«Betty Page»
1 agosto, 2010
La escritora portorriqueña Lourdes Vázquez (1950), autora de una decena de títulos en prosa y poesía en que destacan Bestiary: Selected Poems 1986-1997 (Bilingual Review Press, 2004); Desnudo con Huesos=Nude with Bones (La Candelaria, 2003); Obituario (Babab, 2004) y Salmos del cuerpo ardiente (Chihuahua Arde, 2004) y ganadora del Premio Juan Rulfo de Cuento en 2002, comparte con los lectores de Carátula el cuento «Betty Page», incluido en su libro Historias de Pulgarcito (1999).
Historias de Pulgarcito es su segundo libro de cuentos y naturalmente el título es más que un referente, un homenaje a las Historias prohibidas de Pulgarcito de Roque Dalton. Sobre el cuento, la autora comenta que «Betty Page es un relato sobre infortunios. El conflicto que se plantea es el misterio que existe en la relación madre e hija. Dos personajes que danzan en el escenario del amor en un tour de force de pesares, alegrías y semejanzas para volver a abandonarse, pero no para siempre».
Sobre su narrativa, Arnaldo Cruz Malavé, teórico y crítico, ha dicho: «La vigilia del otro, del otro que es y no es uno, que es inextrañablemente parte de uno mas no le pertenece, ha sido siempre, desde la primera obra de Lourdes Vázquez, Las hembras, uno de los ejes de su producción».
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Victoria es una joven independiente, rabiosa e inteligente. Tiene el pelo y los ojos negros. Sus huesos son largos y sus pómulos altos, más bien parece hija de indios de la selva de Venezuela que mi hija, pero aseguro que es mi niña. Victoria. Toria. Torita amada.
Trabaja de mesera en un bar muy especial en el centro de Miami. Las meseras visten unos escotes con la mitad de las tetas por fuera y pantalones bien cortos pegados al cuerpo; como Betty Page en sus mejores tiempos. El uniforme de una mesera en ese bar constituye su segunda piel, por tanto se debe tener un cuerpo de virgen amazónica y la misma cintura de Betty Page.
El padre de Victoria ha sido una composición de espejos entrecruzados, como los espejos en una casa de horror, ya que todos mis ex maridos de alguna forma han sido su padre. Mis amantes han sido otra cantidad de padres y la niña ha desarrollado esa sensación de estar en arena movediza. Se siente ahogada, sin poder elevarse, a punto de caer en un precipicio del Pacífico. Eso me ha dicho. Victoria. Toria. Torita amada.
Su padre biológico apenas la procura. Se dedica a las artes marciales, a la meditación, al circo y al teatro. Es un bufón de corte, un payaso sofisticado, con aspiraciones de bailarín. Su vida ha consistido en negar la cotidianidad, aquella que nos obliga a mantener un trabajo de ocho horas y poner comida en la mesa. En su defecto, se ha dedicado a salvar al mundo de todas las maldades posibles. Se la pasa brincando de brigada espiritual a brigada ecológica y hasta el día de hoy no sabemos con exactitud su dirección postal o en qué país anda. Cuando aparece llama a Victoria de cualquier esquina y le da una hora para encontrarse con ella en algún restaurante. Siempre va acompañado de alguna amante.
Cada día son más jóvenes, mami. Siento que un día de estos va a traer una niña que tendré que cuidar y proteger hasta su regreso, me dice Victoria.
Victoria es además modelo, pero no modelo profesional, de esas que salen en las revistas de moda, sino una modelo especializada. Victoria imita las pinups de los años 50. Algo así como Brigitte Bardot, desnuda de frente al sol en una playa de la Riviera o como Marilyn antes de tener el pelo rubio, antes de ser Marilyn. Marilyn fotografiada para un calendario, con medias de malla y corsé negro.
Victoria modela para fotógrafos viejos que todavía visten de cuero y tienen la mirada hecha de cortaduras. Son gente que nunca ha cuidado el espíritu y un bache de recuerdos turbios es su único tesoro. Gente que ha recorrido el país en busca de muchachas que estuviesen dispuestas a que las fotografiasen a cambio de nada o casi nada.
Nada de esto supe hasta que un día fui a Miami a visitar a Victoria. De inmediato le noté una expresión especial en su mirada. Algo allá adentro como si supiera y lo informaba al mundo de plano y de frente. Llegué a su pequeño apartamento y mientras me cambiaba de ropa me mostró un libro de fotografías. Se trataba de Betty Page. Tenía el pelo negro y una pollina que le decoraba la frente. Sus ojos eran intensamente azules. No importaba la posición que asumiera en la foto, o lo que estuviera ejecutando su pareja, reflejaba un estado de ánimo inocente y espontáneo.
Betty Page también sufría de tristuras, mami, ha dicho Victoria.
Betty Page era alta, de mirada inteligente y a cada fotógrafo le dedicaba toda su atención. En su tiempo libre hacía un poco de calistenia y daba paseos en la playa con los bikinis diseñados por ella misma. Por siete años fue fotografiada por aficionados, cuando todavía la industria de la pornografía no tenía el empuje y la estructura de los emporios pornográficos de hoy día. Antecesora de Marylin, Madonna, la moda de Versace, las modelos de Dolce&Gabbana y la moda sadomasoquista, en los años cincuenta sus fotos empapelaron el país, violando tabús y provocando que un Comité del Senado prohibiese ese tipo de exhibicionismo. Betty Page quedó inmortalizada para siempre.
¿Quién eres Betty Page? me pregunté, mientras observaba a mi Victoria retirarse a dormir la siesta. Me acerqué en puntillas a su cama, a sus muñecos de peluche ya sucios de tantos años. Le pasé la mano por la frente. Le di un beso a mi hija que sigue oliendo a talco de bebé a pesar de sus veintitrés años y me dediqué a echarle un vistazo a su apartamento. Con un par de ventanales que dan a un patio tropical con arbustos de amapolas y enredaderas de jazmines, las cortinas blancas y los muebles también blancos, dan una sensación de frescura y calidez. El apartamento es tan pequeño que desde cualquier ángulo ves el resto de la pieza. La puerta del clóset está abierta y puedo echarle una mirada a su vestuario: piezas de cuero y tela metálica que se repiten, algunos trajes primaverales, y en el fondo una colección de corsés. Corsés traídos del principal corsetista de Viena. Hechos a mano en talleres propios, rellenos de plumas de ganso limpiadas y seleccionadas con toda minuciosidad. Corsés en blanco, rojo, plata, negro. Corsés adquiridos en las mejores boutiques de Miami.
Victoria colecciona libros de misterio. Su pasión por la palabra escrita la ha llevado a conocer todas las bibliotecas públicas cercanas. No colecciona a Agatha Christie, pues le aburre sobremanera. La Christie carece de morbo y Victoria exige detalles minuciosos y ante todo sangre. Por tanto, colecciona libros de casos auténticos. Además colecciona álbumes y biografías de modelos de los años 50, en especial las pinups, que más tarde se hicieron artistas de Hollywood. Naturalmente, Marilyn que quiso ser parte del elenco de los Hermanos Karamasov, Kim Novak con su pelo rubio teñido, y sobretodo Betty Page.
Toria. Victoria. Torita amada. De pequeña andabas enojada porque querías tener el cuerpo de tu papá. Rabiabas porque no tenías un pene. En montones de ocasiones intentaste orinar como tu papá. Recuerdo que te ponías de frente al inodoro y el chorro de orín se salía de la taza para regarse por todo el piso. Como esos pequeños detalles nunca te molestaron, te sentías feliz de haber completado una misión importante. Ya de grande, se te olvidó que quisiste ser un varón y te dedicaste a proteger y cuidar a tu hermano.
Suena el teléfono. Tu hermano quiere desearme feliz Día de las Madres. Un beso. Un beso sonoro que se filtra por esa fibra óptica. Una voz soñolienta que me dice que me quiere, una vez más. Un chao, que se repite. Hasta pronto mami, me dice tu hermano.
Victoria se acomoda en la cama, con su cuerpo esbelto y luminoso. Me levanto y preparo una taza de café. Me pregunto si Betty Page tuvo costumbre de dormir siesta. Abro su álbum de fotos.
Betty Page era una chica pobre del Sur de los Estados Unidos, parte de un gran familión. Con una madre preciosa y maltratada por su marido. Con un padre caprichoso e irresponsable. Betty Page vestida de bikini en tela a rayas de color blanco amarillento como las rayas de un tigre. Su trasero frente a la cámara. Su padre que la busca de noche y la obliga a tener relaciones íntimas, so pena de arrojarla a la calle. Betty Page en una pose rígida, las manos en una rodilla, su pelo negro, su pollina brillante, me acuerda a Verónica, la amiga de Archie. De pequeña, Victoria coleccionó las historietas de Archie. Llegó a tener hasta doscientos cómics. Su personaje favorito era Verónica: irreverente, rica, poco compasiva y exuberante. Verónica con su melena negra.
Es noche y Victoria se da un baño. Me dice que va a salir a cenar con un amigo. Una cena en un restaurante. Mientras se desviste me dedico a hacer inventario de su cuerpo. Tatuajes. Una margarita en el ovario izquierdo. Una margarita de colores con hojas, tallo, pétalos, pistilo. Una pequeña margarita.
Una guirnalda en el tobillo izquierdo. Una guirnalda de diminutas hojas y flores pequeñas, imperceptible como un tren en la distancia. Una mancha. Irregular y deforme. Un intento de tatuaje en el tobillo derecho, que por algún error mecánico quedó deforme. Sólo una mancha. Una mancha color azul en la piel luminosa. Ombligo. En el centro del ombligo guinda una argolla y dos puntos de plata. Una argolla en el ombligo que guinda de la piel, como las pantallas guindan de las orejas. Un embeleco. Una fantasía.
Mami te hacemos un tatuaje de regalo de cumpleaños, conozco los mejores tatuadores. Una pequeña flor, pero no una rosa. La rosa tiene espinas y duele mucho, mejor una pequeña gladiola amarilla, como las gladiolas que venden en la Pequeña Habana.
Mi niña Victoria sale del baño y me pregunta si quiero un tatuaje y recordé de inmediato a la bolerista mexicana con un tatuaje en la espalda, en un teatro de Berlín. Probablemente yo quiera un tatuaje. Una flor amarilla con un centro rojo y hojas luminosas. Una flor que sepa a canela. Me imagino que soy la bolerista y que formo parte de un elenco en una película. La bolerista que termina su función y sale a la calle. Va camino a la casa de Betty Page. Camina despacio por la acera de una urbanización. No hay árboles que la protejan del sol. Tampoco hay balcones. En la distancia un grupo de técnicos manejan cámaras, luces y reflectores. Un grupo de trabajadores prepara con rapidez un escenario. Se detiene frente a una casa. La bolerista toca la puerta. Una vieja flaca y amelcochada sale a la puerta. Dígame, Betty Page, ¿tiene usted un tatuaje en el cuerpo?
Nos vemos más tarde, Mami. No me esperes. Acuéstate y descansa, me dijo Victoria.
Del techo colgaba una ardilla en el árbol de mangó cual mono diminuto. Iba en busca de comida. La vi correr por las ramas hasta llegar a una fruta verde. La vi devorar un mangó verde. Era un atardecer caluroso y me quedé observando el árbol, su tronco, las hojas moviéndose al vaivén de la brisa. La ardilla como gato boca arriba guindándose de las ramas.
Victoria se ha vestido con una minifalda de cuero negro. Un brassiere rojo, un tamaño menor que el suyo, hace que las tetas se le vean gigantes. Se pone una blusa transparente color plata. Se endereza su brassiere rojo y el aro que le guinda del ombligo. Victoria se ha ido. Me he quedado sola con los búhos, las estrellas y la pequeña pantalla de televisión. En la mesa de noche descansa el álbum de Betty Page. Hojeé el albúm. Examiné cada imagen. Su cuerpo, su cintura, su piel blanca, sus muslos de diosa griega vestida de cuero, con látigo y espuelas. Su pelo negro brillante lavado con champú de caballo. Un poco de cera para el brillo. Sus ojos luminosos, posando para la cámara de forma juguetona.
Un fotógrafo. Dos fotógrafos. Todos los fotógrafos a la vez, igual de gordos, panzudos, bajitos, calvos con esa mirada cortada por la vida.
Betty Page vestida de Tarzana en la selva. Betty Page seduciendo a otra mujer. En una mano un par de cadenas. Da la impresión de que toca imperceptiblemente los senos de la mujer. Betty Page semidesnuda y amarrada dentro de un baúl de un carro. Su rostro totalmente feliz, carente de maldad y concluyo que los anuncios de Dolce&Gabbana contienen más perversidad que estas fotos.
Tarde me he quedado dormida. A mitad de la noche he sentido a Victoria a mi lado. Su olor a talco de bebé me es grato. Han pasado seis años desde que se independizó, o más bien la independicé. Irreverente y atrevida, llevaba una doble vida. Los fines de semana se bebía hasta el Orinoco y cuando yo me ausentaba de la casa las orgías eran interminables. Tuvo un novio gringo. A los diecisiete años me pidió casarse. Estaba desesperada, llorosa, y pedía con suplica que la dejara casar con Anthony. Un nooooooooooo rotundo y ruidoso de mi parte la dejó perpleja. Se metió en su habitación y rompió toda la decoración de su habitación. De paso fue al baño y se tomó seis Tylenol. Asustada fue a buscarme y de ahí partimos a la sala de emergencia del hospital.
Por seis Tylenol no hacemos lavados estomacales, informó el doctor.
Habrá que observarla. Que tome mucho líquido.
No entendí este episodio como un intento de suicidio, sino como una forma más de no dar su brazo a torcer. Yo tampoco di mi brazo a torcer, pero asustada e inmensamente triste volví a mi cotidianidad. Esa noche tuve pesadillas. Soñé que estaba en la boda de uno de mis ex-amantes. Me entero que todo el mundo irá a la boda. La sinagoga está bellamente decorada con flores blancas. La novia entra gorda y nerviosa. Su mirada parece alucinar y siente miedo. Un gran pavor la consume. Tan pronto llega al altar se alimenta de hojas de una malamadre que brota de un tiesto. Cree que nadie la está mirando. Yo también tengo miedo. Una mujer rubia y vestida de blanco se aproxima. Me interroga:
Es una desgracia…, dice.
Yo comienzo a sonreír.
Todo el mundo lo sabe incluyendo a los novios que ahora huyen, dijo mientras abría una de las ventanas del templo. Un hilo del tallo verde le cuelga de la boca. Todo el mundo lo sabe, repite.
Despierto.
Dígame Betty Page, ¿cómo se renuncia a la inocencia de una niña?
Voy a la cocina. La mañana es inmaculada. Veo la ardilla trepar del árbol de mangó una vez más. El apartamento 936 está al frente del nuestro. Alguien se asoma por la ventana y se embelesa con la ardilla. ¿Quién vive ahí?, me pregunto. ¿A quién pertenecerán esos ojos brillantes? Y recordé los ojos brillantes de José, un amigo de Victoria. Comienzo a hacer un inventario de todos los amigos de mis hijos. De aquellos que, como parejas de enamorados, han sido atrapados por la balacera de la vida. Llega a mi memoria José, hermoso y muerto en un accidente de tránsito, y a su madre con pelo rojo. Recuerdo a la niña que nació impedida y ciega y hoy se arrastra esperando el día de más compasión. Recuerdo a los hijos de muchos compañeros que hoy día son adictos y al hijo de Manuel que murió durante un asalto a una tienda.
Recuerdo a una niña que celebró su cumpleaños con una sobredosis y a su madre que la llora todos los días. Recuerdo al hijo de la vecina que se quedó viajando en ácido por la atmósfera de la tranquilidad. Recuerdo a un niño diabético que amé en una ocasión y a su padre feliz de amante en amante. Recuerdo a la niña que se ha intentado suicidar en más de una ocasión y a su madre lamentarse de haberla tenido. A mi hijo, no lo recuerdo, ya que lo vivo diariamente. Mi hijo que ha visitado dos o tres veces la cárcel, en busca de un amuleto de hielo que no se derrita.
A Toria, Victoria, Torita amada, pájaro de fuego incubado en aguas infernales. Que baila: baila el baile de la inmortalidad, como la bailarina en puntillas baila en la montaña de nieve frente a las estrellas, del brazo de Betty Page. Sus tantos tatuajes, su belleza desenfrenada, su mirada como sabiendo. Betty Page en su álbum de fotos abrazando a sus hermanas de vacaciones en su casa. Retratada con su madre hermosa y adolorida. Betty Page de la mano de Victoria. Victoria de la mano de Verónica. Archie detrás de ambas. ¿Dígame Betty Page cómo se justifica la falta de candor?
Victoria ha dejado un sobre en la cocina con una nota: Ábrelo cuando despiertes.
He abierto el sobre. He sacado una foto. Una foto en un muelle con lanchas y veleros que se entrecruzan creando un paisaje blanco al fondo. Una mujer en pose de modelo se asoma en el lado izquierdo. Sus piernas flamantemente largas, como las patas de un flamenco saludable. Su mirada lejana en el horizonte. La mirada como sabiendo cómo se entrecruzan los espejos en una casa de horror. Es Victoria. Mi hija poseída por la cámara. Es mi hija amando con lascivia cada estructura de su cuerpo, cada minuto de su vida, junto a ese fotógrafo, sorprendido de encontrar a alguien más que atesore a Betty Page.
¿Cómo conoces a Betty Page?, ha preguntado el fotógrafo, el día de la entrevista. Victoria simplemente le ha respondido, en la biblioteca.
¿Quién eres, Victoria? ha preguntado el fotógrafo, cansado de tanto mirar el lente. ¿Quién eres Victoria? He preguntado nuevamente. ¿Cómo amarte, ya mujer y rota por la vida? ¿Qué forma inventaré para estrecharte en mi pecho? Victoria. Toria. Torita amada.
¿Te ha gustado la foto? preguntó Victoria.
No sé, le he respondido.
La foto está muy bien hecha, pero esa mirada. Es reconocer que has besado al enemigo.
Así era Betty Page, respondió.
¿Quién es el enemigo, Victoria?
Victoria no respondió.
La ventana del apartamento 936 se cierra. Una puerta se abre. Alguien que enciende el motor de un carro. La ardilla que corretea el árbol de mango como una larga avenida continúa su carrera. En la pantalla del televisor entrevistan a una mujer.
Estuve junto a todos los demás con el Comandante Pancho. Habló de los muertos y desaparecidos, de las fosas comunes y de las botas lustrosas. Hizo referencia a las huelgas de hambre y a la lucha en las montañas y fábricas.
Alguien la interrumpe. El micrófono pasa de mano. ¿Cuáles fábricas? Preguntó un hombre.
Las que quedan. Informó la entrevistada.
En ese instante el Comandante Pancho, con una capucha negra puesta, hace su entrada. Su voz articulada y sonora, su idioma de metáforas. Su estilo pausado. La pipa en la mano. Su piel curtida por el sol. Sus dedos largos apretando el micrófono. Al fondo, todos los demás. Gente de la prensa, funcionarios de organismos internacionales, filántropos, curiosos. Mujeres hilvanando un orgasmo cada vez que el Comandante Pancho producía una metáfora para las cámaras. Hombres envidiando cada célula de aquel hombre.
Yo también sucumbí al Comandante Pancho. Ansío conocerte en persona, me dije y de la mano llevarte, Orfeo Negro. Quiero que conozcas la otra cara de la moneda, desde mi perfecto apartamento, mi mullida cama, escuchando la música que más te apasiona. Dime Comandante, ¿cómo se lucha contra el desamor y el ultraje de nuestras hijas, por nuestros iguales, acá del otro lado? Comandante, si me acerco a ti, ¿sentiré algún olor sabroso brotar de tu cuerpo?
Sabe Comandante, he pensando hacerme un tatuaje como me lo ha ofrecido mi hija. Una flor amarilla con un centro rojo y hojas luminosas, en el centro del ombligo. No será una daga atravesando un corazón. No será un ancla de marinero. No será el nombre de mi amante de turno, más bien una flor radiante, que evoque una princesa de tiempos lejanos montada en una alfombra mágica con su amante del brazo. Dígame Comandante, ¿conoce usted a Betty Page?
Vamos mami, ha dicho mi hija y volví a la realidad.
Fuimos a merodear la Pequeña Habana. Oteamos una panadería española y de inmediato entramos. Recordé las panaderías de San Juan. Pastelillos, mayorcas, café cortado, café con leche espeso y espumoso, mozos maleducados y altaneros. La panadería en la Calle Ocho y un televisor con las noticias del día. La panadería en la Calle Ocho y una mujer que grita desde una mesa que Fidel está en Miami, caballero.
Escóndase todo el mundo que Fidel se hizo amigo del alcalde de Miami y viene a recoger a todos los vagos, dice. Se escuchan las carcajadas.
¿Ella es tu hija?, pregunta la mujer.
Sí.
Tan joven tú y con una hija tan buena moza. Ella viene aquí a menudo. Yo le digo, por tu madre salte de ese trabajo con el tetaramen al aire. Dile tú algo que eres su madre.
Ven, mami y mi hija me toma de la mano. Como una emperadora de Jade protegida por víboras que irradian luz en la montaña me asegura, ven, mami. Ella madre segura y protegida por guardianes invisibles, yo como una huérfana inapetente. Así caminamos por todo el barrio. Ella madre, yo hija. Ven, mami y yo que me dejo llevar. Yo que lo único que me importa a estas alturas es que la Victoria sea auténtica, que anticipe libertades, que no tema a pesar del deseo y de los nuestros, me dejo llevar. Victoria. Toria. Torita amada.
Salimos de la Pequeña Habana. De inmediato entramos a un barrio de casas blancas y calles muy limpias. Sus ciudadanos, haitianos con una piel reluciente y cuerpos de envidia. El calor del mediodía ya hacía estragos y poco a poco los hombres se fueron quitando las camisas. Las mujeres con trajes floreados y telas flamantes, los hombres con sus zapatos relucientes. Los niños con trajes de tafeta. Victoria y yo de la mano.
De allí nos dirigimos al mar, a aquel estrecho del Atlántico, por ese pedazo de agua con sus consabidos tiburones y sus bancos de peces y manatíes, repleto de sirenas robustas que se han dedicado a salvar a miles de marinos de enloquecer de soledad. Por ese estrecho llegaron los hombres que ultrajaron a todas las mujeres de la región, poblando el territorio. Llegaron los piratas, bucaneros y filibusteros. Llegaron mis abuelos y los abuelos de nuestros abuelos, cargando baúles de ajos, pimienta y canela. Llegaron los judíos y las esclavas musulmanas. Llegaron los negros y los hindúes con sus mujeres repletas de semillas incrustadas en sus pulseras. Llegaron todos aquellos que han querido poseer nuestras tierras con sus prejuicios y tradiciones. Una mujer se nos acerca. Huele a menta y curry. Lleva un sinnúmero de enaguas que arrastra sin piedad.
Le leo la fortuna, nos interrumpe una gitana, una mujer morena de pelo largo y recobante de pulseras y anillos.
Sí, quiero que me lea la fortuna. ¿Qué dicen las cartas? pregunto.
La gitana tira las cartas en la arena. Aparece el Colgado. ¿A quién has matado?, pregunta la gitana, has matado a alguien y por eso estás aprisionada en una cárcel de paredes invisibles. La gitana me enseña una sortija de plata llena de detalles y filigranas simulando pequeños candados y corazones, llavecitas de distintas formas.
Toma, úsala, la necesitas más que yo. Te abrirá la puerta de esa cárcel, me dijo.
Victoria saca dinero de su cartera y le paga. Yo me quedo con la sortija repleta de respuestas.
Victoria, ¿a quién habré matado? ¿Habré matado mi candidez o tal vez tu esperanza? Eso que se llama el futuro y que no es otra cosa que hoy. Ahora. Este instante. ¿Qué puedo darte que Betty Page no te haya dado ya? He aprendido a vivir en una sociedad donde el enfrentamiento se pospone y no se habla de lo esencial; pero contigo no, hija. A ti te he enseñado a mirar la vida de frente y que lo espontáneo sacuda a los demás. Victoria. Toria amada, de noche despierto con pesadillas, preguntándome dónde está la respuesta. Solamente tú la posees.
Victoria es una niña independiente, rabiosa e inteligente. Tiene el pelo y los ojos negros y un lunar en el lado izquierdo de la boca. Sus huesos son largos y sus pómulos altos, más bien parece hija de Betty Page, pero aseguro que es mi niña. Victoria. Toria. Torita amada.
Puerto Rico, 1950. Escritora y poeta puertorriqueña.
Ganadora de varios premios, entre ellos el Juan Rulfo de Cuento (Francia), es considerada una de las voces más representativas de la literatura puertorriqueña contemporánea.
Sus últimos libros incluyen la antología Cuando narradoras latinoamericanas narran en Estados Unidos (Argentina: Fundación A. Ross, 2009), Tres relatos y un infortunio (Argentina: Fundación A. Ross, 2009), A Porcelain Doll with Violet Eyes Staring into Space / Una muñeca de cerámica con ojos violetas (Wheelhouse Press, 2009), Salmos del cuerpo ardiente (edición limitada de la artista Consuelo Gotay, 2007) y Samandar: libro de viajes/ Book of Travels (Buenos Aires: Tsé Tsé, 2007).
Sus trabajos han sido traducidos al inglés, sueco, portugués, italiano, catalán, gallego y mixteca.