«Arroz Fumanchú» (cuento)

1 octubre, 2010

«Yo quisiera hacerle al lector el máximo daño posible. Sacarlo de su comodidad, perturbarlo, que se sacuda un poco la idea convencional del mundo y la literatura», confesó Mario González Suárez (Ciudad de México, 1964), a propósito de Con esas manos se acarician. Antología, una selección de 25 años de escribir cuentos que Bruguera publicó recientemente. De esta nueva publicación, el también director de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) comparte con Carátula el cuento «Arroz Fumanchú», incluido originalmente en Marcianos leninistas (Tusquets, 2002).


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Cierta vez en un planeta muy lejano alguien soñó que era un hombre que iba caminando por un pasaje. Introdujo la tarjeta que llevaba en la mano en el reloj checador. Luego, sin despedirse de las secretarias salió rumbo a la parada del colectivo. Se le antojó comprar cigarrillos al menudeo en el kiosco de los estudiantes. Era fin de cursos, la mayoría de los jóvenes se encontraba en el estacionamiento de la Facultad Metropolitana. Se detuvo a mirar una pareja que conversaba junto a un auto deportivo. Sintió envidia del muchacho: ella era hermosa. Mientras buscaba su encendedor volvió a escuchar un claxon desafinado. Miró con molestia hacia el sitio de donde provenía el ruido, decidido a hacerle una seña insultante al cretino que pitaba frente a las aulas. Le pareció que la luz del ocaso brillaba demasiado en las vidrieras. Se olvidó del encendedor y el cigarrillo. A la insistencia del claxon se sumaron los gritos y la risa de Emanuel. Al pronunciar mentalmente este nombre, recordó que él se llamaba Horacio. Entonces se preguntó si la existencia del puerto dependía de su presencia. No supo de dónde le llegaba con tanta precisión el recuerdo de esa risa, esos bigotes, ese rostro que era Emanuel. Mas no acabó de convencerse de ello hasta que Emanuel gritó:

—¡Gallo, hijo de tu madre!

Horacio se dijo que ese debía ser su apodo, y no tenía dudas de que Emanuel lo conocía. No sabía si le daba gusto verlo. Tampoco recordaba estar enemistado con él. Sus pensamientos recriminatorios fueron flacos para impedirle abrir la portezuela del coche. Emanuel lo prendió con sus manazas y lo atrajo con efusión hasta darle un beso tosco en cualquier sitio de la cara; Horacio sintió los bigotes y la saliva de Emanuel y no entendía por qué no le tiraba un golpe. Para entonces, quien soñaba había hecho de Emanuel el punto focal de su consciencia.

—¡Cálmate ya, pareces maricón!

A Horacio empezaba a entusiasmarle la aparición de Emanuel. Espontáneamente surgieron en su memoria las parrandas y los sitios de la última temporada que trabajó con Emanuel, quizá hacía cinco años.

—Ya no bebo —le dijo, casi con angustia.

—Y a mí qué carajos me importa —no paraba de reír ni zarandearlo—. ¿Qué, creíste que no me volverías a ver? Somos las dos caras de una moneda.

Horacio pensó que él también era Emanuel. Sintió bajo sus pies los pedales del auto y aceleró con fruición. Mientras se alejaban del perímetro de la Facultad, Horacio trataba de reponerse de la sorpresa. Se sentía afiebrado, exultante y al mismo tiempo temeroso. Encendió el cigarrillo que le ofreció Emanuel. Éste conducía rápido, parecía tener claro hacia dónde dirigirse. Hablaba como si hubieran dejado de verse sólo unas horas. Con descarada familiaridad le dijo que dentro de un rato tenía que pasar por Lorena. Horacio no sabía quién era Lorena ni lograba hacerse idea ninguna de las intenciones de Emanuel. Le sobrevino un vértigo muy parecido a aquellos que sentía cuando después de la migraña despertaba sin saber dónde estaba, qué día era ni qué había hecho. Por la avenida del malecón atravesaron media ciudad en unos instantes. Miró el mar como si acabara de descubrirlo. Emanuel detuvo el vehículo frente a una fonda cuyo escaparate mostraba a los transeúntes un enorme horno rostizador donde daban vueltas como en un tiovivo decenas de cadáveres de pollo.

Dentro hacía calor. Horacio sintió que hasta los calcetines se le impregnaban del tufo vaporoso de los pollos rostizados. En el piso cubierto de aserrín navegaban huesos, pellejos, restos de pan. El techo era de un color negro cochambre; en algunos sitios de las paredes se descubría que habían estado pintadas de verde. No había mesas como en el común de las fondas. Frente a una larga banca adosada a tres de las cuatro paredes había un tablón donde a cada cierta distancia se amontonaban una salsera, un salero y un manojo de servilletas de papel. Se comía con la mano y por encima de las conversaciones en voz baja volaba el rumor de los ventiladores, que no servían más que para dar un ritmo al oleaje del vaho casi líquido.

Emanuel ordenó dos raciones y una jarra de cerveza. Ruidosamente se chupaba los dedos brillosos de grasa y mugre. Eructaba con deleite al final de cada trago de cerveza, ni siquiera se limpiaba la espuma que se le atoraba en los bigotes. Cuando Horacio le dijo que no tenía hambre, porque acababa de advertir que el pollo le daba asco, Emanuel lo miró divertido, y con un gesto de sincera gratitud tomó el plato de Horacio. Todo se lo acabó Emanuel, y aún no terminaba de masticar el último bocado cuando encendió un cigarrillo.

—Laurita quiere verte —Emanuel finalmente pronunció ese nombre que Horacio había olvidado mas tanto temía escuchar. No se atrevió siquiera a preguntar para qué o insinuar una negativa, sintiendo que el sueño era irrevocable, como el destino—. Es una cosa rápida… Mira, aquí te manda esto —le tendió un pequeño papel.

Horacio no quiso imaginarse nada ni escarbar en sus recuerdos. Se guardó en el bolsillo de la chamarra el trozo de papel, sin abrirlo. Mientras Emanuel se hurgaba entre los dientes, Horacio se fijó en la manera en que los comensales estaban sentados. Sólo había hombres, sostenían los brazos pegados al tronco, movían las manos como si las muñecas les salieran de las costillas, no levantaban la mirada y mantenían los pies juntos. Cuando el tipo que servía, que era el mismo que atendía el horno, les trajo la nota, Horacio malició que ese era un sitio exclusivo para gente que había estado en la cárcel. La confirmación vino, por un lado, de la cantidad ridícula que les cobraban; y por otro, de las numerosas cicatrices de navaja que el sujeto lucía en el antebrazo izquierdo. Avasallado por la indolencia de sus pensamientos, infirió que esa cofradía la había organizado también Laurita, que ella era la dueña del lugar.

Con un ahogo parecido a la resignación, sin saber en qué momento habían vuelto a subir al auto, ahora vagoneta, Horacio se dejó llevar… El que soñaba gimió al distinguir los primeros caracteres de una escritura que le recordó el sonido que hacían las palabras barrio chino pronunciadas por una mujer que lo había amado. Emanuel hablaba de hembras, amigos del pasado, sindicatos y asuntos que no encajaban en la fugacidad presente. Cuando Horacio vio de cerca los letreros de las tiendas y restaurantes chinos le pidió a Emanuel que se detuviera.

—No sé qué es lo que quieras que haga… pero no lo voy a hacer.

Emanuel no perdió la sonrisa ni el talante cínico.

—A mí no tienes que aclararme nada, Gallo. Laurita quiere verte y me encargó que te buscara. Arréglate con ella.

—¿Qué quiere?, estamos a mano —lo dijo sin convicción, como repitiendo un parlamento oído en una película—. ¿Por qué no lo haces tú, Emanuel?

—Yo no podría contestar tus preguntas. Sólo sé que es importante que la veas.

El coche y Emanuel desaparecieron. Alguien, que no sabía si era Horacio, avanzaba temerosamente por un pasillo rojo. Traía zapatos de mujer, pantalón de policía, luego una bata de médico o de peluquero. Cuando encendió la luz, Laurita le ordenó llegarse a una dirección detrás del Mercado Municipal. El paquete era un envoltorio burdo como los que despachaban en la pescadería. Lo acomodó parsimoniosamente en el espacio de la mochila escolar del Pollo y le ayudó a ajustársela en la espalda. Le dio unas monedas, le pasó la mano por los cabellos y le recomendó de nuevo no demorarse con los chicos del callejón Lee.

—El señor al que vas a entregarle esto te tiene que dar algo a cambio. Lo guardas en tu lapicera y la cierras bien. Te me regresas de inmediato, Pollito.

Entonces el Pollo se dio cuenta que era mudo y por un instante creyó que esa mujer que lo intimidaba era su madre. Se vio en otro momento en que Laurita le permitía entrar a la cámara secreta, como llamaba a su oficina en los altos del Restaurant Cantón… Se impacientó porque el Pollo no dejaba de mirarla.

—Oh, lo olvidaba. El papelito —se volvió a su escritorio.

El papelito era la mitad de una hoja de su libreta. Por un lado anotaba el nombre de la persona a quien el Pollo debía buscar; por el otro, alguna frase como las que venían dentro de las galletas del postre en el Restaurant Cantón. Pero lo precioso de esos papelitos era la letra de Laurita, las líneas de una caligrafía que por sí misma era un mensaje, independientemente del sentido de los signos.

El papelito decía No pierdas el tiempo, pero el Pollo entendió Cada hombre es una estrella. Se fue caminando entre el gentío, imaginando que cruzaba la Vía Láctea hasta aterrizar en el carcomido edificio de la aduana. No tardó en aparecer el capitán Hernández; seguramente ya lo conocía de mucho tiempo porque le invitó un helado y lo hizo pasar a las bodegas, donde entre la infinidad de cajas estibadas había una butaca frente a un televisor pequeño. Esa fue la primera vez que el Pollo vio qué contenían los paquetes que Laurita le encomendaba entregar: dinero, que Hernández contó campechanamente sin dejar de atender el partido en la televisión. Los gritos sonaban ridículos en la minúscula bocina. El Pollo no pudo cambiar el canal pero logró que el aparato enmudeciera. Esto le causó un gran susto al que soñaba porque descubrió que tenía poderes telepáticos. Hernández se contrarió por unos segundos; al ver que no lograba arreglar el sonido del aparato prefirió entregarle al Pollo la liberación de las mercancías encargadas por Laurita. Acordeones, zapatos tenis, camisetas y juguetes varios en cantidades suficientes para ajuarar a la China entera.

—Le dices que directamente en el muelle… Perdona, aquí lo anoto.

Horacio apenas entonces se percató de que era un infante. Estaba contento de la confianza que le tenían las personas que visitaba, todo el mundo lo saludaba por la calle, una chiquilla muy bonita se detenía a acariciarle los carrillos. Dio un rodeo por el aire para que no lo venciera la tentación de meterse a jugar en las máquinas electrónicas del callejón Lee. Laurita ya lo esperaba con el auto y el chofer en una bocacalle del barrio chino. Era el día del niño y Laurita se había arreglado para la ocasión.

Sabía lo que a continuación sucedería: no fue una premonición sino un recuerdo. Ella le pediría que se adelantara a los edificios donde vivían los becarios, como Laurita llamaba a la tropa. Debía apresurarse a juntar a los chicos en el estacionamiento principal de los inmuebles abandonados. Sin quererlo, apareció en el callejón Lee tripulando un bólido que a supersónica velocidad atravesaba la galaxia en busca de sus padres muertos por los enemigos de Laurita. En el camino lo interceptaron androides y sintió el furor de la guerra: los veía morir sin culpa bajo el fuego justiciero que salía de su mano. Pero prefirió dejarse matar porque ya se le hacía tarde. Apenas dejó atrás la explanada del Teatro Nacional, vio surgir la manada de perros bastardos, cojos, enfermos. Le ladraban sin dejar de mover el rabo. Se detuvo delante de ellos. Levantó la mano derecha para hacerlos callar. Los formó en dos hileras que lo franquearon hasta la entrada de esos nidos, que ya no parecían edificaciones sino cavernas. Percibió enrarecido el ambiente, un silencio como el del fondo del mar. Nadie salía a recibirlo. Rompió la formación de los perros, que espontáneamente se dirigieron hacia el sitio donde los becarios se escondían. Le extrañó que no estuvieran tirados al sol, que prefirieran la mefítica humedad de los sótanos inundados. Vio que hacían corro en torno al chico nuevo, el único gordo de la pandilla, al que Laurita había amonestado en días recientes por andar de cabrón insidioso mal aconsejando a sus compañeros. Los perros le dijeron be careful, Pollo. Encontró también a los chicos que a esa hora debían andar en el Metro. Cándidamente, el Pollo batió las palmas para saludarlos. Le respondieron con un embarazoso mutis. Enseguida el chico gordo se desprendió del grupo y vino a plantarse frente al Pollo. Le dio un empujón que lo tiró al suelo; pero antes de caer sintió que se desplazaba por el negro espacio sin estrellas como un astronauta desahuciado. El dolor en el coxis y los raspones en los codos casi lo despiertan. Pero algo en su interior le dijo que no debía huir, enfrenta lo que venga… Sin darle oportunidad de incorporarse, el gordo comenzó a tundirlo. Bajo los cates el Pollo no podía usar a discreción sus poderes telepáticos: así que los hizo huir a todos porque aventó un gigantesco caldero de mierda hirviente. Desapareció la tercera dimensión. En un cromo, abrazado a sí mismo estuvo llorando. Como único consuelo se dedicó a desenterrar de la noche el cofre del tesoro donde guardaba los papelitos que le había dado Laurita. ¡Qué paz! ¡Esos papelitos valían más que el perdón de los pecados de la cristiandad y los judíos juntos!

No pasaron ni diez años lineales cuando se abrió la puerta del estacionamiento y apareció el auto de Laurita seguido por una camioneta. Cuando la mujer recogió la foto donde aparecía el Pollo con la nariz sangrante, le limpió la cara con su pañoleta de seda lila. El olor de la pañoleta, más que la atención, reconfortó al Pollo. Otra vez pensó que ella era su madre y se vio ya viejo llorando ante una tumba, enterado demasiado tarde del sitio donde la habían sepultado.

—¿Quién te pegó, Pollo? —la mujer estaba furiosa pero no perdía la calma. Le tendió un trozo de papel y un lápiz—. Escríbemelo aquí, ponme su nombre.

El Pollo tomó el lápiz con la inconfesable pretensión de hacer unos trazos como los de Laurita: Emanuel: esa fue la primera vez que escribió ese nombre que también era él, porque vio cómo de éste salían las letras hacia el tizne carbónico, el lápiz, su mano, su cuerpo gordo y cachetón corriendo por los arrabales.

El recuerdo más antiguo de Horacio cuando volvía a ser Horacio era un arco iris que volaba como un bumerang vertiginoso en el cielo de su mente. De cuando comenzó a ver el mundo de forma consciente recuerda las tinieblas, porque estaba en un túnel del Metro. Se arrastró hacia la luz pero se detuvo ante una escalera de hierro que lo llevaría a otro túnel y luego a los subsuelos del barrio chino. Tendido en el piso estuvo contemplando las suelas y las piernas de quienes pasaban por las rejillas, sin lograr entender lo que veía. Piensa que por mera curiosidad levantó una de las trampas, la que daba a un sitio sin trajín; era el patio anejo a la cocina del Restaurant Cantón. Allí lo encontró Laurita, cuyo verdadero nombre era Lu-hui-ta, mas pronunciado por su esposo sonaba Laurita. Ellos no habían logrado tener hijos; el esposo pensaba que el gobierno los había esterilizado cuando entraron al país hacía un siglo, pero Laurita tenía la sospecha de que no se embarazaba porque nunca había fornicado, y dentro de su mente no podía disociar una cosa de la otra. Así que el chino no contradijo a su mujer cuando decidió quedarse con ese niño que parecía idiota y era mudo. Lo levantaron como se levanta a una rata de la cola.

—¿De dónde viniste?, creí que había controlado la plaga.

Tenía roña, olía a solvente, daba grima y hasta ganas de apalearlo. Con un régimen de soya, pescado y apio le corrigieron la anemia, aunque nunca consiguieron borrarle la palidez ni quitarle lo enclenque. Los cocineros le pusieron el apodo. El esposo de Laurita le mostró al niño un calendario cristiano, porque en silencio se avergonzaba de ser chino, y le dijo que escogiera un nombre.

Ver de frente durante más de un segundo el rostro de Laurita hacía que uno se convirtiera en ella. Laurita era ambiciosa, sabía sortear a las autoridades y no le temía a nadie. Organizó a su barrio, lo pertrechó legalmente y con propuestas audaces se granjeó el respeto de la policía, que no tardó en localizar a Emanuel. Sin maltratarlo, lo condujeron a los Baños Chuen, donde lo cepillaron como bestia, le dieron ropa nueva y le ordenaron que bebiera mucha agua. Luego Laurita en persona lo introdujo a un majestuoso reservado del Restaurant Cantón.

—Come, siéntete bien —le dijo y cerró el pequeño salón, muy bien iluminado.

Emanuel miró con asombro los numerosos manjares dispuestos en una larga mesa. Al principió temió que estuvieran envenenados, pero el hambre y un nebuloso sentimiento de triunfo desvanecieron sus resistencias. Esa abundancia nunca antes contemplada afiló su cinismo y comió hasta hartarse, hasta resoplar y sentir que se desvanecía. Entonces se dio cuenta que además de la única silla no había un mueble donde yacer. Se echó en el piso. Cuando lo despertaron las ganas de orinar llamó a la puerta para que lo dejaran salir al mingitorio. Nadie respondía. Se le ocurrió que ya debía ser muy noche y el restaurante había cerrado. Se percató de que en la habitación no había ninguna ventana que le permitiera darse idea de la hora. Enseguida notó que la mesa carecía de mantel y que no había consumido ni la décima parte de los platillos. Antes de quedarse dormido creyó haber visto una botella, pero ahora no encontró más que la pequeña jarra del té; de un trago vació lo que de éste quedaba y quiso orinar allí. A punto de despertar, porque sintió que se cagaría y orinaría en la cama, el soñante pensó que hubieran hecho falta muchas jarras para que no se derramara en la alfombra el contenido de la vejiga de Emanuel. Quiso mordisquear la galleta del postre. Se le adhirió a los labios un papelito que decía Cada grano de arroz es un hombre. Fue preciso atravesar las grandes aguas y cayó de espaldas de nuevo al sueño.

Le abrieron la puerta cinco días después. Laurita ordenó que lo bajaran a la pescadería y lo fregaran con el agua a presión con que limpiaban el piso y las paredes.

—A causa de tu insensatez los muchachos andan ahora desperdigados —le dijo, sin haberle dado oportunidad de secarse—. Ellos, con sobrada razón, no confían en los adultos, así que tú te vas a encargar de juntarlos para repartirles sus regalos. Antes, mandarín, vas a limpiar mi salón.

Emanuel sintió dos nudos de ira que se le paseaban por el cuerpo, como si se le hubieran zafado los testículos y anduvieran buscando su acomodo por debajo de la piel. Entonces reconoció que había estado muerto, enterrado en una catacumba tragándose su propia podredumbre. Junto a Laurita estaba el Pollo, medroso. Al otro lado de la mesa, dos oficiales de la policía lo miraban con sorna; seguramente este par de alacranes cebados con lamentos de niños y mujeres eran los embajadores en el mundo de las fuerzas tenebrosas que buscaban imponerse.

—No insistas en tu enojo. Ahora sabes que todo debe fluir —le dijo Laurita cuando se marcharon los policías—. Quiero que tú y el Pollo se den la mano, porque van a trabajar juntos —al estrecharse las palmas cada cual sintió lo que era aplaudir con una sola mano. Laurita llamó al mozo para que les sirviera el té, una infusión fortísima que los mantendría seis noches sin dormir—. Forman grupos de tres, de edades escalonadas, siempre debe haber uno maltrecho, a ése le dan el botecillo para recolectar la caridad. Otro manipula el acordeón y el tercero canta, sólo baladas de amor, nada de coplas revolucionarias. El jueves de cada semana me los juntan en el estacionamiento para que pase yo a recoger su cuota.

Llegado a este nudo del sueño no quedó duda de que también en este cosmos combatían fuerzas antagónicas irreconciliables contrarias enemigas adversarias. El soñante participaba ciegamente de cada una de ellas porque se estaba mirando al espejo, atusándose el bigote, sacudiéndose el celeste uniforme tachonado de medallas a la infamia, comprobando la puntual sospecha de Emanuel y el presentimiento de Horacio. En un año Mono la jefatura de la policía pasará a un comandante antipático, que era este Gutiérrez que se acicalaba ante el espejo mientras muy orondamente se decía que había llegado la hora de prescindir de Laurita, que poco trabajo le costaría regentar a la panda de mendigos que peinaban el puerto. El soñante comenzó a babear porque no entendía la importancia que para el puerto tenían las diligencias de Laurita, ni lograría ver que lo había enriquecido al grado que de otras ciudades comenzaron a arribar mendigos para reclutarse en el grupo de becarios. Hacía casi una década que Laurita había comenzado a organizar a estos parias para echarlos del perímetro de su barrio, pues cada mañana aparecían regados en la calle los restos de los desperdicios que los restauranteros vaciaban en los contenedores, y no era raro que hacia el medio día cualquiera de estos niños rabiosos se atreviera a amagar transeúntes o arrebatarle el bolso a alguna dama. Laurita pensó en combatirlos con mastines, pero le pareció que entonces tendría que lidiar con dos jaurías. Tampoco le agradó la posibilidad de contratar guardias, porque eso sería como atraer a su barrio un quiste de la policía. Y matar indigentes era algo que rebasaba sus límites. Así que una noche se apostó, acompañada por tres o cuatro chinos, a esperar la aparición de la alimaña. Atrapó dos especímenes. Había colegido que para esos infantes el mejor sucedáneo del afecto que nunca tendrían era un plato de comida caliente. Esta vez también tuvo razón. Asumió el trabajo en lo echado a perder.

Es preciso ver al gran hombre, le dijo su oráculo. Como Laurita abominaba de la suciedad, habló con el alcalde y le propuso controlar las actividades de los indigentes a cambio de un espacio en la ciudad. Al alcalde no le agradaba encontrarse a estas sabandijas en las plazas cuando salía a pasear con su familia: les cedió temporalmente un conjunto de edificios abandonados y en litigio. Para Laurita era claro que quien come y duerme puede trabajar, así que lanzó a los chicos a la mendicidad, que no es más que una forma de vida.

Gutiérrez, carroñero y cobarde, amenazó a Laurita con represalias contra su barrio si no le entregaba la mitad de lo que los chicos mendigaban en las calles. Laurita se decidió a enfrentarlo, pero debía esperar a que él diera el primer golpe para actuar en consecuencia. Entonces Gutiérrez excluyó al barrio chino de la ruta de los camiones recolectores de basura: calculando que antes del tercer día los desperdicios amontonados ahuyentarían a los clientes habituales de la comida china y atraerían hasta a las ratas ahítas de los muelles. Gutiérrez confiaba en someterla rápidamente, mas en secreto la deseaba, se le antojaba para sodomizarla. Y la verdad es que no quería la mitad de los ingresos de la mendicidad sino el total, y quería no sólo que Laurita se retirara del negocio sino convertirla en su amasia.

Entre Laurita y los cocineros de todos los restaurantes del barrio chino idearon una grácil operación para conseguir un equilibrio catabólico entre el frigorífico y la mesa, de tal manera que pudieran reducir al mínimo las partes de cada ingrediente de los platillos que fueran a dar a los cubos de basura. ¡Que los comensales se lleven en el estómago la mayor cantidad posible de alimentos! Esto lo conseguirían ajustando cada ración a cada comensal y reciclando lo canónicamente no comestible. Molieron entrañas de pescado, huesos de pato, nervios de res y crearon suculentas salsas que agregaron en sutiles proporciones a cada quimera servida. Inesperadamente, las bazofias significaron el auge de los restaurantes, que muy pronto tuvieron que encargar más arroz y camarones.

Aburrido de mecerse en su sillón de comandante, sin obtener lo que anhelaba, Gutiérrez convocó a sus lugartenientes para ordenarles emprender una razzia contra esos engendros de la calle. Dos contingentes de granaderos equipados con bastones y gases lacrimógenos llegaron a las madrigueras de los becarios detrás del Teatro Nacional. Aquí el soñante perdió la orientación, su consciencia se fragmentó en una mancha de brazos con piernas que nadaban en una luz espesa y blanquecina, en un río de semen chino, porque inexplicablemente Emanuel entró caminando por el callejón Lee sin apercibirse que iba leyendo los letreros de las tiendas, cuyos ideogramas revelaban el verdadero nombre de cada establecimiento, que ninguna relación guardaba con el letrero en la lengua local. Porque ¿qué tenía que ver Restaurant Cantón con Templo de la Rata?, ¿qué iba de Restaurant Río Amarillo, fundado en 1900, a El Corazón Recto de Yu-zi?, ¿y de Regalos Wong a El Hijo del Decapitado? Cuando leyó el verdadero nombre del callejón Lee, advirtió que entendía el idioma chino, porque los nombres de las máquinas de juego estaban en japonés. Entonces se acordó, y este recuerdo lo sacó del soñante, que Gutiérrez iba a ejecutar una redada. Corrió como perro a buscar a los becarios que a esa hora debían andar en la estación Martínez del Metro. No se crea que no estaban preparados para tal eventualidad: ése era el trabajo de Emanuel. Le prendieron fuego a los Almacenes Fierro. Mientras se desquiciaba la avenida que va del malecón al centro, logró distraer a una parte de la policía. Colocaron un contenedor de basura en medio de la calle por donde forzosamente tenían que entrar los bomberos. Les dio tiempo de ajustarse unas mascarillas que había ideado Laurita, recoger chacos y boxers. Azuzar a los perros para que ya en los sótanos el Pollo enfureciera a las ratas, que zurrarían de miedo a los granaderos cuando las vieran saltar como canguros.

No obstante la eficacia de sus movimientos, y precisamente por eso, Gutiérrez también traía su as bajo la manga. Como sus soplones lo tenían al tanto de que aquel chiquillo flaco y feo apodado el Pollo era el favorito de Laurita, por el soñante supo dónde podría atraparlo. En la televisión salió para decir que gracias a su pericia habían controlado el fuego de los Almacenes Fierro al tiempo que cumplían con la misión Limpieza Ciudadana, que consistía en retirar de las calles a los pobres huérfanos y parias para darles humana atención en las instituciones y clínicas estatales. La verdad es que al hospital fueron a dar 27 granaderos, un oficial, y a la morgue 12 víctimas del incendio. Agarraron a seis o siete niños sin nombre, a los que estaban drogados, a nadie más. La neblina viscosa de la madrugada había acordonado el barrio chino, Emanuel capitaneaba lúcidamente la resistencia, en su cocina particular Laurita preparaba una tintura. Había ordenado un alto al fuego, no por temor a salir perdiendo sino porque el Pollo había desaparecido. El soñante tuvo miedo, se recogió en una esquina de su desmembramiento a dirimir cuál era ahora el punto focal de su consciencia, quién era su Yo de todos esos rostros que se movían en la nada. Se paseó volando por el callejón Lee. Le preocupó darse cuenta que lo mismo podía favorecer a Gutiérrez que al Pollo… Vio el barrio como si hubieran pasado mil años. Quedaban unos cuantos letreros, todo estaba polvoso. Ya no había chinos… Nunca tiempo fracaso soledad erección. Como si de pronto una fórmula abstracta hallara su representación concreta en el mundo, volvió a erigirse el barrio chino, en su esplendor, que eran estos tiempos de la regencia de Laurita. Pero nada era fácil ni estaba claro. Se podía pertenecer al bando azul pero eso no significaba que tal bando mantuviera invariable ese color, ni que éste dependiera del nombre o del escudo. Podía uno llamarse azul y vivir como rojo o negro, o incluso ser adverso al azul sin dejar de llamarse azul. La senda de la rebelión, el terreno de la resistencia, las horas revolucionarias son difusos. Son necesarias la voluntad del asceta y la disciplina del guerrero para no claudicar, para no traicionarse uno mismo ni a los cofrades. Venerar siempre esa mínima luz de la consciencia que mantiene al combatiente en la cresta de la ola. Se dio vuelta en la cama.

Laurita, con más espíritu, le pidió una audiencia a Gutiérrez. Este abyecto, y hay que insultarlo porque parte de su razón de existir consiste en ser blanco de denuestos, le dijo que él nada sabía del Pollo, que sus hombres no le habían reportado dato al respecto.

—¿Qué quiere? —por única vez frente a un no chino se mostró molesta.

Gutiérrez, pese a su labia, jamás se atrevería a decirlo. Quería a Laurita. Nada le importaba que fuera china. Y aunque era capaz de establecer las relaciones más sórdidas, no lograba imaginarse la profunda causa de su atracción por ella. Su mente no pasaba de un bruto deseo sexual, cuya violencia iba en proporción al tamaño de lo que no podía ver.

Laurita quiso recurrir a los espíritus de sus antepasados. No les pedía un imposible, simplemente que el Pollo usara sus poderes telepáticos para comunicarse con ella, saber cómo se encontraba… Pero al espacio planetario de su alma lo cegó la polución nocturna del soñante. Laurita casi se desmaya. Su remedio fue lanzar una mancha negra: la mancha blanca con una negra se quita. Hubo un contraataque. Mancha negra sobre mancha blanca sobre mancha negra…

—Lo que ya sabe, señora Laurita —al fin respondió el comandante, nervioso por debajo de su fanfarrona seguridad—. Ya usted procuró durante mucho tiempo a esos niños. Ahora es justo que le toque a otro.

Se sintió maniatada. Tenía claro que no sacrificaría al Pollo, asimismo que sus becarios no se dejarían gobernar por Gutiérrez, y que si los vendía se volverían en su contra. Prefirió no insistir con Gutiérrez, ver qué curso tomaban los acontecimientos. Al creerla vencida, el comandante contempló proponerle una alianza, mas con la callada intención de aproximarse un poco a ella… hasta besarle el cuello tenso y dejar libre su olfato entre el pubis lampiño de Laurita.

—Los muchachos no son mercenarios, actúan por cuenta propia. No puedo hacer nada para ponerlos de su lado, comandante.

Mientras Laurita iba de regreso a casa, Gutiérrez ordenó clausurar el barrio chino, y en los periódicos de la mañana siguiente apareció una foto del marido de Laurita, que más parecía un adolescente nativo enfermo de mongolismo, sobre el amañado anuncio de que el barrio cerraría sus negocios temporalmente, para remodelarse.

—Aléjalos del barrio, que no roben en los muelles —le indicó Laurita a Emanuel, que se llevó a los becarios convertidos en gorilas a la selva que surgió en las montañas que crecieron en torno al puerto.

El soñante vio diez mil chinos dormidos de pie en la estepa. Ni el viento ni la nieve ni las ráfagas de odio perturbaban su sueño. Por dentro estaban despiertos conversando en su lengua sobre el Emperador Amarillo, paseaban lentamente en un bosque de cerezos, comían flores de milenrama. Una copa de vino inmortal sacia más que un río de mil leguas.

Laurita no cejó en buscar al Pollo, acudió a informantes, compró policías, descendió hasta la morgue: infructuosamente. Cuando casi aceptaba que Gutiérrez no le había mentido, comenzó a circular el rumor de que el Pollo había vuelto, que vagaba por las calles: muchos becarios lo habían visto en alguno de los indigentes deschavetados que merodeaban por los muelles o en un perro con cara de hombre o en algún vagabundo que pasaba por la ciudad. El soñante recorría sigilosamente las avenidas. Los muros lo miraban. Para que las construcciones no lo reconocieran se fue a una plaza donde se quedó petrificado como monumento. Por fin Laurita se soltó a llorar, imaginaba al Pollo acarreando basura, envuelto en mil trapos piojosos, rodeado de perros.

Cuando Laurita abrió los ojos se planteó sin ambages confiarle a Emanuel que se llegara con algunos de los becarios a la presa municipal que surtía de agua potable al puerto y vaciara allí un frasquillo de la tintura que había preparado. Poner a soñar a la población. Pero algo desde el fondo de su alma, tal vez la voz del soñante, le dijo no lo hagas. La gente no tiene la culpa. Decidió que debía actuar, manifestarse por sus actos, porque de lo contrario otros, menos aletargados, se asimilarían al flujo de tiempo. Presintió que Emanuel convertiría a la tropa en guerrilla, que accedería alucinadamente a propuestas venidas de otro lado. Al meditar en ello, Laurita intuyó que estaba padeciendo las consecuencias de la vida ininteligible del soñante. Yo no puedo guardar de este lado lo que él no atiende del suyo. Aunque se le ocurrían estas ideas, sabía que no podía comunicarse con él. Se levantó de la silla pensando que el Pollo sí…

Al principio sin saber la causa, Laurita bajó las escaleras. Ya en la calle desolada, al ver que el letrero de la Lavandería La Montaña estaba de cabeza, recordó que la había mandado llamar el coronel Hernández, que de oficial de aduanas había pasado a director. El almirante de una compañía naviera le había ofrecido unas mercancías muy baratas; estaba encandilado porque no se trataba de pornografía ni manufacturas prohibidas, podría hacer un negocio en grande con artículos de consumo popular, sin tener que esconderse. Si bien disponía de socios con un cierto capital propio para invertir, su problema estribaba en que no tenía quien las distribuyera.

—Yo soy su amigo, Laurita… Aunque usted no lo crea, siempre estoy al tanto de las tribulaciones que la cercan. Sus protegidos andan desbalagados, ¿no es cierto? Soy de la idea de que el nómada no sabe vivir en una ciudad. Vamos a hacerlos sedentarios, a darles una forma digna de vida. He estado pensando que a sus muchachos les haría bien dedicarse al comercio. Yo le proporciono la mercancía, usted la lleva al cliente, ¿qué opina?

No obstante la malicia de Laurita, y quizá por la verdadera tribulación que le causaba la desaparición del Pollo, se imaginó una magna tienda como los Almacenes Fierro, y sin pensar se lo dijo al coronel Hernández.

—Bueno, eso será más a futuro, Laurita. Por el momento nos conformaremos con pequeñas sucursales, distribuidas en cada esquina. A usted le conviene por todos lados… Alejo de usted al comandante Gutiérrez, un buen amigo mío aunque un poco atravesado… Se lo voy a decir honestamente, estamos en confianza, él quiere entrarle al negocio pero no quiere poner nada, o más bien quiere poner a sus muchachos.

De la naturaleza del trato que había hecho, Laurita vino a darse cuenta cabal cuando se sentó a comer la sopa y entre los dientes se le rompió la cuchara, al plato comenzó a derretirlo la sopa hirviente, el reloj de la pared caminaba hacia el pasado. Al coger la taza de té se le quedó la oreja en la mano. Mientras el líquido, también caliente, le mojaba el regazo, Laurita levantó la vista y vio que estaba en una enorme habitación atestada de cajas amarillas que con letras chinas y negras decían Made in Taiwan. Salió a la calle y vio que todos los objetos que usaban los ciudadanos tenían la misma leyenda, con algunas variantes como Made in Corea, Made in China, Made in Vietnam. Todo se rompía. Ahora el dueño de Almacenes Fierro, el primer afectado por el contrabando, participaba soterradamente en la venta de mercancías falsas.

El barrio chino había vuelto a abrir, a Gutiérrez lo habían hecho procurador de justicia, ahora el jefe de la policía era el comandante López. Conforme Laurita caminaba por las calles mucha gente la saludaba, vagamente reconocía los rostros. No tuvo dudas cuando se encontró a Emanuel: eran los becarios, pero habían crecido, y al ver la superficie que ocupaban en las calles sus puestos de chucherías pensó en conejos pintos, chimuelos o sin cola. Los gobernantes del puerto no solamente no habían sabido eliminar sus propias excrecencias sino que habían traído a casa las de otros lares. Laurita comenzó a advertir que junto con la chatarra había bajado al puerto una multitud de verdaderos vándalos, viejos feos, lisiados, harapientos.

Como en las calles Emanuel era el líder, el comandante López hizo la finta de buscarlo, para crear momentáneamente una rivalidad entre él y Laurita, que no había dejado de ser el punto de cohesión de distintos intereses. Pero Emanuel no se destanteó, así que López recurrió a sus granaderos; sabía que la única forma de obligar a Hernández a compartir el negocio era apachurrar un poco a la gente de Laurita.

Al mismo tiempo Gutiérrez se le apareció con un ramo de flores, que para ella significaban muerte y refrendaban el acoso del soñante. Ante la mirada de Gutiérrez, por primera vez sospechó que ella era uno de los polos del mundo que veía. Laurita se sintió impotente porque reconoció que estaba sola, que no coincidía con nadie en el puerto. Sin saber a quién acudir, se fue a acostar a su cámara secreta con la esperanza de concebir un sueño que la pusiera en contacto con las raíces celestiales de donde brotaba su existencia. Se encontró a Emanuel en un cruce de caminos. A él le pareció que Laurita estaba muy cansada; su frágil figura se diluía en la humedad de sus ojos. Emanuel ya no era un niño, había formado con los becarios un sindicato.

—¿Qué has hecho?

—Organizar.

Laurita recordó que le había dado licencia de organizar a los lisiados, a los ex convictos, a los oprimidos de las calles. Se comienza por cuantificar los recursos vivos y económicos. Definir con claridad la meta, que invariablemente es espacio, estimar el avance dos puntos por debajo de las fuerzas reales, no demostrar miedo y saber vengarse, le había dicho.

—Pero ahora esto ya no va a salvar el puerto.

—Hago lo que tú me enseñaste.

—¿Crees que se pueda organizar a toda la gente para una empresa común y única?

—No… —Emanuel le dio la mano.

Juntos comenzaron a caminar de regreso. El parsimonioso descenso del atardecer era una gota de ámbar que envolvía los edificios como a insectos. Había sido una jornada calurosa. Del mar soplaba un viento dulce que facilitaba el trajín de los ciudadanos de vuelta a casa. Era imposible hallar un taxi libre. Los colectivos iban atestados. Mucha gente prefería caminar antes que soportar los bochornos del Metro. El cielo resinoso se dejaba vencer apaciblemente por las luces de los comercios y el alumbrado público. Los muelles estaban limpios, el último buque descargado se preparaba a zarpar. El Mercado Municipal había cerrado. Los cines y los teatros se llenaban de jóvenes y señoras emperifolladas. Los bomberos, en camiseta, descabezaban el tedio con dientes de dominó. El agua del drenaje se veía transparente. En los cafés no había sitio para un alma más… Laurita volvió a contemplar el recurso de la tintura, pero vislumbró que el sueño colectivo en vez de someter al soñante multiplicaría el puerto por el número de sus habitantes y con ello sus propias mortificaciones; el extravío crecería geométricamente y no habría nadie capaz de remontar ese laberinto de dimensiones… Entonces la despertó el timbre del teléfono.

—¿Dónde estás, Pollo?

—No sé.

—¿Desde dónde me hablas?

—No sé.

—No te creo. Tú no eres el Pollo. El Pollo es mudo.

—Pero ya no lo soy. Ahora soy Gallo.

—¿Adónde te fuiste?

—A ningún lado. Desaparecí hasta para mí mismo. Me duele la cabeza. Te extraño… Soy sólo un trozo del espacio por donde cruzan meteoritos, estoy aguardando que un recuerdo tuyo pase por donde yo estoy.

Por tratar de imaginar qué aspecto tendría ahora, Laurita no lograba elaborar la imagen del Pollo, no podía recordarlo con suficiente fuerza y el Pollo volvió a hundirse en el vacío. Desesperadamente llamó a Emanuel para pedirle que lo buscara.

—¿Al Pollo?

—Sí. ¿Te acuerdas de él?

—Sí.

—Volvió. Está en el puerto.

Emanuel recordó que él mismo le había conseguido un empleo como afanador en la Facultad. Salió a buscarlo pero el soñante no quería devolver al Pollo. Creía que se arriesgaba menos dejando el sueño al impulso de la inercia, a la lascivia de Gutiérrez. Temía volver al presente. Sin desearlo, imbuido de otras fuerzas del cosmos, Horacio rompió su inexistencia de piedra en la plaza. Se vio a sí mismo ante el espejo. Estaba demacrado por las aflicciones de la lucha que mantenían los varios bandos de su Yo. Ahora los más encarnizados eran Horacio y Gutiérrez. A Horacio la más mínima brisa lo echaba de la luz. Y el soñante no lo quería mucho porque para él Laurita era tabú. Moneda de mil caras, quiso apoyar a Gutiérrez. Sin saber quién era, sintió que le apretaban los zapatos al subir las escaleras hacia la cámara secreta de Laurita. Pero ya Horacio estaba allí: le produjo al comandante un dolor de muelas con sus poderes telepáticos y lo hizo desaparecer. Cuando volvió a la calle se topó con los perros de siempre. Don’t worry, Horacio.

Efectivamente, el encuentro con Laurita había sido breve. Al salir del Restaurant Cantón compró un paquete completo de cigarrillos y se fue a su cuarto a fumar. El aspecto de Laurita era lo que más le había sorprendido. Se conservaba exactamente igual que hacía diez, quince, veinte años. El cabello negro, estirado hacia atrás; la piel amarilla, lustrosa, sin una sola arruga. Los ojos brillosos, sin pestañas, coronados por unas cejas que eran una línea pintada con lápiz.

—Desalentada, me detengo en la encrucijada de los cuatro caminos al vacío. Mis ojos han topado con la muralla infranqueable, no pueden ver lo que anhelan contemplar. Mis fuerzas se agotaron sin encontrar lo que ansiaba. Ya me es imposible alcanzarlo. Mi cuerpo ha quedado saturado del vacío, blando y débil. Los seres vivientes seguirán empujándose en confusa aglomeración. Tú también te has reblandecido… —Laurita hablaba sin entonación; se sirvió más té—. Muero y resucito cada día…

Horacio tenía miedo, como no lo había tenido cuando los granaderos embestían a los becarios en la calle, cuando se escondía con Emanuel en los túneles del Metro, cuando con un pensamiento convocaba a las ratas y los perros.

Para posponer el esfuerzo a que lo obligaba la tarea que le había encomendado Laurita, se dedicó a reconstruir el reencuentro con Emanuel hacía unas horas. Se convenció de que no había segundas intenciones en el hecho de que lo hubiera llevado a aquella repugnante fonda. Emanuel era glotón, inconsciente, incapacitado para las sutilezas o la crueldad refinada. Seguramente iba a comer a ese sitio porque le costaba muy poco y le servían mucho. Pero aun cuando a Horacio le resultara apetitoso el pollo, no podría ni siquiera tocar la comida preparada en un sitio donde las ratas asomaban sus ojillos ávidos desde cada rincón en penumbras. Por asco y debilidad se abandonó a elaborar morbosas imágenes de lo que se vería en el piso apenas saliera la gente de la fonda, de los ruidos ciegos que palparían el lugar durante las noches, de la infinidad de ratas gordas que con sus panzas empachadas barrerían el aserrín en la oscuridad. Pensó que de esa manera el encargado se deshacía gratuitamente de la basura. Se imaginó la madriguera y la fuerza de las mandíbulas de esas carroñeras criadas con huesos…

Abandonó la cama para encender la televisión. Quería escuchar voces humanas desde el exterior, que la pantalla atenuara un poco las visiones y echara su mirada fuera de su mente. Contó los cigarrillos que le quedaban, luego los acomodó en la mesa. Sin tocarlos, los fue cambiando de posición hasta que nomás le quedó uno. Estaba a punto de amanecer cuando le empezaron los dolores de cabeza. Instintivamente salió a la calle, pensando que aún podía evitar la aparición de los colores vertiginosos que invadían su cerebro, las grecas, los rayos, las fulguraciones que aturdían los ojos de su mente, cuyo ángulo de visión era de 360 grados y no había manera de cerrarlos. El azar o el miedo lo empujó al café de chinos de la Plaza de Mayo. El olor del pan fue como un despertador. Salió de allí sintiendo que vomitaba. Tomó el colectivo hacia la Facultad. Aún era muy temprano. Se detuvo en una de las cafeterías de estudiantes. Recordó el pedazo de papel que traía en el bolsillo. De nueva cuenta se dejó fascinar por el recuerdo de la letra de Laurita. No sabía si era bella, sólo estaba seguro de que él jamás podría escribir así. No quiso abrirlo porque sintió tristeza de que la caligrafía no le revelara nada. Ordenó un café negro y una galleta de trigo con los que se demoraría hasta las once. El peligro de la migraña había pasado.

Decidió que no acudiría a sus labores. Se fue caminando por una calle que aparecía bajo sus pies conforme avanzaba. ¿A quién culpar del caos? ¿Al malandrín de la esquina? Pero a ese malandrín no lo gobierna su voluntad sino la de otro que está en aquella esquina; y a éste, un tercero desde aquella casa, a su vez gobernado por la voluntad del comandante, que tampoco se gobierna por sí mismo. ¿Al alcalde, que anda en una fiesta? Tampoco. ¿A quién culpar? ¿Quién está por encima del alcalde?… Entonces tiene que ser Dios. Pero como Horacio había crecido entre chinos no sabía a quién o a dónde o a qué dirigirse. Si fuera Emanuel iría al cielo a encarar a un padre violento y con la nariz abotargada de alcohol.

—Aunque él me está oyendo, y sabe que mis palabras no hubieran podido llegar a mis labios sin antes pasar por su albedrío, se aferra a mí creyendo que puedo asir los lazos que unen nuestras vidas con su soberanía —Horacio se esforzaba en revivir su encuentro con Laurita—. Ahora que está extraviado el mundo entero, aunque yo intente orientarme no lo lograré, y empeñarme en ello es también una aberración. Por eso lo mejor es abandonarlo y no imponerse sostenerlo. Sube o baja adonde él está, dile que se busque una mujer…

Fue a sentarse en una banca bajo la arboleda. Encendió un cigarrillo. Quiso leer el papelito que le había entregado Emanuel. Decía Nacer sin alborozo, morir sin resistencia, pero Horacio entendió Coma Arroz Fumanchú. Entonces del cielo se desprendió una estrella negra. Se escucharon truenos en las nubes porque el soñante había comenzado a mover planetas en busca de una piedra que tirar sobre la gente. Que se acaben de una vez si no me entregan a Laurita. La multitud empezó a concentrase en el malecón, clamaban por Laurita, querían ofrendarla a Gutiérrez. Laurita sabía que ni escondiéndose en su propio ombligo se libraría del acoso. El asteroide era un saco de arroz de diez leguas de diámetro. Horacio le rasgó con sus poderes un costado. Primero como arena que cae al otro lado del reloj, luego como sangre que mana de una puñalada, sintió que se derramaba… El ruido de la explosión lo despertó. Creyó que se había caído de la cama porque no quería darse cuenta que se había ido para adentro. Se vio enterrado en una montaña de arroz. ¿Quién es el señor de estos granos?, preguntó, sin saber a quién se dirigía.

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Ciudad de México, México, 1964.
Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores en los períodos 1989-1990 y 1991-1992; del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en 1992-1993; y del programa de Residencia Artísticas México-Canadá 2000.

Ha publicado De la infancia (Tusquets, 1998), novela adaptada al cine por el cineasta Carlos Carrera; El libro de las pasiones (Tusquets, 1999, 2001), por el cual obtuvo el Premio Nacional de Literatura "Gilberto Owen" 1997 y el Premio Nacional de Literatura "José Fuentes Mares" 2001; Paisajes del limbo. Portada de El país de las mujeresUna antología de la narrativa mexicana del siglo XX (Tusquets, 2001, 2009); Marcianos leninistas (Tusquets, 2002); Nostalgia de la luz (Tusquets, 2003); La sombra del sol (El Cuenco de Plata, 2006; Almadía, 2007); Dulce la sal (Pre-Textos, 2008); A wevo, padrino (Mondadori, 2008); Con esas manos se acarician. Antología (Bruguera, 2010).

Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2001.

Parte de su obra ha sido traducida al alemán, al francés, el inglés y el esloveno. Ganador del Premio Internacional de relato Emecé/Zoetrope 2002. Dirige la Escuela de Escritores de la SOGEM.