«Nadie lo debe saber»

1 agosto, 2010

De uno de los capítulos que forman la novela inédita La belleza de la traición (escrita entre 2008 y 2009), se desprende el cuento inédito titulado «Nadie lo debe saber», que el escritor y periodista peruano Carlos Meneses (1930), comparte con Carátula.

La novela está formada por una sucesión de capítulos dominados por la frustración; de ahí que el cuento se mire en el mismo espejo. «La historia la protagoniza una pareja que se muestra muy compenetrada y evidentemente a varios pasos del comportamiento común. Como es casi habitual en estos casos, las oposiciones y las envidias son abundantes”, comparte el también autor de la novela Edén Moderno (Premio Ciudad de Valencia, 2003), quien agrega que “Nadie lo debe saber” será parte de una futura colección de relatos.


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Me decían, ten cuidado, esa no es de confiar. Ella estudiaba Sociología, yo Literatura. La veía todos los días. Empecé a saludarla, luego conversamos. El pretexto fue un libro, Pigmaleón de Bernard Shaw. Los hombres quieren rehacernos, reformarnos, hacernos a su gusto, adaptarnos a sus conveniencias. Trataba de hacerle comprender que el autor había tenido una visión diferente a la suya. Ella, la protagonista, supera todos los cálculos de quien la instruye y educa, porque gracias a ese despertar cultural tardío emerge toda una rica personalidad que estaba oculta. No conseguía convencerla.

Hubo invitaciones por mi parte que Emma fue aceptando. Al cine primero, que significaba conversar largamente sobre lo que habíamos visto. A comer en algún restaurante tranquilo, que nos permitiera sostener una conversa distendida durante la cual deslizarle algunas frases picantes. Hasta que llegó el primer abrazo, el primer beso, el conocimiento de parte de su cuerpo a través de mi tacto. Esos preámbulos no duraron más de una semana, luego le llegaría el turno a la primera habitación de hotel cuya elección corrió a su cargo.

¿No decías que nunca te enamorabas? Destacaba el acento burlón con que Lucho hizo la pregunta. Y mi amiga de esos tiempos, Violeta, abría enorme boca para lanzar exclamaciones. ¡Horror, qué mujer!, cuentan cosas terribles de ella. Yo sólo me sonreía, no estaba enamorado. No les podía decir a todos, no la quiero, lo que me gusta de ella es su conversación. Sería injusto concentrarlo todo y únicamente en sus amplios conocimientos, en su buena dicción, en su amenidad para enfocar las cosas, porque por aquellos tiempos y a pesar de sus sólo veinticinco años ya había emergido la mujer segura; en cambio la de la palabra dictatorial todavía estaba en gestación. Tuve la sensación de que esa característica que se convirtió en lo fundamental de su personalidad fue creciendo a medida que aumentaban nuestras citas hoteleras.

Algunos estudiantes parecían envidiarme, se les notaba en la mirada, en el tono de voz, en los gestos, eso sí, jamás me decían fue la amante del catedrático tal, estuvo a punto de casarse con el industrial cuál. Violeta que todo lo sabía, que chismeaba por toda la universidad, me dijo un día, hablaba casi a gritos pero tenía la habilidad de hacerlo en los rincones más discretos del patio. ¿Sabes que tu amiguita estuvo un año en Montevideo con un fulano medio mafioso? Le dije a Lucho la verdad en esos momentos. Mi relación con ella es de entretenimiento, sabe contar las cosas, comenta bien una película o una lectura, no todas las chicas tienen ese nivel. Se sonreía, bueno, bueno, pero prohibido enamorarse, me aleccionaba.

Me dijo una tarde Emma que me iba a presentar a su mejor amiga, una muchacha argentina que trabajaba de locutora en una radio limeña. Es muy bonita, me advirtió, a lo mejor hasta te enamoras de ella. Se reía. Me encantaba que no hubiera celos y todavía más que no hubiera ni atisbos de opresión. Se mantenían unas fronteras, se evitaba dominios de uno u otro lado. Ese comportamiento de gran independencia en nuestra relación me resultaba fascinante. Lejos de impulsarnos a vivir de espaldas el uno del otro creo que nos unía más.

Se lo comenté a Alfredo pero distorsionando algunos aspectos, como para que le pareciera que era un ensayo de lo que podía ser una pareja y no una relación rutinaria. La convivencia lo arruina todo, me respondió con tono amargo. No pienso vivir con ella, eso y casarse es lo mismo, le comuniqué a Lucho. ¿Pero no era algo pasajero? ¿Sólo para hablar de literatura y cine? Me hizo reflexionar, más o menos eso era lo que le había dejado entender al principio, pero con el correr de las semanas y después de los meses mi relación con Emma empezaba a tomar otras tonalidades.

No sé si era una forma de conseguir que mi emoción se elevase al infinito, de quebrar cualquier deseo por mantener la serenidad, o simplemente una costumbre al margen de la sensualidad, aunque ella no solía actuar sin reflexión previa. Se paseaba por la habitación del hotel completamente desnuda y fumando un cigarrillo, a la vez que hacía algún comentario difuso y discontinuo. La primera vez lo interpreté como si tratara de vencer una extraña timidez. Después pensé que no era nada más que una costumbre, aunque la idea de que un temor algo diluido la retenía unos instantes antes de decidirse a acercárseme siempre me revoloteaba por el pensamiento. Sus paseos previos y su absoluta y cautivante desnudez empezaron a duplicarse y hasta triplicarse en cada cita. ¿Es tu forma de pedirme el bis?, le pregunté intrigado por sus paseos nudistas. Sobre sexo no se hacen preguntas, se actúa, nomás, respondió con contundencia.

Fue ella la que me enseñó como una maestra a jugar con nuestros cuerpos, o más bien sólo con el suyo. Me contó una historia que nunca supe si era producto de inspiración particular o pertenecía a alguna de sus muchas lecturas. También podría haber sido la comunicación con algún escritor, de los varios que ella frecuentaba y había frecuentado. O las cuitas de un pintor de desnudos femeninos. Con un agradable desparpajo relataba cada una de las páginas de su álbum de recuerdos sentimentales o exclusivamente sexuales. Ponía encanto en cada aventura que contaba y me hacía ver que el pasado no servía para perjudicar al presente sino para ayudarlo a ser mejor. La historia nos lo enseña, decía, lo que pasa es que el ser humano la lee, la memoriza pero no siempre la sabe interpretar o muchas veces no le conviene aceptarla. Y guiñaba un ojo.

Me di cuenta muy pronto que a Emma los estudios no le interesaban mucho. Que era una voraz lectora de novelas y poesía, pero que casi no asistía a las clases de la Facultad. Aunque iba todos los días, distribuía su tiempo entre la biblioteca y la cafetería. Sólo quiere enriquecer sus conocimientos, cada vez más, es ambiciosa culturalmente, le dije a Lucho. ¿Y esa de qué vive?, me preguntó inmediatamente. Me dejó mudo por un momento. Descubrí que a pesar de frecuentarla casi medio año no estaba muy seguro de cuál era su medio de vida. ¿Traducciones, clases de francés, venta de libros? Pero ¿en qué tiempo? Lo más apropiado era preguntárselo directamente a ella, aunque Violeta sabelotodo, aportó su colaboración. Parece que tiene un departamento que alquila y ella creo que vive en otro con una amiga. Estaba casi en la realidad pero había que matizar bastante más sobre esos departamentos.

La historia me la contó por capítulos, uno en cada cita hotelera. Aunque se trataba de una historia archiconocida a través de la literatura. La eterna pareja del viejo y la niña quinceañera podía estarse repitiendo con un nuevo Otelo, pero sin muertes ni presencia de Yagos peruanos. Ella ha contado ese cuento a más de uno. Que la sedujo sólo con mirarla, ¡quién le va a creer!, me chismeó mordaz Violeta. Para Malena, la amiga argentina, ese seductor era un fotógrafo maravilloso. La fotografiaba todos los días sin fallar uno sólo; ella estaba como embrujada, entró en la casa de ese mago de la instantánea siendo una colegiala y no salió de ese lugar hasta cinco años después. Lo decía verdaderamente impresionada.

Lucho también había averiguado algo. En el tiempo que vivieron juntos él le hizo, dicen, unas diez mil fotos, de esas por lo menos nueve mil totalmente desnuda. La consideraba la modelo perfecta, sin embargo, su amor hacia la chica no estaba impulsado por el aspecto profesional. Lo último me parecía que era exclusivamente una opinión particular. Le aseguré que le pediría a ella que me contase esa curiosa aventura del fotógrafo.

Mientras le iba contando los lunares de su cuerpo de nieve y bautizando cada uno con nombre sonoro, ella narraba una escena o hacía conjeturas sobre lo vivido junto al fotógrafo. Yo no desatendía nada de cuanto rememoraba de esa etapa de su vida y sin embargo eso no era óbice para abandonar mi tarea de geógrafo de ese hermoso continente. A éste, negro y grande como un grano de pimienta, le podemos llamar Isla Negra, como la casa sobre el mar de Pablo Neruda. Aceptaba feliz mi elección, hacía un paréntesis a su historia, y recitaba algunos versos de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, con fruición encantadora manteniéndose boca abajo sobre la mullida cama, terminado el recital seguía con su relato fotográfico y yo continuaba mi viaje por los archipiélagos de lunares de su espalda, su cintura, y alguno que parecía haberse escapado del grupo y anclado en una nalga.

Entre sonrisas continuaba la ceremonia bautismal de diminutas cicatrices, desvanecidos costurones de vacunas de la infancia, lunares, protuberancias o mínimas hendiduras, así como emocionados reconocimientos de recónditos rincones de su deliciosa humanidad. En esas circunstancias no desentonaban los cuentos eróticos de Boccaccio acompañados de un recital de poemas de Ronsard. Yo me las ingeniaba para solicitar un ejercicio de memoria que permitiera alejarnos de su Man Ray limeño y echar una mirada hacia su acervo sexo sentimental, y ella no eludía la demanda.

Nos quedamos quietos en la cama del hotel, mirándonos como dos espejos enfrentados. Quería casarse conmigo pero yo huyo del matrimonio como del diablo, me confesaba. Luego, como si descubriera que no había sido lo suficientemente explícita añadía que el mencionado pretendiente, aunque un par de décadas mayor que ella, no era un anciano y sobre todo no era enclenque ni canijo. Un tipo bien puesto, un profesor sumamente respetado y, aunque parezca increíble, dueño de gran prestigio y exquisita educación. Le dije a Lucho que a pesar de todas esas bondades físicas, intelectuales y económicas, ella prefirió la libertad.

Alfredo tenía la carrera de abogado. Le encantaba la historia pero su verdadera y gran vocación era la de lector de poesía. La había escuchado recitar a algunos poetas ingleses en su propia lengua y me aseguraba que un viejo notario, ya jubilado y también amante de la poesía como él, le había contado que Emma le recitaba en la soledad de su despacho poemas de César Vallejo, Rafael Alberti y Rubén Darío. Sí, claro que sí, es cierto, pero no lo hacía por amor al arte ni al individuo, siempre me ha fallado el monedero, y en esos tiempos estaba pelada como una gallina desplumada y lo poco que me daba el notario ese por cada recital me venía de perlas, explicó con gran naturalidad.

Para Violeta la vida de Emma era extremadamente licenciosa, pero lo decía llevándose la mano a la boca y ahuecando la voz. ¿Qué hacía una mujer, digamos que más o menos atractiva como ella, en la oficina de un notario, de noche y cuando todo el personal de la notaría ya se ha ido? O sea que le recitaba versitos a un viejo libidinoso, se reía Lucho. Un trabajo no es más que eso, un trabajo, me resumió ella, me miraba como diciéndome, ¿dónde está lo raro, dónde está lo malo?, mis veinticuatro años no encontraban en ese momento lo repudiable, pero tampoco lo ponderable. Y ella solía en esos trances interrogarme, y tú, ¿no tienes en tu haber un montón de enamoradas y amantes? Yo prefería callar ante ese cuestionamiento.

Me di cuenta pronto que le empezaban a molestar mis preocupaciones por sus amigos íntimos anteriores a mí, pero que aún así me relataba esas historias con gran naturalidad. No sólo es bonita, le dije a Pedro, el amigo con el que hice un viaje más que largo lleno de circunstancias interesantes, tiene el atractivo de una conversación muy fluida, llena de encanto y de su tendencia a no callar nada, aunque vaya contra ella misma. Mi amigo arrugó su larga nariz, y tras una pausa me respondió con una pregunta: ¿tu nueva novia es un ser humano? Nos reímos un buen rato.

La amiga argentina de Emma con la que compartía departamento era una buena caja de resonancia de las virtudes de mi novia, como ya la llamaban muchos, sobre todo en la Universidad. Baila divinamente, y que exquisita es para vestirse, me decía casi como transportada. ¡Qué fervor el de esa amiga!, exclamó Lucho cuando se lo conté. Como el fervor de Borges por Buenos Aires. Le celebré el acierto. Cualquiera que la oyera hablar de esa forma tan exagerada pensaría que está enamorada de Emma. Esta vez no me reí. Violeta me había insinuado algo similar, pero no le hice caso, pasé por alto sus palabras.

Pedro era muy juicioso, razonaba todo minuciosamente. Hasta cuando tenía que tirar un papel a la basura hacía una reflexión en voz alta. O sea que la incasable Emma te ha insinuado matrimoniarse contigo, eso me huele mal, y arrugaba su larga nariz estilo Clifton Webb, misma que daba pie para que los íntimos lo llamaran Pedrocho. Con hacerse el sordo se sale ileso de la situación, le contestaba a su simpática impertinencia. Para Malena, Emma era un verdadero modelo de mujer. Sé que hay boludas que hablan mal de ella, envidia, ché, ¿qué acapara todas las miradas masculinas, todas las atenciones de los más pintones?, eso les pasa a las bonitas con buen cráneo. Ponía calidez en sus afirmaciones.

Fue sólo una mención pasajera sobre cómo evitar tener enemigos. ¿Quién no tiene enemigos?, me respondió Emma mientras bebíamos un trago en la cafetería de la Facultad. Desconfía de los que dicen ser amados por todos, ¡qué aburrido que todos te den besitos y nadie te ponga mala cara! Insistí, di nombres. Adelanté que no les creía a quienes me habían dado esos informes. ¿Quién te lo ha dicho, la monja de la Pastrana?, tendría que encerrarse en un convento y dejarse de estar aireando la vida de los demás por calles y plazas, esa es una enemiga de papel. La Pastrana dedicaba sus días al trabajo de relaciones públicas de una cadena hotelera, y aseguraba que tenía escritos varios libros de poemas que no tardarían en publicarse y que causarían sensación.

Ya no había freno para mi casi morboso interrogatorio durante nuestros encuentros hoteleros. Entre beso y beso depositado en sus cautivantes pies, punto de partida para iniciar periplo hacia el norte, dejé caer mis dudas acerca de su compañera argentina. Pensé en una patada en la boca que aunque dada con las bellas extremidades me iba a doler, pero no fue así. No me extrañan esas conjeturas, pobre Malena, siempre pasa lo mismo con los que vienen del extranjero a trabajar, si fuera millonaria y tuviera una empresa o grandes rentas sería no una diosa pero sí una gran dama. Le hice notar que yo no participaba de esas dudas sobre ella y su amiga argentina, pero que eso era lo que circulaba por algunos sectores de la Facultad. Preferí no mencionar el nombre de Violeta.

Recogió una pierna en un movimiento de clara lubricidad, apoyó la cabeza contra el respaldo de la cama, ¿te parece que una mujer como yo puede tener esas inclinaciones, esos apetitos que yo no veo mal pero que no son para mí? Lo que digan los demás no me importa, me importa lo que tú pienses. ¿Y tú qué crees? Me interrogó Pedro. Calumnias, fue todo lo que respondí. ¿Te parece que puede haber algo de eso?, me interrogó serio, Lucho. No me atreví a darle una respuesta clara.

Hasta ese momento nunca la había visto titubear para contestar a mis cuestionamientos. Planteé el asunto como algo que había llegado sin saber cómo a mis oídos. Al principio pareció no captar la intención de mi pregunta, luego tuvo un breve sofoco que supo alejar a tiempo. ¿Pero quién te informa? ¿Por qué siempre tan negativamente? Diré mejor tan negativamente a mí. Primero había sido Violeta, aunque de forma dispersa y difusa, como casi siempre; luego la señora Pastrana a la que apodaban la monja, que fue quien lo hizo con mayor concreción. No la creas tan recta, tan veraz, me indicó la chismosa Violeta. Aunque puede parecer una indiscreción por mi parte, creo que es un deber de amiga decírtelo, recitó con aire contrito la monja hotelera publics relations.

No le mencioné a Emma ninguno de los dos nombres. Tampoco fue una pregunta de tipo fiero interrogatorio al espía capturado, hasta podría decirse que no fue pregunta sino consulta o simple conversación con referencias a su pasado. Cuando lo conocí, me respondió deshaciendo el abrazo con que ceñía su cuerpo desnudo, sólo vi al hombre hermoso como aún es, yo no sabía antecedentes, nunca escarbo en el pasado de nadie, tampoco creí que el asunto se iba a prolongar unos meses, pensé en algo pasajero, sin importancia, que no dejaría huella. Alfredo conocía al sujeto y me lo describió en breves y firmes pinceladas. Vestido a la última moda, aparentemente muy dadivoso, invitaciones a beber y comer a los amigos, educación encantadora que dicen conservó aun ante la policía. Casi como si protestara aclaró, enamorada, lo que se dice enamorada de él no estuve, me gustaba eso era todo, ¿qué, te parece un delito? Me miró con firmeza, ya se había recuperado del titubeo inicial.

Me costaba trabajo en las circunstancias en las que nos encontrábamos decirle que se trataba de un timador, de un desalmado, tal vez los calificativos iban a salir con sabor a celos, por eso me abstuve de pronunciarlos. Sólo le comenté: deberías tener más cuidado con la elección de tus amistades. Noté que mi reconvención no la conseguía digerir. Mira, si tu hubieras conocido a Juanacho no pensarías lo que piensas ahora de él. Para Alfredo, que no era ni amigo ni siquiera lo que se llama un conocido, ese tal Juanacho tenía el aspecto de un galán de cine, pero una mirada que obligaba a situarlo en la región más sospechosa. Es el sinvergüenza simpático a primera vista, el ladrón de guante blanco. Lucho no lo conocía ni sabía nada de su enredo con la justicia pero algo había averiguado en los muchos círculos que frecuentaba. Lo metieron en chirona pero salió pronto, ni medio año, nadie sabe cómo le llegó el perdón si había cometido estafas millonarias. Hizo un gesto como de impotencia ante algo superior.

Actué con cautela, tampoco se trataba de fulminarla por algo que le concernía muy tangencialmente. Se lo dije a Pedro, es como si entras a una oficina y encuentras un hombre muerto, tú no lo has matado pero te ves envuelto en serios problemas. La Pastrana me había contado el caso con toda mala intención. Bueno, tú en ese tiempo no la conocías, eras ajeno a todo eso, pero el delincuente ese cometía cada timo que daba miedo, ella lo acompañaba en todo momento y se aseguraba que el estafador tenía cómplices. Yo deducía que con eso quería implicar a Emma a quien, evidentemente, detestaba. Ignoraba los motivos que habían producido en la monja un odio que se podía palpar.

A veces Emma se desnudaba con gran lentitud, como si el tiempo fuera un manso cordero para ella. Yo solía descalzarla y dejaba todo lo demás en sus manos porque me fascinaba verla cómo se iba quitando ropa pieza a pieza de pie, a medio metro de la cama donde yo la esperaba ansioso. ¿Disminuye tu interés por mí al saber que en mi vida hubo un estafador?, me preguntó sin ápice de cinismo. Lo que pasa, me decía Pedro, es que tu amiguita no es una ingenua sino todo lo contrario, siempre está de vuelta por eso no se comprende cómo no tarifó al galán inmediatamente. No quería ahondar en el asunto pero los demás lo hacían por mí.

Durante la excursión que hicimos fuera de la ciudad y que duró un fin de semana me confesó que no era muy adicta a los viajes, pero que si había realizado algunos y se refirió al de Montevideo. La ciudad me pareció muy agradable hasta con encanto, los montevideanos la llaman la Capital del Plata. Tardó en mencionar al acompañante. Pero siempre parecía dispuesta a hacerme el depositario de su vida íntima. Era un líder político en decadencia, ese sí que nunca me propuso matrimonio porque estaba casado, pero gozaba de bastante libertad, aunque conmigo la esposa se soliviantó y bastante. En algunos momentos describía calles de esa ciudad, opinaba sobre los montevideanos como si fuera Mario Benedetti, pero volvía al aspecto central de la conversación.

Me sentía molesto conmigo mismo por ser receptor de tanta murmuración, por permitir que entre Violeta y la Pastrana me llenaran las orejas de informaciones que buscaban desprestigiarla ante mis ojos. Sin embargo, no sabía casi nada del viaje a Montevideo. Y yo no había inquirido sobre ese raid, fue ella la que me lo había contado espontáneamente como me contó otros episodios de su vida. Me preguntaba sólo para mí: ¿esta mujer carece de secretos? ¿No guardará algo de eso que no se puede confiar ni a uno mismo? Todos tenemos algo que queda atrapado en el fondo de la conciencia, me decía Pedro. Y Alfredo también agregaba opinión parecida. No hay ser humano que lo cuente todo íntegramente, y si lo cuenta todo siempre utilizará maquillajes. Y volvía a sus lecturas de Omar Jayyam.

Le dije a Lucho que nada del pasado de Emma me parecía reprochable. ¿Quién no ha tenido una aventura sentimental con alguien de dudosa caradura? Claro que no, me respondió, pero sirven para emborronar la imagen de la persona, como si le hicieran una foto conversando con Tatán. Por lo general Emma no respondía directamente a lo consultado. Cuando renové mi interés por su viaje a Montevideo hizo un comentario en vez de una contestación rigurosa. Si dios existe hay que agradecerle el esmero que se dio en el tratamiento del placer sexual, sin él la vida sería un páramo. Pedro o Pedrocho, considerado un hombre bastante rijoso, arrecho calificaba Alfredo, llegaba a decir barbaridades a pesar de su evidente adicción al incomparable placer. El sexo nos animaliza. ¡Qué tontería! Se soliviantaba Emma, con sexo o sin él somos animales siempre, el sexo nos ennoblece, no nos disminuye. Su sensualidad quedó retratada en el leve movimiento de las caderas para cambiar de postura en la cama.

Me había dicho que después de Montevideo fue a Buenos Aires, pero ya sin la compañía del político venido a menos. Fue en Buenos Aires donde conocí a Malena, me dijo como algo menor dentro de un enorme equipaje importante. Deducciones de amigos: ella invita a Malena, la trae, le consigue trabajo. ¿En qué trabajaba esa muchacha en la Argentina? ¿Y el político naufrago con el que estuvo en el Uruguay? ¿Su mujer lo persiguió hasta Montevideo y espantó a la intrusa? Tuve una aventura con una mujer a la que sólo le interesaba el sexo, dijo Bartolomé, un editor sin ambiciones ni prestigio; mi amistad con él se debía a que había publicado una de mis novelas. Las nínfulas son peores que los adictos al alcohol o a la coca, me explicaba con aire escandalizado.

Nos enfrascamos en un cambio de opiniones sobre el sexo. Todo empezó con mi disparatada teoría de que el ser humano desaparecería de la Tierra tal como ocurrió con los dinosaurios. Para eso tendrán que pasar muchos siglos, opuso ella. Quedaron borrados del planeta porque eran corruptos. Se rió a carcajada limpia. Su rubio sexo subía y bajaba, yo veía los pétalos de rosa de sus pezones no sólo cambiar de posición también de color hasta llegaban a estar encarnados como si sangraran. Me acordaba de la insaciable amiga de Bartolomé, el editor. Cuando terminó de reír lanzó una pregunta contundente. ¿Eran corruptos porque estafaban a los demás animales o porque se tiraban a las hembras de los elefantes? No la dejé seguir, le tapé la boca con la mía.

Con Alfredo había tenido conversaciones similares, nada de que los eliminó un cataclismo, se autoeliminaron porque estaban hartos de ser tan grandes y tan pesados. No, hombre, me contestó, cayeron en desgracia por abusivos, por dictadores, y entre todos los demás animales decidieron devorarlos y acabar con su reinado, fue una revolución con todas las de la ley. Emma, salía del círculo humorístico y entraba de lleno en lo serio, mientras su pie jugaba suavemente con mi sexo. Tendríamos que imitarlos y decapitar a todos los dictadores y dictadorzuelos que hay en la tierra, mi bálano se erguía por esos toques cálidos que Emma daba con sus dedos.

Lejos de la mirada hosca y el tono agrio continuó la charla. Lo que tú quieres es que yo considere a los hombres que han pasado por mi vida como si se tratara de dinosaurios, ¿no es así?, y mejor si los borro de mi memoria para siempre. No le di la contra aunque tampoco le allané el camino a su opinión. El olvido es una defensa contra recuerdos incómodos, pero no borra nada, a lo sumo pone biombos a lo que no nos gusta. Me replicó inmediatamente. No serviría de nada para lo nuestro la eliminación de mi pasado, con decir esto no sucedió no se gana nada, con meter lo ingrato en el olvido como si se tratara de una maleta con mil llaves tampoco, la cicatriz no queda en la memoria sino en la conciencia. Me agradaba su razonamiento pero no compartía el término cicatriz. De acuerdo no hay cicatriz, llamémosle rastro pestilente, ¡ay, qué rebuscado lo que digo a veces! Me acariciaba con todo su cuerpo, la blanquísima planta de su pie, la delicia plateada de su rodilla, la suavidad de su hombro, el deportivo movimiento de su grupa, el momento dedicado a reflexiones había terminado.

Alfredo me aconsejaba que le descargase una ráfaga de preguntas sin darle respiro. Los novios, sus trabajos, sus viajes, los lugares en los que ha vivido, y sus estudios, ¿a qué va a la Universidad?, Lleva años matriculándose en diferentes Facultades y no avanza en ninguna. La que no cesaba de chismear era Violeta. No sé si tienes algo serio con ella, mira, ayer la vieron en el cine con uno que no es conocido en la Facultad de ella ni en la nuestra. Lo dejaba caer con mirada inocente, como un pajarito que se convierte en víbora por un instante y luego vuelve a ser ave canora. Ya no prestaba oídos a sus noticias o inventos sobre Emma, a veces callaba, a veces la defendía abiertamente. Déjalos que hablen, pedía Emma, con ese tono entre impositivo y desdeñoso que en las habitaciones que nos cobijaban parecía indicar que no se había ido allí a perder el tiempo.

Las sugerencias de Alfredo no dieron buen resultado la primera vez pero sí a la segunda. La noté como extenuada por el vivaz y persistente interrogatorio. Detesto la mentira, aborrezco a los hipócritas, hasta casi maldigo a los cobardes, conocí un cantante de tangos en Buenos Aires, no sólo cantaba bien, bailaba divinamente el tango, y tenía gancho el tipo. No sabía a qué venía ese cuento pero Emma aclaró pronto el motivo. Cometí una traición involuntaria, yo no sabía que era el novio de la chica que había conocido pocos días antes. No había pesadumbre en su voz, era una confesión sin sufrimiento. Esas cosas pasan, la consolé. Después traté de recompensarla con mi afecto, qué otra cosa puede ofrecer una pobretona como yo. Lucho había averiguado algo y me lo dijo. Esa amiguita de tu Emma no era locutora en su tierra, se forjó como pudo aquí. Yo ya lo había supuesto.

Desde el día que la conocí no la había visto tan enfadada. ¡Por qué insistes! ¿Por qué quieres saberlo todo? Yo te he abierto mi vida como si se tratara de un libro, tú puedes leer lo que quieras, subrayar, hacer consultas, pero no te excedas, no trates de arrancar páginas, de tachar frases, te juro que no te oculto nada. No sé por qué en ese momento tuve la sensación de que sí guardaba secretos, no sólo para mí, para todos. Tal vez no para Malena. Cuando lo supe casi me desmayo, me confesó algo acuitada.

Hay muchas así, recalcaba Bartolomé, mira la que yo conocí que se llamaba Greta, por llegar a un hombre que le gustaba era capaz de cualquier vileza, lo contaba sin énfasis como algo que acabara de leer en un diario y le pareciera digno de ser comunicado. Se me hacía imposible creer que un flaco como él con aspecto de desnutrido y siempre muy malatraza, con la camisa sin planchar, los pantalones sin raya, el pelo revuelto, hubiese tenido una aventura con una mujer de ese calibre y que la aventura le durase algo más de un año.

Hizo la afirmación sin titubeos. Claro, Malena lo sabía, si ella había sufrido esas vejaciones, a ella también la trajo del norte, un pueblo tucumano que no recuerdo el nombre. No sé cómo me escapé yo de sus garras. Esa vez como corolario me confió que tenía una foto de Oscar, el individuo en cuestión. Tiempo después conocí su álbum fotográfico en el que estaban todos sus galanes. ¿Quieres que tire la foto del cantante de tangos?, me preguntó a la vez que me la alargaba como diciendo que yo hiciera lo que quisiera con el retrato. Lo rechacé. Es tuyo, consérvalo. Dijo que lo quemaría pero creo que nunca llegó a incinerarlo. Me pareció una canallada, se lo dije a Malena, hay que denunciarlo, mi pobre amiga tiritaba de miedo. Yo tomé la iniciativa, se descubrió que era el capo de una banda. ¿Pero siempre se conseguía gente de esa calaña?, Lucho no lo podía entender.

Comprobé que no todos eran como cortados por la misma tijera. Por supuesto que había gente normal y hasta interesante en su álbum de enamorados. No se trata solamente de que te quieran si no de cómo te quieren, me dijo con gran seguridad. Ismael, un traductor de cuatro idiomas, unos pocos años mayor que yo, perdió el juicio por mí, se quería casar conmigo, me prometía viajes, aseguraba que su profesión le abriría puertas y sobre todo que ganaría mucho dinero si nos fuéramos a vivir a otro país. Yo no he nacido para la convivencia. Tal vez eso me salvó de las perversiones de Oscar, las seducía, las traía a la capital, las alquilaba a sus clientes sádicos. Tiró con rabia el cigarrillo al suelo, no lo pisó porque estaba descalza.

Después de la denuncia o la traición al tal Oscar debió salir volando de la Argentina, pensé. ¿Duró mucho tiempo tu relación con él? Hizo un gesto como si ya estuviera harta de contestar mis preguntas. Tres meses, tal vez cuatro. ¿Y Malena fue incapaz de denunciarlo, aguantaba todo? Miedo, era la preferida, la novia, pero vivía muerta de miedo. No sólo había en el prontuario de Oscar esa especial trata de blancas. Calló como reparando en que ya me había contado demasiado.

Lucho me hacía sugerencias sin ánimo de convencerme. Ya llevas como un año con ella, ¿va a durar más tu noviazgo, va a pasar a mayores? No le dije que tenía la sensación de que entrábamos en la recta final, en realidad el comienzo del final ocurrió aquella noche que ella me preguntó con tono de burla ¿nos damos unas vacaciones? Tenía un desagradable aire de perdonavidas.

Nunca conseguí saber qué pasó después de la denuncia. Supuse que Oscar no ejerció su denigrante actividad por largo tiempo. Le confesé al rijoso Pedro que me hubiera gustado saber cómo se desarrolló el juicio contra ese tunante y si citaron a su tenebrosa clientela a declarar. Seguro que eran ricachones o políticos y banqueros con muchas influencias y no les pasó nada, opinó Lucho. Ellos no eran los culpables, si sufrían de esa desviación sexual no tenían que ser requeridos por la policía sino por los psiquiatras, respondió muy orondo Alfredo. ¿Tu Emma vivió una temporada con él y no tuvo la misma suerte que las demás?, inquirió Lucho con curiosidad morbosa.

Los amigos me interrogaban. ¿Sigues viendo a Emma?, preguntaba Alfredo. No le contestaba nada. ¿Terminaste con ella?, demandaba Pedro. Lucho si lo supo muy pronto. Violeta se encargó de distribuir la noticia por todas partes. La monja Pastrana, de la que Emma decía que a lo mejor era hasta virgen, qué vergüenza, me encontró en plena calle y me felicitó. Sé que ya dejaste a Emma, ¿qué alivio, verdad? La dejé fría, si vieras cuánto desearía que esa relación continuara eternamente. Debí haber utilizado tono rabioso y puesto cara de endemoniado porque la mujer quedó pasmada.

Veía a Emma de vez en cuando, era como una adicción mal curada.

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Lima, 1930. Escritor y periodista peruano.

Ha vivido en Buenos Aires, Santiago de Chile, Barcelona, Madrid, París, Aix-en-Provence, Berlín y Palma de Mallorca; en Europa desde 1961, en Mallorca desde 1963.

Ha publicado veintiocho títulos, entre los que destacan las novelas La muchacha del bello tigre (Gijón, 1983), Bobby estuvo aquí (México, 1989; Lima, 2006), El amor según Toribia Ilusión (Barcelona, 1993), Huachos rojos (Lima, 1996 y 2005), A quién le importa el prójimo (México, 2000), Edén Moderno (Premio Ciudad de Valencia, 2003) y El héroe de Berlín (Lima, 2006); su libro de cuentos Seis y seis (México, 1980), y los ensayos Borges en Mallorca (Alicante, 1996), El primer Borges (Madrid, 2001), Tránsito de Oquendo de Amat (Las Palmas de Gran Canarias, 1972), Miguel Ángel Asturias, poeta (Gijón, 1975) y Rubén Darío en Mallorca (Palma de Mallorca, 1993).

Ha merecido el Premio Nacional de Teatro del Perú por La noticia (1958), el Premio Inca de Periodismo (Lima, 1959), el Ínsula de Poesía (Palma de Mallorca), el Periodismo Literario (Cádiz, l987), el Premio de Novela Ciudad de Valencia (2002) y el Ciudad de Peñíscola de Cuentos (2006).