Historia personal de la narrativa Costarrisible – Parte I
1 diciembre, 2007
Cortés parte de una mezcla de géneros para hacer una diatriba refrescante sobre la literatura que desde 1975 se escribe en su país, y en Centroamérica o quizá una invitación a la que se pudiera escribir. Su texto, a veces diálogo, a veces ficción, a veces crónica, no deja indiferente, pero confirma, paradójicamente, lo que Pablo Antonio Cuadra decía: “que la Literatura Centroamericana era la más importante del continente”. Y lo que hace Cortés es mirar hacia atrás. Por su texto desfilan desde Rubén Darío a Chavela Vargas, figuras y personajes que de alguna manera se definen o se confunden en ese lugar llamado Centroamérica.
Primera aparición de la Dama de Negro, durante un encuentro de escritores centroamericanos o algo así, al lado de una conferencia de Miguel Angel Rodríguez como candidato a la OEA, Casa de América, Madrid, abril de 2004.
Esto fue lo que me pasó en Madrid, me cuenta Mendez Lihn.
Eduardo Becerra me miró con esa mirada cómplice que tiene diciéndome sin decirme casi nada: ahora sí, sigues tú, ¿no es cierto? ¿Estás listo? Me dirigió una mirada a mí y luego a la mujer de tacones de aguja de la última fila. Yo también lo hice. Era imposible no verla. Claro, tú siempre estás listo, debió cerciorarse con sus pupilas confiadas sin dedicarme otra mirada y por supuesto sin reparar en mi agitación para trastocar el orden de las páginas inservibles que se deshacen en mis manos. Como en un cuento de Borges me habría gustado detener el tiempo, pero eso no es posible fuera del universo de los mitos. Y yo no soy Borges ni ninguno de sus dioses.
Nosotros estábamos en la sala Bolívar, ¿o era San Martín?, y los otros estaban en la otra sala, que creo que se llamaba Pancho Villa, pero pudo haber sido otro nombre. Hace años se llamaba Carlos Andrés Pérez pero le cambiaron el nombre. Ese no es el problema. Los nombres no tienen importancia sino las imágenes.
En nuestra sala empiezan a disolverse en cámara lenta los aplausos suscitados por las palabras cortadas con tijera de Rodrigo Rey Rosa, el escritor guatemalteco, el autor de Lo que soñó Sebastián y El cojo bueno, y es cuando me percato que no tengo nada que decir, y que me encuentro desarmado frente a lo que parecen varias hileras de sillas alineadas como un pelotón de fusilamiento. Unas 50 personas cuyos ojillos viscosos y morbosos dejan de oscilar entre Rodrigo y yo para concentrarse en mí y palparme a la distancia en espera de que comience a balbucear.
Pero no comenzaré a hablar. No tengo nada que decir. Pero lo peor no es eso. Casi siempre no tenemos nada que decir. Lo peor es que me di cuenta y que ya no puedo aparentar lo contrario.
El aire se llena de la asfixia porosa de mi duda, de mis dudas, como un comején que ataca de pronto los cimientos hasta entonces imbatibles de una gran muralla de madera y la reduce a polvo. Mis dudas se convierten en polvo en suspensión en el aire desplomado y vacío de la sala. En la otra sala, en cambio, no hay dudas sino aplausos.
Desde la otra sala, que ya dije que no recuerdo con precisión cómo se llama, se escucha el abejeo rumoroso de un lleno a reventar y es fácil intuir que el espacio no sólo huele a multitud sino también a un éxito clamoroso.
Miguel Ángel Rodríguez se presenta como flamante candidato a la secretaría de la OEA y todos lo aclaman. Y, por si fuera poco, o no fuera mucho, a Rodríguez lo acompañan José María Aznar, el ex presidente del gobierno español, el disidente cubano Carlos Alberto Montaner, amigo de Rodríguez, y lo que imagino que es un selecto grupo de representantes del Partido Popular y, probablemente, de la Internacional Demócrata Cristiana, si es que existe tal cosa, o de la otrora famosa ODCA (Organización Demócrata Cristiana de América).
Me divierte pensar que haya dos costarricenses en circunstancias tan parecidas y al mismo tiempo tan diferentes, tan cercanos y tan distantes. Hay que admitir que fuera de Costa Rica es muy difícil que esto suceda. Si hay muy pocos costarricenses en Costa Rica es casi insignificante la cantidad que hay fuera y la probabilidad de que dos coincidan en alguna parte del universo es remota, por no decir imposible.
Pero es curioso. Esta mañana, en el lugar en que nos hospedamos, que no es propiamente un hotel sino la Residencia de Estudiantes de la generación del 27, sobre todo de Lorca, Dalí y Buñuel, me encuentro con Chavela Vargas, que es una costarricense a pesar de sí misma. Es una suerte de costarricense vergonzante o de despatriada latinoamericana o repatriada mexicana.
La veo tomar la primavera al frente de la Residencia y realizar su particular rito solar. Verla me produce antipatía hacia su leyenda y hacia el hecho de que vaya de Chavela Vargas por la vida, pero al mismo tiempo no puedo evitar acercarme, porque los demás lo hacen, y me dejo atrapar por ellos, y la oigo decir en voz alta que vino a decirle a su amigo Aznar que no tiene que estar triste por la paliza electoral, que en la vida se gana y se pierde. Si alguien sabe de eso es ella, me digo. Ganar y perder, perder y perder, perder y ganar, ganar y seguir adelante.
Comenta que también es amiga del Rey y hace una larga enumeración de las personalidades del siglo XX que forman o han formado parte de su círculo íntimo de amistades: Trotski, Frida Kahlo, Diego Rivera, Almodóvar y una atrabiliaria mezcolanza de emperadores, reyes, jefes de Estado, estrellas de cine, escritores famosos, aristócratas, celebridades y músicos populares. Sólo faltan algunos santos y papas que añadir a la lista, pero como si me escuchara clava sus ojos en mí y añade un comentario jocoso sobre el Papa.
Se ha ido formando un corro a su alrededor y los asistentes, autoinvitados, conocidos o desconocidos, celebran su gracia dosificada con pizcas de cinismo y mala leche. Sin embargo, nosotros, los costarrisibles, somos incapaces de admirar, por eso no tenemos ni héroes ni dictadores. Para admirar hay que reclamar una cierta distancia, alejarnos un poco de nosotros mismos y contemplar la vida y los vivos hasta descubrir sus peculiaridades y que éstas nos lleven de vuelta al principio de identificación y a adherir a una identidad en común, que se vuelve visible en el acto de admirar. El admirado es el espejo del admirador, pero sin que se confundan ambas esferas, el aquí abajo del admirador y el allá arriba del admirado.
Para nosotros, Chavela Vargas siempre será una vieja marimacho de San Joaquín de Flores que se bebió todo el maldito y mundanal tequila que quiso y grita rancheras destempladas. En el aspecto exterior es similar a lo que Laura Restrepo me cuenta sobre la manera de ver el mundo de los bogotanos, cosmovisión de la que García Márquez se escuda llamándolos cachacos. “Por ejemplo, si ahora mismo me matan, ¿cómo titularían ustedes?”, le pregunta en cierta ocasión García Márquez al equipo editorial de la revista colombiana Semana, del que forma parte la Restrepo, en un intento de demostrarles que su estilo periodístico no tiene garra. Los editores se quedan reflexionando, pero el dueño de la revista, oligarca de pura cepa, replica de un dardo: “Muere costeño”.
Es la definición perfecta de varios siglos de diferencias irreconciliables, pero en Costa Rica se trata de la sospecha que pesa sobre cualquier esfuerzo diferenciador o extraordinario. Chavela es excesiva, demasiada, extravagante, para nosotros. Su extravagancia invade nuestra vida privada y nos incomoda. Y ella lo sabe y sabe que molesta: su voz, su sexualidad, su visible ostentación de las diferencias, su manera de vestir, de peinarse, de hablar.
Toda ella es una definición de lo que no es o no se permite ser costarricense. Y ella lo sabe y, por supuesto, le resultamos intolerables y viceversa. Lo que le molesta es verse en nuestro espejo, que no la agranda hasta dimensiones colosales, como ella desea y desearía cualquiera en su situación, sino que la reduce a la nada o a la uniformidad, a partir de sutiles o no tan sutiles mecanismos compensatorios que colindan con el escarnio o con un trato cotidiano que nos recuerda que todos somos iguales, que hay que hacer fila, que valemos lo mismo, que no somos nadie.
Por eso Chavela está a la defensiva ante nosotros, porque se siente desnuda, desarmada e indefensa, y ese es el sentimiento que ha intentado rehuir toda su vida, desde que salió de Costa Rica a los 14 años, según la leyenda, y se arropó en la mexicanidad. Nuestra inmisericorde pequeñez nos salva, pero para Chavela esa pequeñez es una afrenta, un insulto a la cara, un escupitajo en la larga noche del carajo y por eso nuestra indiferencia mutua se da la espalda, y cada gesto es malinterpretado por el otro… o bien interpretado, a saber.
A veces se me ocurre un chiste o una anécdota graciosa para romper el hielo, aclarar la voz y comenzar a decir lo que tengo que decir. Y siempre se me ocurre en el último minuto, pero esta vez nada. Nadita de nada. La mujer de los tacones de aguja descruza las piernas y cambia de posición. Pienso en la escena temeraria de la buena chica de Sharon Stone sin ropa interior, descruzando las piernas en Instinto básico y tragándose a los demás personajes, al elenco y a los espectadores con esa vulva de flor carnívora, instintiva, básica y desnuda.
Pero esta mujer no es Sharon Stone y yo soy homosexual o debería serlo. Lo sería del todo si no hubiera tenido una hija en México, una hija que no veo desde hace 35 años y, por lo tanto, un pasado y una mujer en mi pasado. Esta otra mujer es trigueña y está sentada en la última fila como si no tuviera que hacer otra cosa en la vida que estar sentada y su rostro se refleja en el espacio rectangular de la sala hecha de espejos y miradas humanas duplicadas varias veces al infinito. Es una mujer muy bella, lo cual es inusual en un encuentro de escritores, a los que sólo acuden los mismos escritores, si no se van de farra la noche anterior y amanecen en cualquier esquina, o en el vestíbulo del hotel, y a las nueve de la mañana no tienen muchas ganas de dar lecciones inaugurales. O acuden sus amigos, parientes o algunos jubilados, curiosos o españoles solidarios con el Tercer Mundo.
Centroamérica siempre concita las miradas más estereotipadas disfrazadas de buenas intenciones. ¿Existe Centroamérica, existe la literatura centroamericana?, le escucho preguntar a Rey Rosa. Semejan paradojas posmodernas, cuando en verdad son preguntas válidas. La situación actual de la literatura centroamericana puede compararse con un poema de Wislawa Szymborska, la poeta polaca que ganó el premio Nobel, en la que describe lo que le ocurre a la literatura y a la sociedad de un país tras el conflicto armado: Después de la guerra… Todas las cámaras se habrán ido ya a fotografiar otra guerra. Centroamérica pasó de moda y con las cámaras se fueron muchas editoriales, traductores y antólogos que no estaban interesados en la literatura sino en lo que ésta tenía que ver con la realidad del momento. La posguerra dejó un vacío editorial –escritores con libros en 10 idiomas se quedaron de pronto sin ser editados incluso en su propio idioma, por ejemplo-, pero al mismo tiempo surgió una nueva literatura que no depende de la coyuntura geopolítica para existir por sí misma.
Durante mucho tiempo, la literatura centroamericana estuvo presa de ese efecto de realidad. Muchas de las formas en que fue leída esta tradición literaria era reduccionista y maniquea y sus textos se interpretaban como documento antropológico, social, etnográfico o arqueológico; alegato antiimperialista o testimonio militante, y no como literatura. Ya no es necesario mencionar ninguno de estos estereotipos para sentirse escritor centroamericano o ser leído como tal.
Una materia conocida como literatura centroamericana existe más fuera de la región que dentro de ella. Su legitimidad, así como sus principales intérpretes, textos críticos y lecturas canónicas, participan de una industria cultural extrarregional que funciona con una lógica propia, a menudo ajena a lo que realmente ocurre en Centroamérica. Las mejores bibliotecas de historia y literatura centroamericanas están fuera de la región, así como los críticos textuales, antólogos, editoriales y revistas que han inventado, si se puede decir así, una literatura centroamericana que en buena medida está cercenada del proceso sociocultural que la creó. De ahí surge lo que podríamos llamar el ruido, la disonancia cognoscitiva, la brecha entre el objeto y la representación.
Las imágenes centroamericanas, a menudo perdidas, mutiladas o contradictorias, no coinciden con los escasos y limitados espejos que intentan reflejarlas. Al reproducir distorsiones, estereotipos e imágenes sesgadas, la cultura centroamericana se enajena de sí misma y se condena a seguir siendo marginal.
Hay autores que, por supuesto, como describe la Szymborska en su poema, quieren explicar una sociedad de posguerra en transición hacia no se sabe dónde, pero otros recrean realidades que se alejan de cualquier búsqueda documental o social. Y todo esto también es literatura centroamericana.
Centroamérica es desconocida para sí misma, ya ni siquiera para los otros países sino incluso al interior de cada país. Ante esta realidad –física e imaginaria- a veces me siento como pudieron haberse sentido los primeros viajeros norteamericanos y europeos ante las ciudades perdidas de los mayas, a mediados del siglo XIX: frente a la inminencia de un descubrimiento. Hay que apartar la selva, las raíces y las lianas sin desmoronar los cimientos y los sedimentos que se han venido acumulando durante siglos.
“Llévese su señor presidente” le dijo a Miguel Angel Asturias el entonces director del Fondo de Cultura Económica de México muchos años antes de que la editorial argentina Losada aceptara publicar en 1946 la novela con la que el guatemalteco cambió la historia de la literatura. Aquellas palabras despectivas fueron, paradójicamente, las que le sirvieron a Asturias para darle título a un periodo de la novela latinoamericana. Esa es la paradoja de nuestra tradición: una literatura que ha producido a Darío, Asturias, Cardoza y Aragón, la vanguardia nicaragüense, Cardenal, Monterroso, Dalton, Belli, Ramírez, pero que al mismo tiempo ha tenido que dejar de ser centroamericana para hacerse visible.
Esta paradoja se complica porque Centroamérica siempre ha sido vista a través de estereotipos, que en buena medida han sido creados por ella misma: el del dictador tropical –figura que va desde Pedrarias Dávila, el brutal conquistador de Nicaragua, a Manuel Antonio Noriega-, el de la banana republic y la reproducción icónica del indio y del guerrillero. Si no se repiten estos y otros estereotipos –como son los actuales cataclismos bíblicos que periódicamente asolan el istmo-, ¿sigue existiendo Centroamérica? ¿Existe Centroamérica, existe la literatura centroamericana?
De hecho, deseaba iniciar mi intervención con una frase que le escuché a Jorge Volpi mientras ambos esperábamos un avión que nos sacara de Tulane. Él estaba en la Universidad de Emory y yo con medio país paralizado por la huelga contra el combo del ICE, en el 2000. Jorge te cuenta chistes como si fueran chistes inocentes pero en realidad son mordaces demoliciones literarias. Cultiva esa característica de su generación, atacar el establishment cultural, las ideas preconcebidas, las buenas costumbres y desinflar los globos de la fiesta.
Esta vez hablamos de lo que la gente lee en los aviones o en los aeropuertos, mientras deja pasar el tiempo en la sala de espera. Seguramente ya habíamos pasado por el insufrible tópico, divulgado extensamente por el propio García Márquez, de que desde hace décadas siempre encuentra un libro suyo en los vuelos aéreos. Jorge comentó que quien lee a Borges se interesa por la literatura, pero que quien lee a García Márquez se interesa por Latinoamérica. Se detuvo para cargar una pizca de pólvora en la punta de la lengua y añadió: quien lee a Asturias se interesa por la antropología.
No me detengo a pensar si la literatura centroamericana es una de las ramas de las ciencias sociales, ¿sociología, antropología cultural, arqueología maya, etnografía o puro sentimiento de culpa de la república de las letras hacia la banana republic?; nada más nos echamos a reír con el aserto y seguimos la conversación.
Aunque no se lo comento a Jorge, recuerdo lo que le oí decir años antes a Bioy Casares. Había llevado hasta un encuentro de escritores en Francia su fragilidad de zancudo, porque ya andaba por los ochenta años o más, y se vestía como el aristócrata que había sido, con un traje entero impecable, siempre y cuando no se moviera. Sentado se veía impresionante con su atuendo, sosteniéndose del bastón como lo haría una estatua hecha de pura posteridad, pero incorporado no podía dar un paso sin que dos personas lo sostuvieran de cada brazo y lo llevaran en andas. Estaba en el centro de una mesa cuya tarea principal era reverenciarlo como a la última partícula viva de Borges en el universo.
En un momento del coloquio surgió el inevitable tema de Borges como eterno candidato a perder el Premio Nobel y le preguntaron por los narradores latinoamericanos que lo habían ganado. Estábamos ya en la parte de preguntas y respuestas y sonaba un poco agotado después de un intercambio intenso con el público, así que se contentó con musitar discretamente, porque no sé si todos lo oyeron, nosotros sí: “Asturias… no vale nada. ¿García Márquez? Sí, claro, es un gran escritor….”
Calculo que aún me sobran un par de minutos, con seguridad menos, para comenzar a hablar, mientras Rodrigo contesta las preguntas del público con la locuacidad de un psicoanalista lacaniano: sí, mm, hum, hem, jeje (carraspeo), tal vez.
El suyo ha sido un texto breve y punzante, como son los suyos, y no tengo nada que agregar a lo dicho ni ganas de repetirlo. Y sobre todo no quiero decir que no tengo nada más que decir, que hay un momento en que uno debe callarse y el tiempo debe detenerse. Cualquier otro escritor hubiera podido hablar horas, en esa verborrea neobarroca que hace que la mejor literatura latinoamericana también sea la peor, pero no Rey Rosa.
“¿Por qué no contás lo que ocurrió con las novelas perdidas de Yolanda Oreamuno?”
Claro, me digo, eso es lo mismo que pensé hace menos de un instante, sin tener tiempo de pasarlo ni siquiera por la cabeza, sin tiempo ni siquiera de convertirlo en una maldita idea. ¿Por qué no hablás de las novelas perdidas de Yolanda Oreamuno? Y me digo sin decirme: justamente, por eso, porque están perdidas, y todo lo que escribí de ellas hace 20 años, en Cuba, es mentira, y esta mujer, esta mujer asombrosa que está delante de mí, a quien están intentando bajar, y que ha comenzado a saltar de una a otra silla, a pesar de sus asombrosos tacones, para acercarse hasta mí, está a punto de desenmascararme, y de decirles a todos que en realidad yo no soy quien soy.
¿Es así? Y pensé en ese momento que el mensaje telepático surtiría efecto, pero no resultó. En vez de eso se quitó sus zapatos de tacón, se quitó la peluca rubia que llevaba, saltó por sobre dos hileras de sillas y antes de desaparecer por la puerta entornada me lanzó los zapatos contra el escritorio.
Los tacones quedaron clavados sobre el escritorio en la mitad de las hojas de mi conferencia y descubrí hasta entonces que los zapatos eran rojos y no negros y que aquel rojo teñía vivamente las páginas que tenía entre las manos.
Segundos antes todo se había desencadenado cuando Eduardo Becerra comenzó lentamente a presentarme, lo que me dio una pequeña esperanza que se disolvió en el acto. Entre los dedos sopesé la docena de hojas impecablemente impresas que había tardado varios días en componer y pensé darles la vuelta, tomar el bolígrafo y escribir un par de líneas que me sirvieran…
¿De qué, si ya era muy tarde?, me dije conforme iba pensando estas mismas palabras que estoy escribiendo ahora. De nada. Oí que Eduardo decía que yo era también poeta y me sustraje de mis pensamientos para aclarar, en voz alta, por supuesto, y en tono irónico, que poeta era Gonzalo Rojas, con quien compartíamos esa semana en la Residencia de Estudiantes y que estaba en Madrid para recibir el premio Cervantes. Fue un comentario nostálgico que más bien sonó a ironía, pero era pura, inservible nostalgia.
¿Y si hablaba de Gonzalo Rojas? No, el momento ya había pasado y Eduardo continuaba por los corredores prescindibles de mi autobiobibliomecanografía que, una vez más, pareció excesiva y al mismo tiempo carente, vacua, superflua, como si entre más cosas se añadieran hubiera menos sustancia.
Tomé las páginas, un instante antes de abrir la boca, o posiblemente ya la tenía abierta, en una mezcla de azoro y balbuceo que en mi caso antecede casi siempre a la catástrofe, y vi con mis propios ojos cómo se desolvían las letras de cada una de las hojas. Bueno, no todas se disolvieron. Muchas cayeron sobre la mesa y rodaron a tierra sin que yo pudiera hacer nada para atraparlas.
Y se hubiera visto muy mal muy mal muy mal si en ese momento me hubiera puesto de cuatro patas a buscarlas bajo la mesa y a explicar lo que me sucedía, si en realidad no me sucedía nada, o nada que no fuera atribuible a un ataque de pánico. Pero no era un ataque de pánico sino un ataque de lucidez: no tenía nada que decir.
De pronto, mientras Eduardo me clavó su mirada, ya no tan cómplice ni tan amistosa, y empezó a retorcérmela con una minuciosidad de tornillo, invitándome fatalmente a hablar, por favor, y mientras en la sala Pancho Villa seguían escuchándose risas y aplausos, gracias a la brillante intervención de Miguel Angel Rodríguez presentado por Aznar, expresidente del gobierno español, y Carlos Alberto Montaner, futuro presidente de Cuba, pensé que más bien podía contar algunas anécdotas de Chavela Vargas y que nadie notaría que no hablaba de literatura.
Chavela por esos días también paraba en la Residencia de Estudiantes, antes de su concierto anual en el Albéniz, y providencialmente había nacido en Costa Rica y algo, no mucho, tal vez, tendría que ver con lo que se suponía que yo debía decir. La literatura costarricense, sea lo que sea, como lo comprendí en este largo nanosegundo que intento narrar, es una de las formas consumadas y esotéricas del troskismo: debe haber unas 200 personas en el mundo, si me pongo pesimista, o mucho menos, si me las tiro de optimista, que han oído hablar de ella, de los cuales quizá unas 10 o 20 saben más o menos lo que es. Forman una especie de logia extraterrestre o de conspiración secreta y, para mi inmensa fortuna, ninguno de los 200 –vamos a llamarlos de esa manera, los 200- que saben distinguir a Carmen Lyra de Carmen Naranjo o a Joaquín Gutiérrez de Joaquín García Monge, estaba en la sala y por tanto gozaba de una libertad irrestricta o casi para imaginar lo que se me viniera en gana sin que nadie se atreviera a contradecirme con algún grado de autoridad.
Pero para ser refutado o, por el contrario, ser aplaudido y que mis palabras se convirtieran en la verdad momentánea, para un grupo de incautos, tenía que proferir al menos una afirmación, una frase, una descripción, una imagen, cualquier cosa, y yo no tenía ni la más puta idea, lo que se dice nada, de cómo comenzar.
La gente quiere que te desnudés en público, un pudoroso strip-tease llamado testimonio, y no un discurso abstracto, como el que tengo preparado, Diez tesis sobre el futuro de la novela costarricense, sobre una literatura que no existe: una abstracción sobre otra abstracción.
¿Cómo hacerla entendible para un público que no sabe nada de ella? ¿Por medio de unas cuantas anécdotas que la banalicen aún más de lo que es? En el siglo XXI todos somos parte de un grupo de Alcohólicos Anónimos: nos levantamos delante de los demás con vergüenza, pura actuación, y damos testimonio; contamos nuestra vida en televisión y nos abrimos las venas, pero no podemos explicar una sola idea abstracta que no tenga algún asidero en la realidad tangible y material.
La gente no quiere ideas, quiere carne, como en La pasión de Cristo –que debería llamarse La última imagen de Cristo-. Después, ¿qué seguirá? ¿El informe de la autopsia? Cristo en televisión de alta definición. Sangre, sudor y lágrimas y no concepto, razón y verdad.
Me acordé entonces que, aunque parezca surrealismo puro, la literatura costarricense es la única en Centroamérica y tal vez de Latinoamérica, quizá incluso de Iberoamérica, tal vez del mundo, que tiene dos aspirantes al premio Nobel.
Por supuesto que si me dejo caer con eso esta noche en Madrid me toman por demente, aunque nadie se habría atrevido a refutarme por la sencilla razón de que ninguno de los asistentes sabe quiénes son los dos candidatos ni los ha leído ni los leerá jamás. Y es que aparte de los 200 –los sigo llamando así, los 200-, para un lector español confundir a José León Sánchez –uno de nuestros candidatos- con Jorge Luis Borges es perfectamente factible.
A mí mismo me ocurrió. Hace un año me presentaron a una canadiense y la chica se pasó un buen rato paladeando mi nombre y repitiéndolo con acentos estrafalarios hasta que soltó lo que tenía rumiando en la boca: yo a vos te leí, me dijo en tono confirmativo. Repitió mi apellido. Sí, sí, ratifiqué. ¿Y vos tenés cuentos publicados, no es cierto?, continuó. Sí, claro, le contesté ufano, mientras se me iluminaba el rostro con una sonrisa. Claro que te he leído, por supuesto, insistió con satisfacción. ¿No es tuyo ese cuento en que un tipo se queda atrapado durante horas en una autopista, de regreso a París, y el atasco se vuelve parte de la vida cotidiana? Es un cuento genial, añadió con el gesto de quien hace un descubrimiento portentoso y llega el momento de revelarlo al mundo.
Lo conozco, le dije escurriéndome debajo del asiento, pero ese escritor es Cortázar y no Méndez Lihn, que soy yo. Pude haber añadido que en las librerías en ocasiones nos colocan uno junto al otro, pero era un dato obvio y omitible y lo omití. Tampoco le dije que Cortázar se había referido a mí indirectamente cuando en “Apocalipsis en Solentiname” dijo que “los ticos son siempre así, más bien calladitos pero llenos de sorpresas…” ¿En quién estaría pensando? Hasta el día de hoy no lo he logrado averiguar, aunque acto seguido, en el mismo relato, menciona a dos escritores costarrisibles, Carmen Naranjo y Samuel Rovinski, y a un nicaragüense, Sergio Ramírez.
San José, 1962.
Es periodista, escritor y ensayista. Ha publicado ocho libros de poesía en Costa Rica, Guatemala, México y España y en el 2004 recibió el Premio Mesoamericano “Luis Cardoza y Aragón” por Autorretratos y cruci/ficciones (CONACULTA, México, 2006).
En 1999 publicó en México su novela Cruz de olvido, que obtuvo el premio nacional de novela en Costa Rica y se reeditó en España en el 2008. Es autor de las novelas Tanda de cuatro con Laura (2002), del ensayo-ficción La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible (2007) y del libro de cuentos La última aventura de Batman (2010), premio nacional de cuento.
En el 2010 fue incluido por la editorial francesa Gallimard en la antología de cuentos Les bonnes nouvelles de l’Amérique Latine.