Corriendo con los rebeldes

1 abril, 2023

El siguiente es un capítulo del volumen We Were Always Here: A Mexican American’s Odyssey (Arte Público Press/2021) del ganador del Premio Pulitzer Ricardo Chavira. En este fragmento, su autor cuenta sus vivencias como reportero de guerra en suelo nicaragüense.


Nuestra escapada de Viernes Santo comenzó festivamente. Al amanecer, llegamos a una pequeña granja en lo alto de una colina. Quienes vivían ahí nos dijeron que se estaban preparando para la conmemoración religiosa, por lo que generosamente compartieron con nosotros café, galletas y sopa. La familia conocía a varios de los adolescentes combatientes porque eran de esa zona. Mientras sonaba música pop en la estación local de la radio sandinista, se estaba montando una fiesta. A eso de las ocho de la mañana, Alfa usó sus binoculares para avistar un valle desde nuestra loma. Murmuró “piricuacos”, un término despectivo para nombrar a los sandinistas que significaba “perros rabiosos”. Tomé prestados los binoculares y vi camiones IFA de la Alemania Oriental arrojando cientos de tropas. Los sandinistas estaban lanzando una barrida. La fiesta terminó rápidamente cuando los contras amargamente levantaron mochilas del ejército de EE.UU., rifles belgas de asalto FAL y AK-47 soviéticos. Había una opresiva sensación de urgencia e inquietud cuando nos pusimos en marcha.

Alfa decidió que debíamos avanzar por una ruta hacia la frontera con Honduras que formaba un arco más allá del flanco de los sandinistas. Los combatientes de Alfa eran superados en número y tenían que evitar ser detectados. Caminaríamos tanto como fuera posible por donde la vegetación nos protegiera. Las siguientes quince horas fueron una prueba agotadora y aterradora. Tropezamos a lo largo de los lechos rocosos de los arroyos, a menudo abriéndonos camino en la oscuridad a través de la densa vegetación. Conscientes de que los sandinistas estaban recorriendo el área, nos apresuramos sin descanso.

A media tarde, una patrulla sandinista nos seguía de cerca. Pelón, cuyas facciones indígenas oscuras y dientes rematados en oro lo hacían parecer feroz, recibió la noticia eufórico. Levantó su fusil y gritó: “¡Piricuacos, hijos de puta! ¡Estamos listos!”

En ese momento, dos exploradores de la contra que iban detrás para detectar a los sandinistas que los perseguían confirmaron por radio que la fuerza era mucho mayor que la del grupo. Una batalla, pensó Alfa, sería demasiado arriesgada. Otros que iban adelante informaron que no había señales de tropas gubernamentales a la vista.

Alfa estaba más convencido que nunca de que debíamos marchar hacia la seguridad de la frontera hondureña, todavía muy lejos.

Pelón estaba disgustado. “Podríamos tenderles una emboscada y luego escaparnos de aquí”. 

“No”, respondió Alfa, “ahora no es el momento de pelear”.

Justo cuando dijo eso, escuchamos fuego de artillería distante detrás de nosotros. Yo estaba llegando al límite de mi resistencia. Casi desde el comienzo de nuestra incursión en Nicaragua, seis días antes, mis pies se habían ampollado; las llagas rápidamente se convirtieron en heridas profundas en mis talones que ardían con un dolor intenso. La caminata de horas con no más de un descanso periódico de unos pocos minutos agravaba mi miseria. A lo largo del viaje tuvimos que atravesar colinas empinadas cruzando tramos de densa maleza mientras subsistíamos con pocos alimentos. Pequeñas porciones de frijoles rojos y un par de tortillas era todo lo que comíamos la mayoría de los días. En una ocasión solo tuvimos un cono de azúcar morena endurecido para calmar el hambre. Esa combinación de mis pies dolorosamente heridos, casi una semana de ardua marcha, poca comida y, ahora, el ritmo frenético de la marcha, me dejó al borde del colapso.

Jadeando, caí de rodillas. Le dije a Roberto, un contra adolescente que siempre caminaba a mi lado, pendiente de mi bienestar: “Aquí me quedo. Sigan ustedes sin mí. Cuando lleguen los sandinistas les explicaré que soy periodista, y les pediré que me lleven a Managua”.

Estaba seguro de que no podía caminar más. Era hora de librarme de esta horrible desventura. Fui un estúpido al aceptar la asignación, pensé. Nickelsburg estaba varios metros adelante y desconocía mi decisión. Roberto me señaló que vestía uniforme del ejército estadounidense, ropa que pensé me haría menos visible, y los sandinistas no iban a creer que yo no era un contra o que, de alguna manera, no colaboraba con ellos.

“Probablemente te matarán”, dijo.

Entonces, me levanté y seguí adelante, energizado al darme cuenta de que ya no era un participante neutral, sino una mina en una guerra brutal.

Marchamos toda la noche, a tientas a veces. Disminuí la velocidad del grupo con mi frecuente necesidad de hacer una pausa para reunir fuerzas. Alrededor de la medianoche, Alfa dijo que era seguro descansar porque estábamos muy por delante de los sandinistas. Nos tiramos en la cima de una colina. Me quedé dormido tan pronto como toqué el suelo.

Una hora más tarde estábamos de nuevo en movimiento. Llegamos a una calle sin asfalto llamada Carretera Ocotal, la vía principal de la región. Cruzarla nos expuso peligrosamente, así que la atravesamos corriendo. Supe que el camino se había convertido en la frontera de facto entre Honduras y Nicaragua, y también que era el sitio de muchas emboscadas sandinistas. Los contras tenían una presencia fuerte y permanente más allá de la carretera.

A mediodía estábamos de regreso en el campamento Nicarao de los contras, del lado de Honduras. El Comandante Mack nos dio la bienvenida. Era un ex sargento de la Guardia Nacional de Nicaragua cuyo verdadero nombre era Benito Centeno, quien supervisó las operaciones en Nueva Segovia. Centeno estaba ansioso por saber del viaje. Quería demostrar que sin la ayuda estadounidense, su lucha no iría a ninguna parte. El Congreso estaba debatiendo si debía seguir ayudando a lo que se había convertido en una controvertida guerra para derrocar a un gobierno.

“Los legisladores deben pensar que ayudarnos les costará votos”, dijo Centeno, un hombre fornido, de piel oscura y vestido con uniforme de faena planchado. “También deberían mirar cinco o seis años hacia adelante. Si no estamos para ese entonces, Estados Unidos tendrá que enviar marines a Nicaragua. Esto es algo que no nos gustaría ver. Con su ayuda, los nicaragüenses podemos salvar a nuestra nación”.

A continuación, Centeno nos ofreció a Nickelsburg a mí lo que parecía un banquete: atún en lata con huevos revueltos, tortillas y una Coca-Cola. Había perdido casi veinte libras durante la incursión y me dolía todo. Al final de la tarde, Nickelsburg y yo estábamos en Tegucigalpa, donde escribiría mi historia para Time y repasaría mi viaje. 

Un mes antes, le había presentado mi idea a Edgar Chamorro, un alto funcionario de los contras conocidos como la Fuerza Democrática Nicaragüense o FDN, con base en Honduras. Unas semanas más tarde, me llamó por teléfono a Ciudad de México y me sugirió discretamente que visitara Tegucigalpa. Una vez en la capital hondureña, se concretaron los detalles del viaje. La mañana del viernes, 17 de abril de 1984, Nickelsburg y yo fuimos a una casa de los contra, a pocas cuadras de la embajada de EE.UU. Pronto estábamos a bordo de un todoterreno, en camino hacia uno de sus campamento, sesenta millas al sureste de la capital. Mientras atravesábamos un tramo de la carretera, los campesinos hondureños nos miraban con furia. Jóvenes bañándose en un río gritaban insultos a nuestro paso. Los soldados hondureños habían prohibido el acceso a grandes extensiones de la frontera con Nicaragua para garantizar la seguridad de los contras. Ese arreglo causó resentimiento entre los lugareños por lo que se consideraba una fuerza de ocupación.

Antes del mediodía estábamos en el campamento Nicarao, llamado así por un jefe indígena del siglo XVI, conocido por su sabiduría y valentía. El cuartel, a solo dos millas de Nicaragua, estaba constituido por un grupo de tiendas de campaña verde oliva del ejército estadounidense. Unos cientos de contras estaban en el lugar. Una clínica, un comedor y un almacén de armas cubrían unas pocas hectáreas. De ahí salían caravanas de mulas con armas, municiones, minas y otros víveres rumbo a Nicaragua. Vi a un hombre que parecía estadounidense o europeo operando un torno en una de las tiendas. Se agachó cuando me vio. Lo más probable es que fuera un agente de la CIA. También descubrí varias docenas de minas terrestres almacenadas junto a un gran muro de tierra. Los contras habían negado haber plantado esos dispositivos. 

Nos saludó el comandante de la base, Alfredo Peña, quien parecía más un contador que un guerrero. Al repasar nuestro viaje, predijo que los contras serían la primera insurgencia en derrocar a un gobierno comunista.

Unas cinco horas después de nuestra llegada, escuchamos explosiones de proyectiles de mortero. A medida que el ruido se hacía más fuerte, Peña reveló que los contras y los sandinistas estaban peleando unos cuantos kilómetros más allá de la frontera. Unos cincuenta contras se dirigieron a la lucha; una hora más tarde, llegaron alrededor de una docena de adolescentes. Se alinearon y uno de ellos les dio consejos sobre cómo llevar las armas al hombro y disparar: “Asegúrense de mantenerse a varios pasos de distancia cuando estén marchando y, cuando comience la mierda, tírense al suelo. Y luego, no tengan miedo de devolver el fuego”.

Esperábamos partir hacia Nicaragua al amanecer del día siguiente, pero los combates acababan de terminar y las condiciones aún eran inseguras. Nadie me revelaría el resultado de la batalla. Salimos cerca del mediodía. Un mulato fuerte y canoso llamado Armando y cinco adolescentes armados iban a guiarnos a Nicaragua. En esas primeras horas, comencé a arrepentirme de aquel viaje. Gran parte de la caminata fue por senderos de montaña de 45 grados con temperaturas superiores a los 32 grados centígrados. A última hora de la tarde llegamos a un puesto de avanzada en la cima de una colina en el departamento Nueva Segovia en Nicaragua. Varios contras, incluidas dos mujeres, nos recibieron. Yo estaba empapado en sudor, cansado hasta los huesos; mis talones estaban lacerados por las rígidas botas nuevas que usaba. Nos quedamos dormidos al anochecer.

Durante los próximos días nos adentraríamos más en Nicaragua, unas veinticinco millas en total, como una prueba de la destreza militar de la contra y el apoyo civil. Alfa nos dijo que tenía órdenes de participar en combate solo si lo atacaban, esto para tratar de garantizar nuestra seguridad.

A la tenue luz del amanecer de nuestro segundo día, nos acercamos a la Carretera Ocotal. Nos agachamos y cruzamos rápidamente. Unos cientos de metros más adelante, uno de los contras gritó que nos detuviéramos. Había visto un mecanismo de disparo de una mina terrestre, un pequeño cilindro de metal, a menos de una pulgada del suelo. En total, contras y sandinistas plantarían 180.000 minas, la mayoría en el norte de Nicaragua. 

Más tarde ese día llegamos a una finca donde los residentes saludaron alegremente al grupo. “Somos contras”, dijo “la abuela”, el nombre en clave de un simpatizante anciano. Sonriendo y tomando el brazo de uno de los jóvenes, agregó: “Esta es nuestra gente. Son de aquí. Estamos en la misma lucha. Ellos pelean con armas y nosotros los apoyamos con comida y refugio”.

A primeras horas de la tarde marchamos por el lecho seco de un arroyo. De repente, un campesino que conducía una mula corrió hacia nosotros. Alfa se puso tenso y le ordenó que se detuviera. El hombre hablaba sobresaltado. Alfa dijo que el campesino advirtió que una gran patrulla sandinista se dirigía hacia nosotros. Nos escondimos en la maleza que bordeaba el área. Media hora más tarde, unos cinco metros por encima de nosotros, escuchamos una algarabía  y pasos de botas sobre el suelo rocoso. Apenas me atrevía a respirar. Fueron unos minutos surrealistas. Pensé que nuestra situación se parecía mucho a la de una película de guerra.

Cuando la aparente patrulla avanzó, poco a poco reanudamos nuestra marcha. Caminamos durante varios días, deteniéndonos en fincas para descansar y tomar provisiones. Desafortunadamente, los granjeros tenían poca comida. Bob aguantaba mejor que yo. Mis pies eran una masa de llagas sangrientas que empapaban mis calcetines y estaba constantemente cansado. Todos los campesinos que entrevisté dijeron haber sido oprimidos por los sandinistas, lo que los llevó a respaldar a los rebeldes.

En una granja, los contras juntaron a una veintena de civiles para una reunión al estilo de un ayuntamiento. Los hombres estaban vestidos con ropa andrajosa y botas de goma.

“Llevé a mi hijo, que tiene trece años, a una de las escuelas de piricuaco para que aprendiera a leer y escribir”, dijo uno de los hombres. “Le pusieron un uniforme y lo tenían con un rifle. Se jactan de su campaña de alfabetización, pero no dicen nada sobre convertir a los niños en soldados”.

Otros dijeron que los agentes de seguridad del estado los persiguieron. Un campesino llamado Don Víctor dijo que los oficiales lo habían amenazado días antes. “Saben que los contras no podrían existir aquí sin nuestro apoyo, por lo que estamos amenazados. Uno de los hombres que vino a mi finca dijo: ‘Sabemos que tú, hijo de puta, estás con los contras. Uno de estos días te vamos a asesinar y acabaremos con el problema’”.

El movimiento contra comenzó en 1979, cuando exguardias nacionales lanzaron una insurgencia armada antisandinista. Inicialmente, casi todos los contras estaban vinculados al régimen depuesto. Finalmente, sandinistas desilusionados se unieron a sus filas, al igual que muchos campesinos. Unos peleaban porque un familiar se había afiliado a la FDN, mientras otros se sentían atraídos por los 100 dólares que les pagaban mensualmente. Otros dijeron que luchaban únicamente por la convicción sincera de que Nicaragua estaría mejor sin sandinistas al mando, aunque no sabían qué tipo de gobierno debía reemplazar al que estaba en el poder.

Años antes, Alfa había trabajado como reparador de radios, en su natal Nueva Segovia. Me dijo que vivió en paz, incluso durante la revolución que derrocó al dictador, el aliado estadounidense Anastasio Somoza. Pero en el fervor revolucionario que siguió a su triunfo, los sandinistas arrestaron a presuntos partidarios de Somoza. Alfa dijo que sus tres hermanos fueron ejecutados bajo la falsa acusación de ser contrarrevolucionarios.

“Eso me hizo ver que no podíamos tener ese tipo de gobierno”, dijo.

Roberto, mi cuidador, tenía dieciocho años, era bajito, de rasgos afilados, indígenas. Varios meses después, él y Alfa morirían en combate. El guerrillero adolescente me dijo que tenía un año con la FDN y había estado en innumerables batallas. Se había convertido en contra después de que agentes de seguridad sandinistas arrestaran y encarcelaran a su hermano por denunciar al gobierno. Me habló de Manuelito, un espíritu que se dice habita en una finca abandonada. “Si tienes suficiente fe, él te hablará”, dijo Roberto. “Él nos dice dónde los piricuacos tienen emboscadas”. 

A última hora de la tarde de nuestro sexto día en Nueva Segovia, Alfa anunció un cambio de planes. Debímos habernos unido con más de cien contras al sur, pero ahora una fuerza sandinista aún mayor se movía entre nosotros. Guardamos silencio. Antes del amanecer del día siguiente, en Viernes Santo, iniciamos una caminata que horas más tarde se convertiría en nuestra carrera precipitada para escapar de los sandinistas que nos perseguían.

Mi viaje demostró que si bien muchos campesinos respaldaban la causa de la FDN, el apoyo organizado era irregular y, a menudo, llegaba sin alimentos ni información sobre los movimientos sandinistas. Aprendí en un viaje futuro con guerrilleros izquierdistas en El Salvador que una ayuda civil consolidada requería suministro regular de alimentos, información e incluso combate armado, muy similar a lo que hicieron los del Việt Cộng con los de Vietnam del Norte.

Durante la administración de Ronald Reagan, la política exterior se enfocó en las guerras en Guatemala, El Salvador y el gobierno sandinista. Estos temas eran clave para la Doctrina Reagan de «hacer retroceder» el comunismo global. Él lo describió así el 6 de febrero de 1985: “No debemos traicionar la fe de aquellos que están arriesgando sus vidas en todos los continentes, desde Afganistán hasta Nicaragua, para desafiar la agresión apoyada por los soviéticos y asegurar los derechos que han sido nuestros desde el nacimiento”.

Reagan estaba decidido a derrocar al gobierno de Nicaragua. “El consenso en todo el hemisferio”, dijo en un discurso del 18 de julio de 1983, “es que mientras los sandinistas prometieron libertad a su pueblo, todo lo que han hecho es reemplazar la antigua dictadura por la suya: una dictadura de falsos revolucionarios que visten uniforme militar, conducen sedanes Mercedes y tanques soviéticos, y cuya promesa actual es difundir su marca de ‘revolución’ en toda América Central”.

Era cierto que los revolucionarios centroamericanos recibieron algún apoyo de los soviéticos, el bloque del Este y los cubanos, pero los sandinistas no eran comunistas empedernidos. Se adhirieron al socialismo moderado. Los críticos alegaban que los contras no eran más que terroristas y que Estados Unidos se había aliado inmoralmente con regímenes asesinos en El Salvador y Guatemala.

En la Cena de Corresponsales de la Casa Blanca de 1986, una gala anual que reúne a periodistas con poderosos y famosos, me senté junto al director de la CIA, William Casey. Alguien debe haberle contado sobre mi viaje con la contra, porque en una conversación me preguntó qué pensaba de los rebeldes.

“No son una verdadera insurgencia”, respondí. “Por lo que vi, no tienen un amplio apoyo popular”.

Casey asintió y dijo: «Eso es lo que pensé».

La Doctrina Reagan conduciría al escándalo Irán-Contra. Los funcionarios de la Casa Blanca, entre ellos el miembro del personal del Consejo de Seguridad Nacional (NSC por sus sigles en inglés), Oliver North, obtuvieron fondos ilegalmente para armar a los contras. Los esfuerzos incluyeron la venta secreta de misiles TOW a Irán durante la guerra de esa nación con Irak. 

Los contras fueron una creación de la Administración Reagan. No habrían existido sin el apoyo de Estados Unidos. Todos los combatientes recibían un pago mensual y los agentes de la CIA los armaron y entrenaron. Algunos de los líderes habían sido soldados durante los años de Somoza. Los contras operaron casi exclusivamente desde bases en Honduras. A cambio, recibieron una sustancial ayuda estadounidense.

Después de cubrir la guerra hablando con funcionarios de la contra y oficiales estadounidenses en Tegucigalpa, tenía que ver de primera mano este conflicto que se estaba librando en áreas remotas de Nicaragua. No había otra forma de juzgar con precisión la verdad de las afirmaciones de que los contras se estaban convirtiendo rápidamente en una potente amenaza militar y política para el gobierno sandinista. Pero el escenario del combate no solo era remoto sino que estaba envuelto en el secreto impuesto por la CIA.

Tegucigalpa, tradicionalmente un lugar aislado, se había convertido en un sitio intrigante por el conflicto contra Nicaragua. 

La embajada estadounidense agregó mayor trama y misterio. Los diplomáticos insinuaron que la guerra se estaba gestando en gran medida por una misión con el embajador John D. Negroponte a la cabeza. Negroponte era un acérrimo soldado de la Guerra Fría, quien había prestado servicio diplomático en Vietnam. Oficialmente, Estados Unidos no dirigía a los contras ni la guerra. La línea inverosímil era que los contras eran una fuerza indígena que Honduras decidió apoyar. De hecho, la ayuda militar estadounidense a Honduras pasó de 4 millones a 200 millones de dólares entre 1980 y 1985. Ese apoyo fue el pago por la colaboración hondureña y el alojamiento de los contras.

Los contras, que se desmovilizaron en 1990 después de que los sandinistas perdieran una elección presidencial, se centraron en objetivos fáciles como granjas, clínicas y civiles. Un informe de Human Rights Watch de 1989 los llamó “…violadores principales y sistemáticos de las normas más básicas de las leyes de los conflictos armados, incluso lanzando ataques indiscriminados contra civiles y asesinando selectivamente a no combatientes…” La revolución sandinista y la guerra de la contra, en conjunto, mataron a unos 30.000 soldados y ciudadanos.

Edgar Chamorro, exsimpatizante de los sandinistas, concluyó que los revolucionarios eran antidemocráticos. Fue designado director de la FDN y el agregado de prensa del grupo. Chamorro perdería una lucha por el poder, dejaría la FDN y se convertiría en un crítico vocal de la contra. En una entrevista de 1987, dijo que la CIA dictaba lo que él debía decir públicamente.

“Me dijeron que hablara de llevar la democracia a Nicaragua, pero todos sabíamos que nuestro propósito era derrocar a ese gobierno”, dijo Chamorro. “La CIA nos dio una lista de cosas que decir sobre los sandinistas para hacerlos parecer comunistas. Y nos dijeron que negáramos trabajar con ellos, que todos nuestros fondos provenían de fuentes privadas”.

Los contras serían, durante años, una obsesión de la política exterior de la Administración Reagan que exigió cobertura mediática. Entonces, a principios de noviembre de 1986, dejé brevemente mis deberes en Washington y viajé a la frontera entre Honduras y Nicaragua. Los editores de Time consideraron que mi reciente reportaje in situ en Honduras me daría una mejor perspectiva de la guerra de los contra. De hecho, nadie en la oficina de Washington había estado nunca en América Central.

Mis reportajes en el Departamento de Estado y el Capitolio sugirieron que los contras eran más débiles militarmente de lo que habían sido dos años antes, cuando viajé con ellos. Esto fue significativo porque a partir de octubre de 1986, la ayuda militar estadounidense, después de una prohibición de dos años, comenzó a fluir una vez más. Además, las filas de la contra habían aumentado de 8.000 combatientes en 1984, a 11.000 en 1986.

Inmediatamente después de llegar a Honduras me dirigí a “El Camino de la Muerte”. La carretera de tierra y el área circundante cercana a la frontera con Nicaragua habían experimentado un aumento en los combates. Significativamente, las tropas sandinistas habían cruzado a Honduras para enfrentarse a los contras y, siempre que fuera posible, desbaratar su estructura logística.

A pesar de su nombre siniestro, el camino de tierra en el departamento de El Paraíso, al sur de Honduras, atraviesa montañas de pinos y ofrece vistas panorámicas de praderas cubiertas de hierba, un valle majestuoso y bandadas de aves tropicales. En algunos tramos, pasábamos a solo unos metros del territorio nicaragüense. El departamento de El Paraíso era donde la mayoría de los contras tenían varias bases que se utilizaron para entrenamiento y como escenario de incursiones a Nicaragua.

La carretera se ganó su apodo tras la muerte de los periodistas estadounidenses Dial Torgeson y Richard Cross, en 1983. Murieron cuando su automóvil golpeó una mina terrestre que las tropas sandinistas habían plantado para interrumpir las líneas de suministro de la contra.

A lo largo de la carretera se extendía una hilera de búnkeres del ejército hondureño tripulados por jóvenes soldados. Sus rifles M-16 sobresalían por el borde de sus estructuras de protección. Varios cientos de metros al sur de la frontera, los sandinistas miraban el reflejo por detrás de sus sacos de arena. “A veces nos saludan”, bromeó un hondureño restando importancia a los disparos que brotaron del otro lado.

El día que estuve allí, solo unas horas después, hubo un tiroteo que duró 45 minutos. Si bien nadie resultó muerto o herido, la carretera y el territorio inmediato estaban siendo arrastrados a la guerra contrasandinista.

Dos años antes, los contras habían llevado la guerra a los sandinistas en su mayor parte. Ahora, las tropas sandinistas habían tomado posiciones fijas en Honduras. Cientos de contras se habían enfrentado repetidamente con los invasores, pero no lograban desalojarlos. 

Este fue un desarrollo trágico tanto para los contras como para Honduras. Las consecuencias ya eran evidentes y en ninguna parte fue esto más claro que en Las Trojes, un bullicioso pueblo agrícola, de unos 40.000 habitantes, justo frente a la frontera con Nicaragua. Los combates intermitentes en el campo circundante habían expulsado a unos 2.000 agricultores de sus tierras y hacia Las Trojes.

“Antes vivíamos en paz”, dijo Jacoba Torres, una campesina de sesenta años con una cara morena muy arrugada y curtida. “Ahora escuchamos bombas y disparos todo el tiempo. Sabemos que los sandinistas están a nuestro alrededor. Han puesto minas en el suelo y mucha gente las ha pisado”.

Ella y su esposo habían huido de su granja. “No fuimos los únicos”, dijo Torres. “Había demasiado miedo. Los sandinistas se llevaron a toda una familia; nadie sabe por qué. La gente pensó que nos secuestrarían a todos, así que ahora el área está abandonada”.

Funcionarios estadounidenses y de la contra dijeron que la estrategia sandinista era cortar los envíos en Nicaragua y Las Trojes era un importante punto de reabastecimiento, donde los contras volverían a la defensiva.

Adolfo Calero, jefe de la FDN y el más poderoso de los contras, me dijo que la ayuda militar estadounidense había llegado lentamente. Después de que el Congreso se enteró del papel de la CIA en la minería de los puertos de Nicaragua, puso fin al financiamiento de los contra. El 16 de octubre de 1986, Reagan firmó una especie de ley aprobando 70 millones de dólares en ayuda militar y 30 millones de dólares en ayuda humanitaria. En lo que resultaría ser la punta del escándalo Irán-Contra, hubo evidencia clara de que una red clandestina estaba armando a los contras. Se revelaría, de hecho, que se trataba de una operación estadounidense ilegal que les había estado entregando armas incluso cuando la ley lo prohibía. Entre 1984 y 1986, el personal del NSC había conseguido 34 millones de dólares para ayudar a los contras a protegerse de terceros, como Arabia Saudita y Brunei; lograron millones más en eventos de recaudación de fondos conservadores. Oliver North encabezó esta estrategia encubierta, depositando fondos en cuentas bancarias suizas a las que tenían acceso los líderes del Norte y la contra.

Mientras estuve asignado en la región, desde enero de 1984 hasta enero de 1986, varios periodistas escuchamos rumores constantes de una operación de suministro extraoficial de la contra con base en el aeródromo de Ilopango, en El Salvador. Pero la instalación estaba cerrada a los medios y las fuentes negaron esos reportes.

El derribo de un avión de suministro C-123 sobre Nicaragua, el 5 de octubre de 1986, fue notable porque el único sobreviviente del accidente dijo a sus captores sandinistas que estaba trabajando para la CIA. Eugene Hasenfus fue sentenciado a treinta años, pero luego indultado y puesto en libertad. Entrevisté a Elliot Abrams, Subsecretario de Estado de la Oficina de Asuntos Interamericanos, poco después del incidente. Me aseguró repetidamente que Hasenfus no trabajaba para el gobierno estadounidense ni estaba relacionado de ninguna manera con él. Abrams dijo que simplemente no estaba al tanto de tal relación, que conocía toda la actividad y que podía asegurarme con autoridad que Hasenfus no estaba conectado con la Administración Reagan. Fue solo una de las muchas mentiras que Abrams diría cuando estalló el escándalo.

El caso Hasenfus ayudó a descubrir los crímenes Irán-Contra. Su captura sacó a la luz el hecho de que durante un período en el que se prohibió la ayuda letal a los contras, el Consejo de Seguridad Nacional, con North a la cabeza, mantuvo el flujo de armas y equipos. El discurso oficial era que se había dejado que los contras se las arreglaran solos.

El operativo de reabastecimiento, según Indalecio Rodríguez, oficial de la FDN, estuvo mal manejado. “No sabíamos cómo llevar los suministros a donde estaban nuestras tropas”, dijo. En el departamento de Matagalpa, centro-norte de Nicaragua, Rodríguez afirmó: “Teníamos 500 de nuestros hombres armados para proteger a 1.500 que no tenían armas. No había forma de cumplir lo prometido. En otra ocasión, compramos muchas botas de jungla, pero estaban mal hechas. En una semana, teníamos a nuestra gente descalza”.

Abrams culpó al corte de recursos de Washington por la pérdida de territorio de los contras. Haciéndose eco de Rodríguez, reclamó la falta de una administración estadounidense experta hecha para la mala distribución de este financiamiento supuestamente privado. Por supuesto, el caso Irán-Contra revelaría que nunca hubo un momento en el que la CIA y otros funcionarios de Reagan se hubieran retirado de los esfuerzos de suministro. En verdad, los contras se habían puesto a la defensiva porque los sandinistas se habían beneficiado de un mejor entrenamiento de contrainsurgencia y amplios suministros cubanos y soviéticos, incluidos los temidos helicópteros de combate Hind.

Dos años antes, funcionarios estadounidenses y de la contra insistieron en que los rebeldes eran una fuerza considerable. Ahora, la retórica era que los contras tenían que regresar y luego avanzar hacia la victoria final. Las palabras carecían de convicción.

Varias semanas después de mi visita a Las Trojes, el asunto Irán-Contra saltó a la palestra pública, marcando el principio del fin de los esfuerzos estadounidenses por derrocar al gobierno de Nicaragua. La guerra terminaría sin siquiera un gemido.

Traducción al español: Verónica Romero

Comparte en:

Fue editor, reportero y corresponsal para medios como la revista Time y el Dallas Morning News. En 1994, recibió un premio Pulitzer en Reportaje Internacional, por la serie de artículos que examinaban la violencia contra la mujer en diferentes países. Ricardo fue criado en el sur de California como mexicoamericano de tercera generación y enseña periodismo y estudios latinoamericanos en universidades de ese estado. We Were Always Here (Arte Público Press, 2021), es su primer libro de memorias.