cigarrillo se hallaba encendido. Ya podía verlo, esos hilos grises y ondulados entre penumbras haciendo arabescos que se iban difuminando hacia el techo, la lucecita de la punta del cigarrillo que brillaba cuando aspiraba y el olor del tabaco flotando por la habitación. Todo resultaba ser la distracción perfecta para no volver a la historia. En ese momento me cuestioné si tendría sentido seguir con ella y me dediqué a caminar del cuarto al patio, pensando si debería terminar aquello que podía ver de lejos, a través del resplandor de la pantalla de la computadora. Para ese entonces me quedaba un poco más de la mitad del cigarrillo, por lo que decidí postergar el dilema casi moral que se me había planteado. Me resultó más fácil sentarme en uno de los sillones de mimbre del patio y mirar hacia la oscuridad, pensando en quién sabe qué cosas, tal vez en nada, mientras el cuento seguía inconcluso y yo seguía inconcluso respecto al cuento. Sin embargo, debo confesarlo, no estaba demasiado tranquilo allí, sentado en el patio en esos sillones de mimbre a los que les había quitado los almohadones, ya que no podía estar cómodo sobre unas cuantas varillas frágiles que podían romperse en cualquier momento por más que intentara no apoyar todo el peso sobre ellas. Entonces decidí pararme, pité de nuevo, deambulé por el patio casi haciendo círculos, y mientras observaba cómo el cigarrillo ya estaba rebasando la mitad, decidí que debía volver a la habitación y reacomodar los almohadones para emprender la escritura nuevamente. Me coloqué el cigarrillo sostenido entre los labios, achinando un poco los ojos a causa del humo que molestaba, hice una pilita con los almohadones, los coloqué de la forma más correcta posible, con el humo en los ojos, y di una nueva pitada incómoda, desplomándome después sobre la silla. Luego me dispuse a leer lo que había escrito pero, como siempre, mi pereza habitual me quitó las ganas y me hizo endiosar a la corrección posterior, porque en ese momento podía haber escrito cualquier burrada pero luego la corrección lo arreglaría todo, ella sola, como si fuera una pluma divina tapa horrores que se posara sobre las palabras. Fue por eso que sólo continué escribiendo.

Y verdaderamente lo hice. Aproveché para contar algunas experiencias triviales sobre sillones sin almohadones y caminatas circulares por el patio, pero sé que me extendí demasiado en una descripción sobre encender cigarrillos. Incluso cometí el error de resaltar la comparación absurda «como quien besa un beso que no es un beso» no tanto porque haya sentido que pintara adecuadamente el acto real, sino porque me gustaba tanto beserío junto. Pero bueno, errores ridículos los comete cualquiera, y allí esta uno para confesarlos de primera mano antes de que venga alguien a obligar la retracción.

Ahora debo explicar qué fue lo que sucedió luego. Yo me encontraba escribiendo algo sobre la forma en que endiosaba la corrección de los textos cuando sonó el teléfono que está sobre la mesa, al lado de la computadora. Iba escribiendo la mitad de una frase – no recuerdo cuál – y, generalmente, cuando sucede algo así, apuro los dedos, haciendo ruidos fuertes sobre las teclas, para terminar la frase antes de atender. Sin embargo, aquello me resultaba imposible en esas circunstancias, porque a esas alturas eran las dos y cuarto de la madrugada y, como desde la otra habitación alguien podía despertarse – no interesa quién –, rápidamente abandoné la frase por la mitad y atendí el teléfono, apoyé con violencia la mano sobre el tubo, me lo llevé a la oreja y pronuncié un «hola» tímido, cómplice, miedoso y miré hacia la puerta de la otra habitación, no porque fuera necesario, sino por puro acto reflejo que ahora no interesa explicar. Era Laura, una amiga y novia ocasional, siempre de minifalda y labios pintados, de esas de voz dulce, pelo lacio y mente despierta, que tanto van a un vernissage con champagne y música funcional o se tiran en la playa a las tres de la mañana para intentar distinguir dónde está la línea del horizonte. Es una buena tipa Laura. Me llamaba sólo para saludarme; estoy seguro de que no quería proponerme nada. Comenzamos a hablar y, a lo que ella estaba aburrida y yo estaba concentrado en el texto, pronto nos encontramos en el dilema telefónico del silencio, ese que se intenta evitar desesperadamente sacando a la luz los temas más triviales del mundo que pronto se acaban tras un monosílabo o un «ajá» fulminante. Le comenté que estaba escribiendo y ella me pidió que le leyera un pedacito. No recuerdo exactamente desde dónde comencé a leerle, pero de seguro pasé por la descripción del acto de encender el cigarrillo, porque en cuanto le leí la fatídica comparación del beso, esa de “como quien besa un beso que no es un beso”, soltó la carcajada. Enseguida me detuve, le pregunté por qué se reía, y ella me dijo, bien suelta, que nunca había escuchado nada más ridículo. Yo intenté ser indiferente, pero por dentro me moría de rabia porque a mí me había parecido tan ingenioso aquello, una comparación tan ambigua, tan completa, tan graciosa, que sentí que ella había tirado por tierra mi ilusión de la frase perfecta. Luego le continué leyendo un poco más y tras lanzar alguna otra opinión, ella me dijo que estaba cansada y ambos nos dimos cuenta de que la conversación no daba para más. La despedí con un chiste inventado en el momento, invitándola a salir a algún lado el fin de semana y riéndome otro tanto. Cuando colgué, seguía muriéndome de rabia, pero no con ella, sino conmigo mismo.

Entonces intenté continuar con el texto. Sin embargo, no podía olvidarme de su risita abierta y burlona – porque yo sabía que detrás del tubo había puesto una carita irónica –, y tras algunas frases más, entonces yo mismo decidí autocriticar la comparación del beso, destruirla para desterrar para siempre del texto la ilusión conque yo la había escrito. Dije que era absurda, no recuerdo si ridícula también, y tras haberla destrozado, golpeado y pisoteado, pude lanzar un leve suspiro y desligarme de esas palabras, como si nunca las hubiera escrito. Sin embargo, la imagen de Laura quedó en mi mente, tanto así que, a continuación, no pude evitar narrar lo de la llamada telefónica. Aún estaba un poco enojado con ella, y confieso que por eso, la definí como «amiga y a veces novia», describiendo luego su afición por las minifaldas y labios pintados, para que aquel que leyera la historia se la imaginara como una tipa frívola y le restara crédito a sus palabras posteriores. Pero inmediatamente me di cuenta que había sido malo con ella, entonces dije que era buena, de mente abierta, y hablé de los vernissages y de sus idas a la playa a las dos de la mañana; todo eso sólo porque me dio un poco de culpa pintarla sólo por sus lados más superficiales. Creo que por eso, además, continué el texto contando la rabia que me dio sus palabras.  En fin, creo que no merece más explicación esta confesión casi aberrante, por lo que no hablaré más de ella y seguiré con la explicación del texto. Sólo resta hablar del último párrafo, en el que decidí hablar de mis retracciones respecto a la frase del beso y luego respecto a las mentiras que había escrito sobre Laura. Cuando concluí con ello, hice una pequeña pausa y me tenté con leer algunas de las cosas que había escrito. Mientras lo hacía, me di cuenta de que me comenzaba a vencer el sueño; no recuerdo bien qué hora era cuando eso sucedió. Entonces escribí «sólo resta hablar del último párrafo», y tras redactar, algo somnoliento, algunas otras líneas, acomodé los almohadones nuevamente y me dispuse a terminar. Miré la pantalla, escribí un poco más – no mucho –  luego ojeé el teclado, jugueteé un poco con el dedo índice de la mano derecha entre las teclas sin presionar ninguna y, luego de unos instantes, decidí teclear por fin el punto final – cabe aclarar que el punto final del cuento es el que pertenece a la frase anterior, no a la que sigue –. Y hasta aquí, esto fue todo lo que sucedió. Creo no haber olvidado nada importante. Por lo tanto, de esta manera, aquí acaba la explicación acerca de cómo escribí este cuento.

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Montevideo, Uruguay, 1976.
Es escritor y licenciado en Filosofía.
En narrativa publicó Libres y esclavos (cuentos, Ed. La Gotera, 2005), El hombre perdido (novela, Ed. Planeta, 2007), Extraordinariamente solos (novela – escritura instantánea, Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2008) y antologó el volumen Esto no es una antología. Antología de narradores jóvenes uruguayos (Ministerio de RREE – UTU, 2008).

Participó en el I Festival de Narradores Jóvenes (La Habana, 2008) y en el I Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica (AECID-CONACULTA, Oaxaca-México DF, 2008).

Ha dictado talleres literarios y cursos de filosofía en Uruguay y en el extranjero. Desde 2008, es creador de performances literarias de “escritura instantánea” en espacios públicos (Montevideo, México). Asimismo, es autor y compilador de publicaciones filosóficas. En 1998-99 escribió guiones para televisión.

“Acerca de cómo escribí este cuento” fue premiado en el VI Concurso B’nai B’rith Montevideo.