Falso positivo

3 octubre, 2022

Me echa una mirada rápida, cortante, como si me hubiese reconocido y me estuviese advirtiendo que me mantenga alejado.

Es pálida, delgada, de rizos castaños, ojos claros y párpados caídos, con unas pestañas enormes, como de personaje de tira cómica; viste un faldón tornasolado y blusa clara, escotada. Muy joven y guapa. Parece italiana.

Juraría que la he visto en una de mis anteriores visitas a esta ciudad, pero no logro recordar cuándo, dónde ni cómo.

El tipo fornido que la acompaña tiene que ser su pareja; viste un saco sport color marfil y la camisa negra de cuello abierto. Parece matón perfumado.

Permanecen juntos, sin mezclarse con los demás invitados que deambulan por la sala, copa en mano, formando pequeños grupos.

Los observo de reojo. Él lanza miradas agresivas a su alrededor, como macho en celo cuidando a su presa; ella baja la vista, intimidada, cuando alguien se acerca a saludarla.

Me infiltro en el grupo formado alrededor de la anfitriona, cacumen de la sociedad profesional que ha financiado mi visita. Es menuda, eléctrica; sus gafas redondas, de aro de carey, apenas disimulan su personalidad dicharachera.

Hablan del plebiscito que tendrá lugar en un par de meses, cuando los votantes decidirán si aprueban el acuerdo de paz que el gobierno ha negociado con la guerrilla. Es la comidilla noticiosa, tanto dentro del país como fuera.

La anfitriona asegura con énfasis que las encuestas son clarísimas, que el “sí” a favor de la paz ganará por mucho; sus adláteres la secundan.

Pregunta mi opinión. Me encojo de hombros. Soy sicólogo, no politólogo.

Consigo posicionarme de tal forma que, sin dejar de prestar atención a las parrafadas de la anfitriona, puedo fijarme en la pareja: cuchichean entre sí, pero tensos, en discordia. Ella es la invitada, pienso; y él ha venido a la fuerza, a mezclarse con gente a la que desprecia.

Hurgo en mi memoria, por pura necedad, porque sé que sólo encontraré negrura y que el recuerdo de ella aparecerá cuando se le venga en gana.

Carola, la colega coordinadora de la conferencia, se suma al grupo. Su vestido holgado, con motivos indígenas, esconde las formas esculturales de su cuerpo. Horas antes, en la mesa redonda, enfundada en sus apretados jeans, no dejaba nada a la imaginación.

Pregunta si ya se me ha estabilizado la presión arterial. Desde mi arribo, dos días atrás, padezco un sube y baja, pese a los té de coca; el dolor de cabeza y la sensación de debilidad me enturbian el ánimo. Por eso sólo me he servido un whisky muy aguado, con el que duraré mientras permanezca en la fiesta.

Hago un gesto oscilante con mi mano derecha, más o menos, que tampoco es para tanto, la tranquilizo, aunque me he prometido, sin decírselo a nadie, que esta será la última vez que visite una ciudad tan alta, tan lejos del nivel de mar en el que yo transcurro mis días.

Carola me conduce a otro grupo, donde departen dos colegas a los que impresionó mi ponencia y quieren hacerme algunos comentarios, dice.

Pierdo de vista a la chica que parece italiana y al matón que la acompaña.

Se trata de un matrimonio de cincuentones, como yo. Estaban en primera fila en el auditorio, hicieron preguntas de las que nada recuerdo; atildados y modositos, como mucha de la gente que he tratado en esta ciudad. 

Él me felicita por mi ponencia, que le pareció muy audaz, desde su mismo título, “Orgasmo y paranoia”, pero enseguida dice que la formulación de mi hipótesis le parece aún incipiente, que se requiere más investigación para sostener que a partir del final de la edad adulta el orgasmo onanista aumenta los ataques de paranoia en pacientes crónicos, que es una pena que Foucault y Lacan hayan muerto sin profundizar en el tema.

Observo al colega: su traje de tweed color marrón, la camisa blanca de algodón Oxford, la corbata oscura con motivos rosados. Luego veo a su esposa, oculta tras el mascarón del maquillaje. ¿Cada cuanto se irán a la cama?

Carola me mira con una sonrisa.

Cuando ella me preguntó por mi nueva investigación, mientras cenábamos anoche con los demás participantes en la conferencia, le expliqué que ya tenía clasificada y procesada toda la información bibliográfica, pero que en el aspecto empírico aún estaba en pañales, y que no podía avanzar mucho en mis condiciones actuales, pues la soltería me limitaba, el orgasmo de la masturbación no conlleva las mismas consecuencias psíquicas que el del acto sexual en pareja. Y ese es precisamente uno de los puntos claves de mi estudio: la comparación. Necesito apoyo, alguien con quien irme a la cama, le dije, casi como una declaración. Se lo tomó a la chanza. Más tarde me presentó a su esposo, un médico boyante, se diría por su aspecto; vestía traje completo gris, de lana fina, y unas gafas coquetas de aro color verde turquesa.

De nuevo logro posicionarme de forma tal que no pierdo de vista a la chica que parece italiana mientras escucho las disquisiciones del colega.

Le explico que la realización de las encuestas ha sido muy difícil, a causa de la falta de voluntarios. Es un tema poco agraciado en la región cristiana donde se ubica la universidad en la que trabajo. Se trata del “Bible Belt”, un condado en el que ni siquiera es permitida la venta de alcohol. Hacer una convocatoria pública, a fin de conseguir voluntarios para realizar un estudio sobre las consecuencias paranoicas del orgasmo, es impensable. La sola mención de la palabra orgasmo podría tener consecuencias judiciales y llevar a mi expulsión de la universidad. Es Estados Unidos, le recuerdo al colega, no Francia, lugar donde él realizó su especialización.

Carola me pregunta si tomaré la segunda copa, que en el vaso ya solo me queda hielo derretido. Que mejor esperemos un rato, le digo, a ver cómo me asienta.

Pero camino tras de ella hacia la cocina en busca de su bebida, abriéndonos paso entre los grupos de invitados.

Pasamos entonces frente a la chica, cuyo recuerdo no logro aprehender, y su pareja.

Carola le sonríe, como a una vieja conocida. Yo la veo de reojo un segundo y bajo la vista. Ella no me mira, pero el tipo sí que lo hace, con insistencia, el ceño celoso. Y luego cuchichea al oído de ella, indignado. Los he visto por el rabillo del ojo antes de entrar a la cocina.

Siento la vibración, la mala onda, o algo peor. Y la angustia que precede a la subida de la presión arterial.

Carola no se ha enterado de nada. Se sirve un ron con coca. Luego me pregunta si quiero bocadillos, mientras toma un pequeño plato de cartón.

Pero no me apetece otra copa, ni tengo hambre, sino ganas de largarme al hotel, a encerrarme a la habitación.

¿Dónde carajos he visto a esa chica? ¿Por qué el sujeto ha reaccionado con  virulencia, como si me conociese, como si supiese algo turbio que le enfada de mí? No será porque me haya acostado con ella, que eso jamás lo hubiera olvidado.

Carola me pregunta qué tal me parece el hotel, si he tenido tiempo de salir a caminar por esa zona de la ciudad.

¿A qué horas?, le digo. En los momentos en que no he estado en la conferencia me han llevado a dos entrevistas, una radiofónica y otra televisiva.

Una verdadera experiencia, comento. Bogotá es la ciudad del futuro. Para entrar a la estación de radio y a la televisora hubo que seguir el mismo procedimiento: mostrar mi documento de identidad, escaneo de mis huellas digitales, toma de una fotografía de mi rostro y preguntas agresivas sobre el motivo de la visita. Peor que cruzar inmigración en un aeropuerto yanqui.

Seguramente como la gente sólo se la pasa en cama, tratando de  lograr orgasmos, la paranoia se ha generalizado, me dice con un guiño, luego de terminar su canapé y tirar el plato de cartón en el basurero. Me gusta su liviandad. Me gusta toda ella.

Me sirvo un vaso de agua mineral.

¿Y qué tal las entrevistas?

Quién sabe si las pasarán al aire. Aunque los dos entrevistadores fueron corteses, nadie se termina de tomar en serio mi tema, me quejo. Pareciera que consideran mi hipótesis reaccionaria y vinculada a algún propósito religioso fundamentalista, como si yo quisiera que los viejos no tengan sexo.

Otros invitados se apelotonan en la cocina en busca de bebida y bocadillos.

Nos abrimos paso hacia la sala.

Me propongo no ver a la chica y su matón; volteo hacia el lado opuesto, donde distingo a Winston, el joven que me ha servido como chaperón en mis visitas a las emisoras, quien conversa con un pequeño círculo de chicos, seguramente también estudiantes de post-grado.

Y hacia ahí me dirijo, mientras Carola enfila hacia otro grupo.

Tengo la sensación de que la mirada del matón me horada la espalda, pero no vuelvo a ver.

Winston es alto, espigado; la barba cerrada y unas gafas de aro metálico. Pregunta por mi presión arterial, si ya me siento mejor.

Me presenta a los demás estudiantes.

Quiero preguntarle sobre la chica que parece italiana, pero temo que los demás escuchen y volteen hacia donde la pareja. Quizá él pueda darme la clave para refrescar mis recuerdos. Seguramente la traté en otro evento similar, pero ¿por qué no puedo recordarla y ella se hace la que no me conoce y evita cualquier contacto? Desde tiempo atrás confío cada vez menos en mi memoria, pero no se trata de algo que pueda ir pregonando a diestra y siniestra.

Winston me dice que varios de ellos se irán a tomar las últimas copas a un bar en la zona de La Candelaria, si me animó a sumarme al grupo.

Un poco lejos, ¿no?, hasta el centro, comento, sin ningún entusiasmo por acompañarlos.

Estamos a la altura de la Calle 110, en la zona alta y lujosa de la ciudad. Y mi hotel está ubicado en la Calle 65, a medio camino bajando hacia La Candelaria.

Winston me recuerda que hay un chofer en un coche de alquiler estacionado frente a la casa, que cuando me quiera ir nada más le avise.

¿El mismo que nos trajo?, pregunto mientras me reacomodo en el círculo de manera que pueda ver de reojo a la chica y su matón. Pero, para mi sorpresa, no se encuentran donde antes estaban. Con mi vista recorro la sala lentamente, como al descuido, sin ponerme en evidencia. No están.

Sí, don Ramón, dice Winston.

Es el mismo conductor que nos llevó a las emisoras para las entrevistas y nos trajo a este coctel. Un hombre canoso y engominado, de baja estatura, siempre vestido con camisa blanca manga corta y corbata oscura, de temperamento amargo y enganchado con el tema de los “falsos positivos”, jóvenes inocentes de barrios pobres a los que el ejército asesina para luego presentarlos como guerrilleros caídos en combate, a fin de llenar una cuota y recibir prebendas, si no le entendí mal. Un sobrino de él fue asesinado de esa forma; de ahí su indignación, su fijación con el tema.

¿Dónde se habrán metido la chica y su matón? Para salir del apartamento hacia el ascensor hubiesen tenido que pasar frente a nosotros.

Los chicos hablan sobre los zipizapes en el Departamento de Sicología; no tengo vela en ese entierro.

Me dirijo hacia la cocina en busca de otro vaso de agua mineral. La presión arterial comienza a fastidiarme.

Algunos encandilados, incluida la anfitriona, han comenzado a bailar al son de un vallenato.

Carola se interpone en mi camino; trae tomado de la mano a su marido. Lo saludo. Me cuentan su plan de ir a tomar otra copa luego del coctel, que estoy invitado. ¿A La Candelaria?, pregunto. No, a un bar no tan lejos de donde ahora estamos, aclara ella.

Observo la terraza, donde varios comensales han salido a fumar; una puerta corrediza de cristal la separa de la sala. Descubro a la chica y su matón; ambos fuman, y por los gestos pareciera que discuten, que él le recrimina algo a ella.

Le digo a Carola que no me siento del todo bien, que mejor regresaré a descansar al hotel. Su marido me pregunta si tengo un aparato para tomarme la presión arterial; no, respondo, pero en dos ocasiones he visitado una farmacia: la primera vez la tenía muy alta; la segunda, muy baja.

La chica y su matón han entrado de nuevo a la sala. Se dirigen hacia donde la anfitriona, quien gesticula invitándolos a que se sumen al baile, pero ellos más bien se despiden. Luego se abren camino hacia la puerta de salida. La chica sonríe a Carola y a su esposo, y se va de largo como si no me viera; pero cuando el matón pasa a mi lado, cambia su mueca de forzada simpatía por una repentina mirada de odio.

Me parece que nadie más se ha enterado.

Agitado, le preguntó a Carola quién es esa chica. Paula, dice, alumna del doctorado, en algunos eventos anteriores colaboró como asistente, pero ahora se ha mantenido al margen.

¿Estuve con ella en alguna actividad?, insisto.

Puede ser, dice. Pero esta es la primera ocasión en que yo coordino la conferencia. ¿Por qué?

Nada, digo, como si no importara. Sólo que su rostro se me hace conocido.

Anuncio que pronto me marcharé. La molestia en el cerebelo y la debilidad en las piernas son claros signos de que la presión arterial se me ha subido de nuevo.

Me despido de ambos. Luego voy con la anfitriona; también me invita a bailar. Le digo que el cuerpo está de malas, que para la próxima. ¡Arriba ese ánimo!, exclama aplaudiendo al ritmo del vallenato.

Winston y sus condiscípulos se han posicionado en la cocina. Entro, me sirvo un vaso de agua mineral y le digo que si por favor le puede enviar un mensaje de texto a don Ramón para que me lleve al hotel, que bajaré enseguida. Listo, me dice luego de tipear en su teléfono. Termino mi agua y trato de mantener cierto control, que con la presión sube la angustia. Winston se ofrece acompañarme al auto. Le agradezco, pero no hay necesidad. Les digo adiós.

Salgo al lobby y espero el ascensor; me sudan las axilas.

Mientras desciendo en el ascensor pienso que si don Ramón saca de nuevo el tema de los falsos positivos, le diré lo que pienso: que todo este asunto de la guerrilla, el enfrentamiento armado y las negociaciones de paz, es puro falso positivo, en todos los niveles, el positivo negocio de la falsedad. No sé si entenderá lo que quiero decir, pero lo dejaré pensando.

Salgo al lobby principal, donde está la caseta de cristal –supongo que blindada– del portero, rodeado de pequeñas pantallas de las cámaras de video; un vigilante con escopeta permanece sentado en una banca. Les digo buenas noches y paso de largo, aprisa, acicateado por la ansiedad, con ganas de correr hacia el auto y llegar lo antes posible a mi cuarto de hotel.

El portero activa el mecanismo que abre la inmensa puerta de madera.

Salgo a la vistosa loza de mármol que conduce, entre jacarandas, de la puerta del edificio a la acera. Cabeceo en busca del auto de alquiler, que no tiene colores ni distintivo de taxi, sino que semeja un carro cualquiera.

De súbito el matón aparece no sé de dónde, belicoso, dispuesto a encararme. Ella lo sigue, tomándolo por el brazo, rogándole que se calme.

Don Ramón enciende las luces del auto.


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Edición 110 completa

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Escritor salvadoreño nacido en 1957, es autor de doce novelas y varios libros de relatos y ensayos. Su obra ha sido traducida a una docena de idiomas. Su primera novela, La diáspora (1989), obtuvo el Premio Nacional otorgado por la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. Su novela El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997) dio lugar a controversias y amenazas que lo obligaron a abandonar su país. Fue editor de diarios, revistas y agencias de prensa, principalmente en Ciudad de México, donde vivió trece años; también ha residido en Costa Rica, Guatemala, Canadá, España, Alemania y Japón. Durante dos años fue escritor residente en un programa de la Feria Internacional del Libro de Frankfurt. El gobierno chileno le otorgó el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2014 por el conjunto de su obra. Actualmente es profesor en la Universidad de Iowa.