Cuento inédito: Entierro maya

1 junio, 2011

Enrique Serna (Ciudad de México, 1959), magnífico narrador considerado como uno de los mejores autores de la literatura mexicana contemporánea. Autor prolijo, entre sus obras se hallan las novelas Señorita MéxicoUno soñaba que era reyEl miedo a los animalesEl seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura) y Ángeles del abismo (Premio de Narrativa Colima). Es también un cuentista que con fineza entrelaza el drama y el humor. El Nobel colombiano Gabriel García Márquez lo incluyó como uno de los mejores cuentistas del siglo XX con el relato «Hombre con minotauro en el pecho». Y es en este género, el del cuento, en que comparte con Carátula un texto inédito.


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Cuando la secretaria del doctor Valdivia los invitó a pasar, Nubia estrechó  la mano de Uriel para  infundirle serenidad y al mismo tiempo coraje, como una  soldadera  despidiendo a su querido antes de entrar en combate.  Pobre Uriel,  tenía los nervios deshechos, pero gracias a su temple de carácter, forjado en los cuarteles,  entró al consultorio ecuánime  y tranquilo, con una sonrisa de dignidad estoica. Prieto y correoso,  tosco de facciones, ancho de espaldas, inmune las arrugas por la tirantez  de su piel cobriza, el orgullo  lo mantenía firme a pesar de su quebrantada salud.  Nadie hubiera sospechado que llevaba cuatro noches de insomnio y esa mañana se había tomado cinco miligramos de Lexotán. Menos hábil para fingir, el circunspecto doctor Valdivia  tenía el pesimismo dibujado en la cara y Nubia se temió lo peor.

 –Pues ya tengo aquí los resultados de la angiografía coronaria, general, y he confirmado mis temores. Usted tiene coágulos en las arterias. Por eso siente esa opresión  en el pecho y se desmaya cuando hace esfuerzos. Si no se cuida, en cualquier momento puede  sufrir otro infarto.

— Me cuido mucho, ¿verdad, Nubia? – se cuarteó la sonrisa del general.

–Sí, doctor, yo le controlo la dieta: desde hace tres meses no come grasas ni bebe licor. Sólo  vino en las comidas.

–Pues me temo que no ha sido suficiente –el doctor Valdivia se caló los anteojos con gesto grave–. Sus arterias están muy duras, la sangre no circula bien y necesita reposo absoluto. ¿Sigue montando a caballo?

–Sólo una hora los martes y jueves –dijo Nubia, que había contraído el mal hábito de responder por su esposo.

–Pues suspéndalo, con la vida no se juega.

Uriel carraspeó con disgusto. Estaba acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas, y la autoridad de ese médico regañón lo degradaba a soldado raso. Nubia sabía cuánto disfrutaba  sus prácticas de equitación, y temió que  se muriera de hastío encerrado en la casa.

–Pero lo más peligroso para usted son los excesos sexuales.  ¿Cada cuándo tiene relaciones?

Uriel guardó un hosco silencio.  El doctor Valdivia interrogó a Nubia con la mirada y ella se arrellanó en el asiento, incómoda. Esta vez no se atrevió a tomar la palabra en lugar de su marido.

–Lo normal, un par de veces a la semana –mintió Uriel, con rubores de colegial.

La verdad es que hacían el amor casi a diario, pues  a pesar de sus 64 años bien vividos, el general tenía la enjundia de un cadete, pero Nubia no quiso delatarlo y rehuyó la inquisidora mirada del médico.

–Pues suspéndalo también –dictaminó Valdivia–. Un orgasmo fuerte puede matarlo.

–Caray, doctor, no sea tan estricto –Uriel fusiló con la mirada al cardiólogo– ¿Usted cree que teniendo una mujer tan joven y tan guapa no la voy a  tocar?

 Nubia se sintió halagada por el enojo del general. En los transportes de la pasión Uriel la llamaba “mi paraíso” y sabía de sobra cuánto le dolería ese renunciamiento.

-Sé que no es fácil aceptar un cambio de vida tan drástico, pero le repito: su corazón está muy delicado.

–Dígame a lo macho, doctor. Si le hago caso, ¿me puedo curar?

–Digamos que tiene más posibilidades de seguir vivo.

–Pero igual me muero aunque me porte bien…

–No soy adivino, general, mi deber es advertirle que está muy enfermo. Si se quiere morir, allá usted, pero no sea egoísta: piense en su familia y en la gente que lo quiere –dijo Valdivia en tono de homilía dominical, mirando de soslayo a Nubia. 

Volvieron a casa apabullados por la fatalidad. Sólo las preguntas del chofer sobre la ruta que debía tomar rompían un poco la atmósfera luctuosa. Nubia intentó  aliviar la tensión hablando de la actualidad política, pero Uriel sólo  respondía monosílabos, mirando por la ventana los pilares de concreto del segundo Piso del Periférico,  un paisaje  tan  lúgubre como sus pensamientos. Ojalá llorara, pensó Nubia, tendría cuando menos un desahogo, pero el machismo lo obliga a tragarse las penas.  Era la hora de la salida de las oficinas y el atestado periférico, hediondo a gasolina y a diesel,  los condujo con paquidérmica lentitud hasta la entrada de la carretera a Cuernavaca. Los tonos malvas del crepúsculo acentuaban la melancolía del paisaje. Cuando  pagaron el peaje en la caseta de cobro Nubia guardó silencio, cansada de monologar en vano, y entonces el general farfulló entre dientes:

–Pa’ qué chingados quiero vivir así.

Vivían en Temixco, en el casco remodelado de una vieja hacienda porfiriana, con alberca y  pista de equitación,  que Uriel había  comprado al retirarse del ejército, cinco años atrás. Cuando llegaron ya era de noche y Rómulo, el  capataz cuarentón y chaparro, con la nariz carcomida por la viruela, preguntó al general  qué caballo quería que le ensillara para el día siguiente.

–Ninguno, ya no puedo montar. Desde ahora voy a ser un inválido, ¿verdad, Nubia?      

Afligida por el patetismo de  Uriel, que nunca antes había exhibido sus llagas, menos aún delante de la servidumbre, Nubia intentó consolarlo:

–Sólo por un rato, mientras te alivias – pero el general refunfuñó en vez de agradecerle su mentira piadosa.

Esa noche Uriel no quiso cenar y se quedó viendo televisión en estado catatónico hasta la una de la mañana. Pese al calor de abril, Nubia tuvo el tacto de ponerse un  holgado camisón de invierno, para no provocarlo con  sus  atrevidos neglillés de encaje, pero esta vez Uriel ni siquiera volteó a verla. Tampoco le dio las buenas noches antes de apagar la luz del buró: estaba jodida si de ahora en adelante iba a recibir ese trato. Como ya no le sirvo para coger, ahora soy invisible, pensó. Sus paseos por la alcoba en ropa ligera, que ella prolongaba adrede para enardecerlo, ¿quedarían  proscritos para siempre?  ¿Cómo  renunciar a la entrega de los cuerpos, su lazo de unión más fuerte, sin caer en el tedio conyugal o en la franca animadversión? Estaba dispuesta a seguir al pie de la letra las instrucciones de Valdivia, pero conociendo a Uriel, temió que su matrimonio no pudiera resistir las presiones de una larga abstinencia.  

Al día siguiente, en el desayuno,  con la bata abotonada hasta el cuello, le propuso que vieran a otro cardiólogo.

–No perdemos nada con pedir una segunda opinión, y a lo mejor te da un tratamiento menos pesado.

Pero  Uriel  rechazó la idea, porque Valdivia era médico militar y él  tenía una ciega confianza en los  galenos de su corporación.

–Tengo que obedecerlo, no me queda otra. Pero si tú no te aguantas las ganas, vete  por ahí de güila  –bromeó con amargura.

–¿Cómo crees, idiota? Yo me puedo aguantar el tiempo que sea. Lo digo por ti, que eres el más caliente.

El timbrazo del teléfono los interrumpió cuando Uriel empezaba a sorber el café con leche.  Nubia sintió una punzada en el vientre al escuchar la voz de Sonia.

–Hola, Nubia, quería saber cómo le fue a mi papi con el doctor.

–Sí, claro, enseguida te lo paso.

La hija mayor del primer matrimonio de Uriel  la trataba con  despectiva  reserva,  sin dispensarle siquiera  las forzadas cortesías  de sus hermanos varones,  y Nubia  tenía que hacer prodigios de diplomacia para evitar fricciones con ella.  Le irritaban, sobre todo, sus aires de superioridad moral, y su descarado intervencionismo en las finanzas paternas, que llegaba al extremo de censurar los gastos suntuarios de Uriel, como si fuera ya la dueña de su patrimonio.  La cabrona  pensaba que se había casado  con su padre por interés (era tan cuadrada y necia  que no podía entender la atracción de una mujer joven por un hombre maduro) y aunque nunca se había atrevido a lanzarle acusaciones directas, le hacía sentir su desprecio de mil maneras. Tenían  la misma edad, 42 años, pero  después del primer parto, Sonia se había dejado engordar como una ballena  y  cada nuevo pliegue de su papada  le agriaba un poco más el carácter. Nubia debió reconocer, sin embargo, que esta vez  la intervención de Sonia fue benéfica y atinada, pues  al escuchar sus cálidas frases de aliento, Uriel recuperó la presencia de ánimo. Diligente y sereno, dedicó la mañana a delegar  el manejo del rancho en Rómulo, que ahora lo supliría en todas sus faenas campiranas, y gracias a Dios no volvió a ponerse en el papel de víctima. Necesitaba, quizá, sentirse querido para asumir la supervivencia como un deber hacia el prójimo. Alabado sea Dios, pensó Nubia, ¿pero por qué  se enternece con el afecto  de Sonia y en cambio es tan frío conmigo? ¿No vale nada el cariño que yo le doy?

Uriel pertenecía a varios corrillos de militares y políticos en retiro, que lo invitaban con frecuencia a desayunar o a jugar dominó  en Cuernavaca o en Tepoztlán, y sus chorchas con ellos lo mantuvieron entretenido el resto de la semana. Sus contertulios le informaron que un periodista de La Jornada lo acusaba de haber reprimido a sangre y fuego la guerrilla comunista de Lucio Cabañas, ejecutando también a un buen número de civiles, y el viernes se entretuvo escribiendo una carta a la directora del diario, en la que aseguraba haber actuado con estricto apego a la Constitución. Pero el sábado, libre ya de compromisos, empezó a dar muestras de un mutismo huraño.  Enamorado de la cultura maya desde sus épocas de comandante en  la zona militar de Yucatán, había reunido una importante colección de ídolos mayas, máscaras de jade y figurillas de barro que  llenaban una vitrina de piso a techo en la pared principal del estudio. En ese templo de la antigüedad mesoamericana  leía de vez en cuando sus libros de historia y antropología, pero  ahora, sobrado de tiempo libre, se consagró al estudio con un fanatismo neurótico. Hasta pidió que le llevaran al escritorio las tres comidas, como si estuviera preparando un examen doctoral.  Se quemaba las pestañas hasta altas horas de la noche,  y cuando se deslizaba sigilosamente en la cama, Nubia ya estaba dormida como una piedra. Ofendida por  su abandono, dedujo que  Uriel  la rehuía para no tener tentaciones. Curiosa voltereta del destino, pensó: después de ser tanto tiempo la alegría de su vida, ahora se la estoy amargando. Me odia porque le recuerdo  lo que ya no puede gozar. El domingo, como a las diez de la noche, se asomó al estudio para reconvenirlo afectuosamente por su retraimiento, que  duraba ya más de una semana. Le sorprendió percibir en el aire un turbio olor a petate quemado. Uriel  dormía tendido en un sofá, con un libro de arte maya  en la barriga.  A un lado, en la mesita de servicio,  una pipa china de marfil con la brasa a medio apagar  despedía  efluvios narcóticos. Abrió las ventanas de par en par,  arropó  a su marido  con un edredón  y  de regreso en la alcoba, recostada en  la cama yerma y erizada de espinas, donde ya empezaba a sentirse un poco viuda, trató de razonar con la cabeza fría. Uriel no podía ser un enfermo disciplinado y paciente, su carácter impulsivo anunciaba  tempestades mayores. Ahora se las tronaba a escondidas, como un chiquillo malcriado. Necesitaba una terapia con urgencia, ¿pero cómo convencerlo de ver a un psiquiatra, si era tan orgulloso?

La despertó a las seis de la mañana el galope de un caballo. Se levantó sobresaltada y comprobó sus temores: montado en el Tapatío, su alazán favorito, Uriel saltaba obstáculos en la pista de equitación, vestido de punta en blanco  con el viejo uniforme de gala, tachonado de condecoraciones. Cuando la vio asomada a la ventana hizo caracolear al caballo y  se quitó  la gorra, feliz de su travesura. Luego le dio la espalda y siguió saltando vallas  con un frenesí  temerario, como un niño el día de su primer  festival ecuestre. Imbécil, ¿se quería morir o qué?  La mota le había pegado fuerte, nomás le faltaba soltar balazos al aire. Cuando terminó de  salvar todos los obstáculos, Nubia bajó a recibirlo en la puerta de la casa,  las manos en jarras y la  cara curtida en vinagre.

–Bravo, idiota, te luciste. ¿Llamo de una vez a la funeraria?

–No me lo vas a creer, pero me siento a toda madre –  se bajó del caballo de un salto, como un charro joven queriendo impresionar a su novia.

Rómulo cogió las riendas del caballo y se lo llevó a la cuadra, mirando al general con una admiración rayana en la idolatría. Nubia recordó a los capataces de las comedias rancheras, serviles hasta la muerte con  los charros cantores, y  la escena le revolvió las tripas. Si los machos arrogantes se admiraban tanto, ¿por qué no se cogían entre sí?  Con el coraje,  había salido sin ponerse la bata y sintió en los muslos desnudos  la  mirada menesterosa  de su marido.

–Qué buena estás, mamita –Uriel quiso plantarle un beso en la boca, pero ella lo rechazó.

–¡Quítate, idiota!  Si te quieres morir, allá tú, pero no te suicides en mis narices.

–Cálmate, preciosa, no es para tanto – Uriel la tomó cariñosamente de la barbilla –. Sólo quiero disfrutar lo que me queda de vida. ¿Tiene algo de malo?

–¿Por eso fumas marihuana? Ya ni la chingas, Uriel. A tu edad debería darte vergüenza.

–Es de la buena, me la regaló un teniente que se la decomisó a los zetas. Y dicen que es buena para el corazón. ¿La quieres probar?

Desayunaron juntos, y aunque Nubia no cejó en sus regaños, terminó contagiada por el buen humor de Uriel, que le contó sus travesuras de soldado grifo, cuando tenía que hacer la guardia nocturna en el campo militar número uno, cubierto con un sarape, y la mota era su mejor antídoto contra el frío.

–Tenía  treinta años sin darme un toque, pero como ya me prohibieron el trago tengo que alegrarme con algo, ¿no?

Complacida  de verlo   desayunar con buen diente,  Nubia pensó que tal vez  el doctor Valdivia se había extralimitado en sus prohibiciones. Para un hombre  tan  apasionado por la vida, la rutina de ermitaño era una penitencia más atroz que la muerte. Este era el verdadero Uriel, intrépido, romántico, audaz,  no el falso erudito  encerrado a piedra y lodo en su celda de fraile. Si de veras le quedaba poco tiempo de vida,  ¿con que derecho  podían impedirle gozarla al máximo?  En vez de hacer el papel de  mamá represora, debía esforzarse por mantenerlo contento: sólo así podría seguir siendo “su paraíso” y ayudarle a sobrellevar dignamente la enfermedad. Por la tarde, cuando  la sirvienta y la cocinera se despidieron, Uriel la invitó a probar la marihuana.

–¿Estás loco? Yo no fumo esas cochinadas

Pero Uriel porfió con el tesón proselitista de los recién convertidos a un vicio y ella, para darle gusto, le dio un jaloncito a la pipa de marfil. No se daba un toque desde la prepa y había olvidado ya sus efectos  delicuescentes. Estaban en el balcón del estudio, con vista a los volcanes, y al ver las copas de los tabachines mecidas por el viento, un oleaje vegetal prolongado hasta el infinito, la invadió una dulce hiperestesia, acompañada por un  sentimiento de sintonía con el cosmos. No era una mujer sino un río sagrado, como el Ganges, con mil arroyos de agua cristalina que serpeaban por la tierra caliente. Una voluntad superior,  un borbotón de azufre surgido  del subsuelo volcánico, le ordenó sentarse en las piernas de su marido.

–¿Quieres entrar en el paraíso? –musitó con su voz más cachonda 

  Tenía  los nervios crispados por la semana de ayuno sexual, pero en su impulso redentor no hubo ningún motivo egoísta. Simplemente  quiso enfrentarse a puño limpio con la muerte, arrebatarle la presa  que atenazaba en sus falanges peladas.  De inmediato Uriel tuvo una erección y le besó los senos con voracidad. Entraron al estudio  a trompicones, devorados por el hambre aplazada y se dejaron caer en el sofá donde Uriel leía por las tardes. Nubia  lo cabalgó con destreza, regulando  sabiamente el ritmo de la pelvis para exprimirle hasta la última gota de semen. Dámelo, papito, ya no sufras, dámelo todo. En su vagina se concentraban las radiaciones solares,  el magma del Popo, la savia dulce de los cañaverales. Cuando  empezaba a venirse con una intensidad telúrica, Uriel tuvo convulsiones epilépticas  y emitió un ronco gemido. Tras la descarga eléctrica se quedó inmóvil, con los plomos fundidos.  Tenía la piel azul, los brazos flácidos, la cara tiesa, la mirada atónita de un murciélago expuesto al sol. Repentinamente sobria,  Nubia lo sacudió por los hombros, pero como no reaccionaba le arrojó en la cara un vaso de agua. Pareció recuperar el ritmo de la respiración, pero no volvió en sí.

–¿Qué te pasa, mi vida? ¡Responde!

 Corrió a buscar al botiquín  el inhalador de nitroglicerina  que el medico le había recetado para la angina de pecho, se lo aplicó en la boca tres veces y llamó de inmediato a una ambulancia. Aunque Uriel abrió los ojos  bajo el efecto del aerosol, no pudo articular palabra y siguió exiliado en el limbo. Nubia tomó la precaución de  peinarlo y subirle los pantalones, pero los paramédicos encontraron manchas de esperma en sus calzoncillos y tuvo que confesarles lo sucedido. Cuando le daban  oxígeno  de emergencia irrumpió  en el estudio Sonia, que había encontrado el zaguán abierto. Nomás eso me faltaba, pensó Nubia, un interrogatorio de  la Gestapo. Aturdida  por  la yerba, había olvidado que esa tarde Sonia vendría  a visitar a su padre.

–¿Qué pasó? ¿No que estaba en reposo? –preguntó a Nubia, que guardó un silencio culpable.  

–El señor tuvo una arritmia cardiaca –respondió el  jefe de los paramédicos, un  fortachón de cejas muy pobladas,  que  tomaba el pulso al enfermo–.Parece que  le falló el corazón en el acto sexual.

Sonia  hizo un mohín de condena puritana. Una breve búsqueda por el balcón  le bastó para descubrir  la bolsita con yerba y la pipa china  con la boquilla manchada  de lápiz  labial.

–¿Estás loca? ¿Le diste a fumar marihuana  y encima te lo cogiste? El doctor Valdivia le prohibió hacer esfuerzos y tú lo sabías.

Nubia bajó la cabeza, demasiado aturdida para esgrimir una defensa.

–Asesina, quisiste matarlo porque te da hueva cuidar a un enfermo, ¿verdad? –arremetió Sonia–. Muy buena para darte la gran vida con mi papá, pero ahora que está jodido  quieres acabar con él rapidito, para quedarte con toda su lana.

–Tu  papá ya está grande y sabe lo que hace –intentó argumentar Nubia—. Yo no soy una violadora.

 — Violadora no, eres una puta. Has de tener por ahí otro galán y te urge cobrar la herencia para largarte con él, ¿verdad?

Uriel volvió en sí justo a tiempo para calmar las hostilidades:

–Deja en paz a Nubia, ella no tiene la culpa de nada – dijo con  voz tartajosa de alma en pena.

–¿Todavía la defiendes? ¡Por poco te mata!

–Por favor, señora, contrólese,–intervino el paramédico fornido–. El señor está delicado y no puede tener disgustos.

–Ya oíste, ¡fuera de aquí! –Nubia recuperó el orgullo, fortalecida por el apoyo de Uriel —. La que lo está matando a disgustos eres tú. ¡Vete al carajo con tus sermones y no vuelvas a poner un pie en esta casa!

–¡Hija de la chingada, me la vas a pagar!

Ofuscada, Nubia cogió la caja de pastelillos que había llevado como obsequio a su padre y salió de la casa dando un tremendo portazo.

Llamado de emergencia, el doctor Valdivia reprendió severamente al enfermo y le ordenó reposo absoluto. Después de cuatro días en  cama, en los que apenas probó alimento  y Nubia ni siquiera se atrevió a besarlo, Uriel volvió a encerrarse en el estudio, intimidado por la cercanía de la muerte, que al parecer había extinguido sus hálitos de juventud. Leía con fanática devoción sus tratados de cosmogonía maya y sólo se acercaba a la cuadra de los caballos para acariciarles el lomo. Dos veces a la semana tenía competencia de tiro con   Rómulo, su fiel lacayo. Era el único deporte viril que todavía podía practicar sin peligro, y a pesar de su pulso débil siempre derribaba todas las latas de cerveza.

–Otra vez me ganó, patrón,  –lo felicitaba Rómulo –con usted no se puede, tiene mirada de águila.

Nubía sospechaba que Rómulo se dejaba ganar adrede pero nunca se lo dijo a Uriel. Quizá necesita la admiración de ese paria incondicional que para sentirse más hombre y menos  jodido, pensaba.  Parecía resignado a la ancianidad prematura pero Nubia ya no creía en sus  propósitos de enmienda.  En cualquier momento, cuando su paciencia se agotara, podía volver a saltarse todas las trancas. En una charla telefónica con Sonia, Uriel  trató de asumir un papel conciliador (“yo fui el que le dio la mota, ella sólo me siguió la corriente”, aclaró),  sin lograr que  su hija  se dignara  ofrecer disculpas. Las injurias de Sonia habían sido demasiado violentas  y Nubia por ningún motivo aceptó perdonarla. Desconsolado por la ruptura con su familia,  Uriel  recayó en la marihuana, como si intentara compensar con ella un déficit afectivo. Nubia ya no quiso acompañarlo y eso los alejó más aún, como si vivieran en galaxias distintas. A finales de abril, dos semanas después del  bochornoso percance, Uriel salió de su letargo y  la invitó a cenar al Gaia, un  restaurante de alta cocina en el centro de Cuernavaca. Relajado por la segunda copa de vino  y por los boleros del trío romántico,  se animó a tocar el tema que habían evitado hasta entonces por un compartido sentimiento de culpa.

–¿Sabes una cosa, mi amor? El otro día de veras tuve ganas de morirme.

–Vamos a olvidarnos de esa locura, por favor –le suplicó Nubia, tomándolo de la mano.

–¿Olvidarla por qué, si fue maravillosa? – Uriel suspiró con nostalgia—Siempre he deseado morirme  de placer y por poco lo consigo, gracias a ti. Cuando sentí que me fallaba el corazón tuve más felicidad que dolor, te lo juro, como si estuviera entrando en el cielo a caballo. Pero en el último instante me aferré a la vida, ¿y sabes por qué?  No quise morirme sin ti.  ¿Cómo voy a dejar  allá sola a mi reina adorada?, pensé. Está mal que yo lo diga, pero deseaba con toda el alma que te murieras conmigo. Y la mera verdad,  todavía lo deseo.

Nubia se había puesto romántica y llorosa, pero  la última frase  la desconcertó:

–No es un deseo muy generoso de tu parte.

–Lo sé, pero el amor es  egoísta. Uno quiere llevarse lo mejor que tiene.

–Amar es desear el bien de tu pareja—Nubia le soltó la mano, resentida—y la muerte es el peor de los males. Si me quieres muerta, entonces no me quieres.

–No te enojes, mi amor,  entre nosotros no debe de haber secretos. Te estoy hablando al chile. Desde que estoy  enfermo del corazón me encabrona pensar qué va a ser de ti cuando yo me muera. Serás una viuda muy codiciada, porque además de estar buenísima, te voy a dejar forrada de lana. No tardarás en encontrar un galán, de seguro más joven que yo.  Y esa idea me tortura, que goces con otro.

A pesar de sentirse ultrajada, Nubia prefirió tomar  el asunto a broma.

— Ay, Uriel, de veras que estás enfermo, pero del coco –soltó una risilla nerviosa—Celos post mortem, ya ni la chingas,  sólo te falta proponerme un pacto suicida. Mejor  pide la cuenta, que el vino te saca tus peores chamucos.

Pasó otra semana de reposo forzado, en la que sólo hablaron de cosas fútiles. Nubia  cuidaba al enfermo con solicitud maternal, y en sus ratos libres pintaba acuarelas en el salón de juegos. Uriel parecía resignado a la sensatez: vegetaba disciplinadamente, con una rutina de estudio cada vez más rígida, y sólo veía a sus amigos una vez por semana,  sin tomar con ellos una gota de alcohol. Redujo al mínimo la comunicación con Nubia, con la que apenas hablaba en las comidas. En cambio era feliz aleccionando a Rómulo sobre  la mejor manera de herrar a los caballos y alimentar al ganado suizo. Parecía haber vuelto  a la época de la infancia en que los varones se encierran en guetos masculinos, confabulados contra las mujeres.  Había perdido interés en el sexo, o al menos eso aparentaba, pero la ociosidad forzada y la insatisfacción crónica  lo tenían tan afligido  que muchas veces asustaba a Nubia, sobre todo cuando en medio de una charla se quedaba pasmado con los ojos bizcos. La realidad le dolía, sin duda, y hacía esfuerzos heroicos por borrarla. Tal vez Sonia le envenenó el cerebro con las barbaridades que dijo en mi contra, pensaba: ¿o todo era culpa de la mota?  Un martes por la tarde  le dio por escuchar hasta el hartazgo, encerrado en su estudio, un  bolero lúgubre que  luego siguió canturreando a la hora de la cena:

Que nos entierren juntos en la misma tumba

y de ser posible  en el mismo cajón,

que estemos frente a frente, para darnos besos

y que eternamente ya después de muertos

nos concedan la gloria de  gozar nuestro amor.

–Por favor, mi cielo. Me estás poniendo nerviosa con esa horrible canción.

–¿Horrible por qué? A mí me gusta. Eso es amor del bueno y no pendejadas.

Nubia no quiso provocar otra discusión, pero una tenebrosa inquietud la mantuvo en guardia varios días. La ternura era su mejor arma para combatir la truculenta obsesión de Uriel, pero no se le podía acercar demasiado, sin correr el riego de ponerle otra vez la guadaña en el cuello. La cercanía del paraíso perdido lo lastimaba.  ¿Cómo ayudarle entonces a llevar su cruz? Días después Uriel volvió a la carga con una  indirecta más venenosa. Era de noche y  estaba recostado en la cama, navegando en su computadora portátil, cuando de pronto lo entusiasmó un hallazgo.

–¿Sabías que entre los mayas, el suicidio era una forma honorable de morir?  Hasta una diosa tenían, Ixtab, que  guiaba al paraíso las almas de los suicidas. Mira, aquí está su efigie en una estela ceremonial.

En la pantalla de la computadora, Nubia vio con espanto a la patrona de los suicidas  colgando de un árbol, con los ojos cerrados y la lengua de corbata.

–Ay, qué horror, no me enseñes esas cosas.

–¿Cuál horror? Es una creencia muy hermosa. –Uriel adoptó un tono didáctico- Si de veras existe la justicia divina, morir por una causa noble debe tener una recompensa en el más allá. Y cuando el dolor de una viuda es demasiado fuerte, ¿para qué seguir viviendo? Hay muchas tumbas en donde los barones principales del Quiché están enterrados  con sus señoras. Según el autor del artículo, se suicidaban cuando morían sus maridos, como en la India, para acompañarlos en el último viaje.

–Pues qué imbéciles –Nubia encendió los focos rojos de su instinto defensivo– Yo creí que los mayas eran gente civilizada.

— No puedes entender su mentalidad, porque eres demasiado egoísta.–Uriel  chasqueó los labios con desprecio–. A mí me conmueve que esas mujeres  hayan querido tanto a sus maridos.

–¿Y cómo sabes que no las obligaban a suicidarse? –replicó Nubia, preocupada por la voz  quejumbrosa  de Uriel. –A lo mejor morían contra su voluntad.

–Morían de amor por qué ellas sí querían a sus esposos – dijo Uriel, con despecho, mientras un lagrimón le escurría por el pómulo izquierdo.

–¿Qué estás insinuando, pendejo?

–No insinúo nada –sollozó Uriel.– Digo abiertamente que tú no me quieres.

 –¿Porque no me quiero morir contigo?  ¿Cómo te atreves a pedirme algo así?

Nubia  abofeteó a su marido, se levantó de la cama de un salto y dio un par de zancadas en dirección a  la puerta, pero Uriel la detuvo cogiéndola del brazo.

— Quisiste matarme el otro día, ¿verdad? –soltó un espumarajo de rabia—Si me deseas la muerte, entonces no me quieres –dijo, imitando grotescamente la voz de Nubia—. ¿Dónde he oído esa frase? Vamos a morirnos juntos, no le saques. ¿Por qué nomás yo?

–Suéltame, idiota, que me lastimas –intentó zafarse Nubia, pero sólo consiguió enfurecer más a   Uriel.

— ¿Te urge deshacerte de mi? ¿Ya tienes otro camote?   Contéstame, puta, ¿para quién va a ser ese culo?

Uriel  estrujó sus nalgas  con un deseo torturado  que destilaba ponzoña. Sonia lo apartó de un  empellón y salió corriendo escaleras abajo, con la idea de coger el coche y largarse a casa de su hermana, que vivía en la subida a Chalma. Nunca más podría convivir con ese loco bajo el mismo techo. Pero cuando iba saliendo al patio oyó el estruendo  de una aparatosa caída. Uriel se había ido de bruces y yacía despatarrado en  el primer rellano de la escalera, con el reloj de pulsera hechos añicos. Tenía la boca entreabierta, los ojos en blanco, y se había hecho una cortada en la ceja por la que manaba un hilillo de sangre. Nubia, que ya conocía los síntomas del infarto, se quedó parada junto a él, dudando entre darle primeros auxilios o llamar de nuevo a la ambulancia. No hizo ni una cosa ni otra. Dolida por el arrebato de crueldad y soberbia que había padecido, contempló al moribundo con la piedad anestesiada. Tenía la sensación de haber compartido la intimidad con un monstruo que de pronto le había revelado su verdadera naturaleza.  Como estaba acostumbrado a mandar y a disponer de la vida ajena, no toleraba que le llevaran la contra, menos todavía una pinche vieja.  Recordó el reportaje de La Jornada  sobre las atrocidades de Uriel en su campaña contra la guerrilla: ejecuciones masivas de campesinos, incendios de aldeas, fosas comunes con mujeres y niños. Hasta decían que se arrogaba el privilegio  de torturar en persona a los detenidos. Jamás había dado crédito a  esas acusaciones, pero ahora su corazón las dio por ciertas. Llevarse entre las patas lo que más amaba era su manera de tomar represalias contra la muerte, el único elemento subversivo al que no podía derrotar. Si lo dejaba tirado en la escalera, nadie podría culparla de nada. Hasta sería un piadoso ejemplo de eutanasia.

Como si adivinara sus intenciones, Uriel quiso reaccionar y alargó el brazo en busca del inhalador de nitroglicerina, que se le había caído  del piyama y estaba a medio metro de distancia, en el borde del rellano. Pero antes de que pudiera tomarlo, Nubia lo arrojó de un puntapié al macetón de la planta baja.  Lo vio  implorar misericordia con la mirada, boquear como pez en la red, pasar del verde al morado y del morado al  color hueso. El miedo a la soledad irrevocable  lo envolvía como una mortaja. Después del último estertor  su cutis adquirió  la rugosa textura  del papel maché y la mano con la que había tratado de tomar el inhalador  quedó vuelta hacia arriba, con los dedos engarrotados.

Cuando Nubia  comprobó que ya no respiraba lloró de rodillas. El efecto ennoblecedor de la muerte le provocó al principio un leve remordimiento, pero muy pronto se sobrepuso a la culpa. Lloraba por sí misma, no por el muerto. Le dolía haber malgastado lo mejor de su vida con un megalómano que en el fondo nunca la quiso. Qué desperdicio, carajo. Todo había sido una farsa: sus espléndidos regalos de aniversario, sus serenatas con mariachi, sus empalagosas atenciones de caballero  chapado a la antigua. No volvería a confiar en un hombre que le retirara la silla en los restaurantes y le abriera la puerta del coche: los galanes más comedidos eran después los peores tiranos. Tras la cólera y la decepción tuvo una sensación de alivio. Era libre, joven, guapa  y tenía la mejor edad para empezar otra vida sin caer en los mismos errores. Viajaría por todo el mundo, algo que sólo había podido hacer ocasionalmente con Uriel, porque los museos lo aburrían y  fuera de México “no se hallaba”. Quizá estudiara historia del arte en París o en Florencia. De momento no quería encadenarse a un hombre. Sólo tendría amantes ocasionales, de preferencia chavitos, para coger sin compromisos. Quién lo dijera: siempre había temido que la pérdida de Uriel le provocaría una aguda sensación de orfandad, y ahora la recibía como una bendición del cielo. Llevaba demasiados años viviendo pendiente del menor   capricho de su marido, relegada a un segundo plano en todas las decisiones, sometida por amor a la subordinación más abyecta. Ya era hora de tomar la vida por los cuernos, qué carajo. La viuda del general  no volvería a ser la sombra de ningún déspota engreído.

 De pronto la sobresaltó un ruido de pasos en la planta baja. Era Rómulo, que había entrado por la puerta abierta.

–¿Se le ofrece algo, señora?

Nuria abrazó el cadáver de Uriel y fingió darle respiración de boca a boca.

–Por favor, Rómulo, ayúdeme a levantarlo –dijo al capataz, que subió corriendo en su auxilio–. Mi marido tuvo un ataque y se cayó por las escaleras.

Entre los dos lo sentaron recargado contra la pared.

–Por favor, tráigame el inhalador que se cayó allá abajo –pidió al capataz.

Hizo la comedia de administrarle el aerosol por la boca, invocando a Dios y a María Santísima. Al advertir que la nitroglicerina no surtía efecto, simuló un derrumbe emocional. No pudo llorar de nuevo, pero se tapó la cara con las manos fingiendo un sollozo, mientras Rómulo cerraba los ojos del muerto con sincera aflicción, derramando, él sí, lágrimas verdaderas

–Hay que llamar a una ambulancia – Nubia procuró hurtar el rostro al capataz, que la miraba con extrañeza,  y subió  a sus alcoba para hablar por teléfono.

Pero Rómulo fue tras ella y cuando estaba a punto de marcar, le arrancó el teléfono de un manotazo. Tenía una mirada de reptil enternecido y empuñaba en la mano derecha una pistola automática con cachas de nácar, que Nubia había visto a menudo  en el buró de Uriel.

–Lo siento, señora, son órdenes del patrón. Mi  general quería tener un entierro maya  — sentenció, y con el aplomo de la obediencia ciega  le descerrajó un tiro en la sien.

Después de limpiar sus huellas con un paliacate, colocó la pistola en el puño de Nubia y llamó a la patrulla.

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Es narrador y ensayista. Nació en la ciudad de México en 1959. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El miedo a los animales, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), Ángeles del abismo (Premio de Narrativa Colima), Fruta verde, La sangre erguida (Premio Antonin Artaud) y El vendedor del silencio (Premio Xavier Villaurrutia 2019 y Premio Excelencia de las Letras José Emilio Pacheco 2019). Sus cuentos, reunidos en los libros Amores de segunda mano, El orgasmógrafo y La ternura caníbal, figuran en las principales antologías de narrativa mexicana breve publicadas dentro y fuera del país. En 2003, Gabriel García Márquez lo incluyó en una antología de sus cuentistas mexicanos favoritos publicada por la revista Cambio. Como ensayista, Serna ha publicado tres libros combativos y provocadores que dialogan con su obra narrativa o la complementan en el terreno de las ideas: Las caricaturas me hacen llorar, Giros negros y Genealogía de la soberbia intelectual.