Nuevo libro de cuentos: Mañana nunca lo hablamos

1 junio, 2011

«Sin proponérmelo, casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos -a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles- que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta. Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción, recuperar destellos de un paraíso perdido.» Esto cree Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), uno de los narradores de mayor valía en la Guatemala contemporánea, sobre su más reciente libro de relatos, Mañana nunca lo hablamos, del que compartimos el cuento homónimo.


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Cuando salimos, al final de la tarde, la tanqueta militar seguía estacionada enfrente del colegio. El autobús maniobró a través del portón principal mucho más despacio que de costumbre, como con cautela, como para que todos los alumnos pudiéramos observar bien aquella vieja tanqueta: imponente y fastuosa entre el caos de militares, periodistas, policías, paramédicos, bomberos, tantos familiares. Me giré hacia atrás y noté que cada uno de los trece autobuses amarillos del colegio tenía colgada, en su parte frontal, una bandera de la Cruz Roja. De pronto nuestro autobús se detuvo, se quedó quieto unos minutos, medio temblando entre el bullicio de los vehículos y la gente. Dentro nadie hablaba. Nadie se atrevía a moverse. Yo tardé en descubrir, en la luz mate de la tarde, a las dos patrullas de policía ubicándose delante y detrás de nosotros, como escolta.

–Fue allá, ve, arriba –me susurró Oscar y, mientras el autobús avanzaba despacio atrás de la patrulla, volví la mirada hacia arriba, hacia donde él me estaba señalando: lejos, del lado opuesto del barranco de la colonia Vista Hermosa, humeaban negro los escombros de una casa.

Los primeros disparos habían sonado a las diez de la mañana. Yo no los oí. Pero supe, por la gravedad en los rostros de mis compañeros, en el rostro de Oscar, que algo importante había ocurrido. Casi de inmediato oímos otra ráfaga, y luego otra más aguda, como respondiéndole a la anterior. Era un jueves. Era el verano del 81. Eran días de disparos. Pero aquellos disparos habían sonado demasiado cerca, allí nomás. Nuestra profesora, Miss Jenkins, una norteamericana gordita y simpática, sonrió grande y nos puso a cantar canciones en inglés. Todos juntos cantamos varias canciones en inglés, mientras Miss Jenkins llevaba el ritmo con aplausos, mientras seguían sonando las ametralladoras, y los escopetazos, y los balazos esporádicos, y de pronto, tras segundos de silencio, un inmenso estallido que sacudió todo el colegio y nos dejó quietos y mudos del miedo. Miss Jenkins ya no sonreía tan grande. Salió del aula, al pasillo exterior, donde se congregaron los profesores y directores del colegio y decidieron llevarnos a todos al gimnasio.

–Mirá ésas –me musitó Oscar en el autobús, viendo las largas ametralladoras calibre cincuenta, montadas sobre dos jeeps militares y aún apuntando directo hacia los escombros de la casa.

No era un gimnasio, realmente, sino un enorme hangar o cobertizo de láminas y duela de madera que también hacía de cancha de basquetbol. Y allí, con el constante eco de disparos y bombas y sirenas siempre en el fondo, con el murmullo de helicópteros volando encima, los más de mil alumnos del colegio pasamos el día entero: aislados durante casi siete horas, recluidos de aquel combate que parecía no terminar nunca justo enfrente del colegio. Algunos alumnos, acaso los mayores, pasaron el día con rostros afligidos, o sollozando, o hasta rezando en pequeños grupos, sentados en círculos sobre la duela de madera y agarrados de las manos. Mis primas ya adolescentes me buscaban a cada rato, interrumpían mis juegos, me abrazaban y besaban, me decían que no me preocupara, que todo iba a estar bien. Y yo me zafaba de ellas lo más rápido posible, alcanzaba de nuevo a mis amigos y seguía jugando. Pero por supuesto que todo iba a estar bien. Todo siempre estaba bien. ¿Qué podría estar mal?

–Y mirá –me susurró Oscar, su frente apoyada contra la ventanilla del autobús que avanzaba muy lento, su índice señalando un bulto sucio, rodeado de gente, entre los matorrales y el fango de la ladera del barranco–. Una muerta.

***

Mi mamá lloró durante toda la cena. No decía nada. Mi papá tampoco decía mucho. Hubo más llamadas telefónicas que de costumbre, y Pía o Márgara salían rápido de la cocina y contestaban y les decían a todos que estábamos cenando, que por favor llamaran luego. Mi hermanita no había querido comer y sólo se quedó tumbada en la silla, sujetando fuerte su frazada de lana amarillenta y chupándose el pulgar. De vez en cuando mi hermano le ofrecía a mi mamá otro kleenex, y ella lloraba un poquito más. Yo estaba hambriento y me comí cuatro tortillas con queso derretido, frijoles negros y trozos de aguacate.

Más tarde, ya en nuestro cuarto mi hermano y yo, recién bañados y poniéndonos pijamas preparándonos para dormir, de pronto llegó mi papá. Se sentó en la cama de mi hermano, y guardó silencio. Mi mamá también llegó unos segundos después y permaneció de pie en el umbral, recostada contra el marco de la puerta, sus brazos cruzados como si tuviera mucho frío.

–¿Se lavaron los dientes, niños?

Antes de poder mentir a mi papá que sí, que ya, que por supuesto, él empezó a decirnos cosas raras. Mi hermano había caminado hacia la puerta y abrazaba la pierna de mi mamá. Yo estaba sentado en el borde de mi cama, medio desnudo, con el pantalón del pijama aún en las manos, y escuchaba a mi papá hablar. Su tono era diferente. Quizás más nervioso o más acelerado. Habló en desorden y en balbuceos del combate de esa tarde, de los trabajadores de su fábrica de textiles, de los nervios de mi mamá, de los norteamericanos, de los indios, de los guerrilleros, de los comunistas, del secuestro de mi abuelo hacía quince años, de las rejas que había tenido que instalar en las ventanas de la casa, de su nuevo guardaespaldas (Mario) que lo acompañaba a todas partes con un revólver enfundado en el cinturón, del nuevo policía de seguridad (Landelino) que llegaba a la casa y se quedaba sentado la noche entera en un banquito del vestíbulo, al lado de la puerta principal, muy abrigado, con una escopeta sobre el regazo y aferrado a un tibio termo de café. Yo sabía, por fisgón, que mi papá había sacado su pistola del clóset y ahora dormía con ella bajo la almohada. Pero no le dije nada. Sólo lo escuché hablar, los pantalones del pijama aún en mis manos.

–Hemos decidido salir del país.

Pasaron unos segundos de silencio, de extrañeza, antes de que mi mamá, con voz frágil y temblorosa, añadiera:

–Un tiempito.

–Amor, por favor, eso depende –la amonestó mi papá.

Ella bajó la cabeza, suspiró suave.

–Nos vamos todos a Miami –continuó mi papá–. Como a ustedes les encanta Miami…

Decíamos Miami pero no era Miami, sino un suburbio bastante más al norte llamado Plantation, donde mis papás tenían un apartamento muy pequeño, ubicado a la orilla de una cancha de golf, y que usábamos durante las vacaciones.

–¿De vacaciones? –preguntó mi hermano.

–Algo así, pero más largas –le dijo mi mamá, acariciándole el pelo.

–¿Y el colegio? –pregunté, entre confundido y emocionado.

–Ustedes tres irán a un colegio allá –dijo mi papá.

–¿Un colegio en inglés? –pregunté.

–Claro.

–¿Y nuestros juguetes?

–Les compraremos nuevos allá.

–¿Y mi bicicleta?

–También.

–¿Qué les digo a mis amigos, a Oscar?

–Pues eso, que nos vamos un tiempo a Miami.

–¿Y si preguntan cuánto tiempo?

Ninguno de los dos me contestó.

–¿Y qué va a pasar con la casa? –indagué.

Mi mamá soltó a mi hermano y se marchó deprisa y yo finalmente empecé a comprender por qué llevaba ella toda la noche llorando.

–La casa –dijo mi papá, poniéndose de pie– ya está vendida.

***

Al día siguiente me decepcionó descubrir que todo seguía igual. No sé por qué esperaba despertarme a maletas empacadas, o al placentero motín de un próximo viaje, o a los gritos de los niños que ocuparían ahora nuestra casa, echándome ya de mi cuarto, exigiéndome ya mis cosas. La única diferencia fue el feliz anuncio de mi mamá cuando entró a abrir las pesadas cortinas de tela blanca, para despertarnos: que no había colegio, que habían cancelado las clases.

Mis hermanos y yo nos quedamos en pijama y pantuflas y desayunamos wafles, despacio, hasta tarde. Luego, durante el resto de la mañana, vimos otra vez todos los videos Betamax que un amigo golfista de mi papá nos había mandado desde Estados Unidos (la programación de los tres canales guatemaltecos no empezaba hasta mediodía). Eran caricaturas en inglés y programas infantiles en inglés que, cada sábado, él nos grababa de la televisión matutina norteamericana. Yo ya me sabía esos videos de memoria, de principio a fin, incluidas las cancioncitas de los comerciales (My Bologna Has a First Name) y las tonadillas de los mensajes educativos (Conjunction Junction, What’s Your Function). Pero eso no me importaba. O tal vez eso era precisamente lo que más me importaba, lo que más me gustaba al ver los videos una y otra vez. Sentía una especie de serenidad en la liturgia de volver a ver y a escuchar aquellas mismas caricaturas y tonaditas.

Llamó Oscar. Me invitó a pasar la tarde en su casa. Mi mamá estaba ocupada tomando café y fumando con algunas de mis tías, contándoles de nuestra próxima salida del país, supuse, y no quería darme permiso –seguía algo nerviosa, algo llorosa–. Finalmente accedió, con la condición de que no me fuera caminando solo, de que me acompañara alguien.

Aunque la casa de Oscar, en carro, quedaba a dos o tres kilómetros, a pie no eran más de diez minutos: había un atajo a través del parquecito frente a mi casa y un terreno baldío y un pasadizo estrecho y oscuro que al cruzarlo siempre nos daba un poco de miedo (años después lo cerrarían, debido a asaltos y violaciones). Me acompañó Rolando, Rol, a quien había encontrado en el jardín de atrás regando la grama, y quien botó la manguera y aceptó acompañarme y no quiso soltarme la mano hasta que una de las sirvientas de Oscar abrió la puerta y me dejó entrar. Sentí raro. Dentro de unas semanas yo cumpliría diez años, y nunca antes me había tenido que acompañar alguien a la casa de Oscar, mucho menos agarrado de la mano.

–Pase –me dijo la sirvienta–, el joven anda afuera, en su árbol.

A medio jardín, muy alto entre las ramas de un anciano roble, había una casita de madera donde Oscar solía pasar todo su tiempo libre: jugando, leyendo cómics, confabulando travesuras, almacenando cosas prohibidas. Para subir había unos palos largos clavados al tronco del árbol, tipo escalera.

–Lo saqué de la basura.

Oscar estaba sentado sobre sus rodillas, inclinado encima de un periódico abierto, arrugado, lleno de manchitas de grasa.

–Mis papás me prohibieron leerlo –dijo–. Pero yo lo saqué de la basura.

Eran dos páginas enteras de fotos grises y opacas y de varios tamaños que narraban el combate del día anterior. Decía el titular, hasta arriba, en grandes letras negras: «Cuartel guerrillero destruido en Vista Hermosa». En una foto salía el rostro en perfil de un bombero, mientras escarbaba entre los residuos de concreto y hierro torcido: «La casa destruida fue calificada por las autoridades como cuartel general subversivo de los guerrilleros, en el combate más nutrido y de más duración registrado hasta ahora en la capital de la república». En otra foto había varias camillas con lo que parecían cadáveres: «Tras la artillería de una tanqueta, murieron aplastados catorce guerrilleros, once hombres y tres mujeres ». Al centro de otra foto, entre ripio y escombros, había un bulto largo tapado con una manta: «En lo que quedaba de la sala se halló el cuerpo sin vida de uno de los guerrilleros, una guitarra chamuscada que aún conservaba sus cuerdas y la pantalla de un televisor en una esquina que se confundía con los restos de un esmeril». Pegado a ésta había otra foto, como de pasaporte o cédula, de un hombre muy moreno y de facciones indígenas: «Según informaron las autoridades, este guerrillero fue identificado como Roberto Batz Chocoj, albañil de Patzún, Chimaltenango». Hasta abajo de la página había una foto de un grupo de militares, todos serios, todos con ametralladoras o escopetas: «Al entrar los elementos del orden público a la casa, encontraron gran cantidad de armas diversas, minas Claymore, granadas rusas de fragmentación, fusiles M-16, sub-ametralladoras y material explosivo dedicado a la fabricación de bombas caseras».

Me quedé mirando los rostros de los militares, tan morenos y tan indígenas como el rostro del guerrillero de la guitarra y el televisor. No entendí. ¿Los militares también eran indígenas? ¿No era todo indígena un guerrillero? ¿Quién era, entonces, un guerrillero?

–Viste, te lo dije –susurró Oscar, su índice sobre otra foto.

Era la imagen del barranco frente al colegio, lleno de policías y bomberos entre los matorrales: «En la cuesta que da al estacionamiento del colegio quedó el cadáver de una guerrillera, baleada al tratar de romper el cerco del ejército».

–Un zanate –dijo Oscar mientras escuchábamos los brinquitos en el techo de madera.

–Nos vamos a Miami –le dije, aún intentando descifrar las facciones borrosas de la guerrillera muerta.

–¿Cuándo?

–Creo que ya.

–Pero si ahorita no hay vacaciones.

–No, a vivir.

Oscar alzó la mirada.

–¿A vivir? –me preguntó.

–Por un tiempo.

–¿Cuánto tiempo?

–No sé.

–¿Mucho?

–No sé.

–¿Para siempre? –su voz floja.

–Como seis meses.

Ni idea de dónde saqué esa cifra. Me la inventé, probablemente. Sospeché o presentí que ya no volvería a ver a Oscar y que lo mejor sería dosificarle la noticia, mentirle un poco, ocultarle algunos detalles, como por ejemplo que ya no tendríamos una casa a donde volver. Y pareció funcionar. Porque de inmediato se le suavizó el rostro, volvió a bajar la mirada hacia la foto de la guerrillera muerta, y preguntó:

–¿Me regalás tu bici, entonces?

***

Mis abuelos maternos estaban sentados en dos taburetes frente al bar. Mi abuelo tomaba whisky. Mi papá también tomaba whisky sentado en su propio taburete del otro lado del bar, tipo cantinero, y discutía algo con mi abuelo, cada vez más agresivo y recio. Mi mamá no tomaba whisky. Ella sólo fumaba y me decía que mis abuelos habían llegado para verme (mis hermanos no estaban), para poder despedirse de mí, y que entonces me quedara acompañándolos. Yo estaba echado sobre la alfombra, aburrido. Ya tenía suficientes años para saber que mi mamá no siempre decía la verdad. Pero igual le obedecí, y me quedé oyéndolos hablar cosas de adultos. De vez en cuando mi papá se volteaba para alcanzar una botella o una servilleta o acaso un cenicero limpio, y entonces mi abuelo polaco bajaba un poco su vaso, me susurraba algo en yiddish, me dejaba meter el índice en el hielo y chupar así gotitas de whisky.

–¿Quién aquí quiere salir a dar una vuelta?

Mi abuela se había puesto de pie. Me estaba sonriendo.

–¿Quién aquí quiere un helado? –preguntó.

Yo levanté la mano.

–Vamos, pues –dijo, agarrando su bolsón y las llaves del carro.

–¿En serio? –viendo a mi mamá–. ¿Puedo?

–Pero sólo uno, ¿me oyó? –dijo mi mamá, sabiendo mi afición por el helado de mandarina.

Entendí que querían sacarme de allí un rato, que mi papá y mi abuelo se estaban peleando por algo, que querían hablar cosas de adultos entre ellos. Me levanté de un brinco y seguí a mi abuela hacia la puerta principal, hacia fuera, hacia su viejo Mercedes color cielo.

–¿Ya listo para Miami, mi vida?

–Ajá.

Mi abuela manejaba como abuela.

–¿Y sintió miedo con las balas, en el colegio? –me preguntó.

–No.

–¿Nada de miedo?

–Algo, no mucho.

–Pero qué valiente mi nieto.

Sonreí con timidez.

–Está bien que se vayan, mi vida –dijo melancólica–. Demasiadas balas en este país.

No dijo más y yo me quedé pensando en el agujero que aún permanecía en la ventana del comedor de mis abuelos: un agujero circular y pequeño hecho por un balazo que disparó el vecino, decían, un señor ya mayor y algo borracho, decían, que odiaba a los judíos.

Los Helados Gloria quedaba cerca, en la esquina de la avenida Reforma y un callejón sin salida (la misma esquina donde, quince años atrás, un grupo de guerrilleros disfrazados de policías, en un Impala pintado de carro de policía, había secuestrado a mi otro abuelo, a mi abuelo paterno, a mi abuelo libanés), y llegamos en pocos minutos. Me bajé rápido, casi corriendo, mientras mi abuela estacionaba con dificultad, y la esperé dentro, frente a la larga nevera. Me gustaba sentir el frío del vidrio en las manos. Me gustaba ver los colores pastel de las nieves en todas las cubetas. Era fin de semana, pero no había casi nadie. El burrito gris comía pasto, su carruaje a un lado, vacío. Una niña rubia brincaba miedosa sobre una de las camas elásticas. Entre carcajadas, dos niños chocaban sus carritos locos. Atrás de mí, cerca del carrusel, un niño descalzo y sin camisa, de más o menos mi edad, barría el piso con una  escoba de petate. Por fin entró mi abuela y se nos acercó una señorita indígena, chaparra, algo morena, uniformada de blanco y rosado, y me preguntó con amabilidad qué deseaba. Le pedí una bola de mandarina, en cono. La señorita sacó un cucharón que mantenía en un bote de agua turbia, y formó una bola perfecta y anaranjada que luego colocó sobre un cono de galleta. Cuando me lo pasó, por encima de la nevera, noté que sus dedos gorditos y morenos estaban metidos en mi helado. Sentí tristeza. Pensé en no recibírselo, en no comérmelo, en pedirle que me sirviera otro, uno nuevo, uno limpio. Pero era helado de mandarina y entonces hice un esfuerzo por olvidar la imagen de sus dedos untados. Mi abuela pagó, le regaló unas cuantas monedas al niño de la escoba de petate, y nos marchamos.

–¿Está rico? –encendiendo el ruidoso motor del Mercedes.

Le balbuceé que sí, que gracias, mientras daba lamidas.

–Dígame algo, corazón –viendo ella hacia delante, muy concentrada–, ¿quién es su favorito?

–¿Ah?

–¿Su papá o su mamá?

Me puse nervioso.

–Dígame, así entre nosotros, en secreto.

–No sé–y seguí dándole breves lengüetazos a mi bola de mandarina.

–¿Quién de los dos es su favorito? –volvió a preguntarme, detenidos en el semáforo del Obelisco.

–Igual –dije por decir algo.

–No puede ser igual, mi vida.

–Sí puede.

El semáforo cambió a verde y mi abuela aceleró demasiado rápido y yo casi metí la nariz en el helado.

–Todo niño tiene un favorito –aseguró con un frenazo–, o su papá o su mamá.

Mordí la orilla del cono.

–Y yo creo que su favorito es su mamá, fíjese.

De pronto la mandarina ya no sabía a mandarina. Sabía raro.

–¿Verdad que sí?

Bajé un poco el cono hasta apoyarlo en mi muslo. Cerré los ojos y los mantuve cerrados mientras mi abuela conducía las últimas cuadras sobre la avenida Las Américas y me seguía hablando de mi mamá. Nunca supe qué fue. Si el helado de mandarina, o los dedos untados de la señorita uniformada, o las preguntas ingenuas de mi abuela, o las repentinas aceleradas y los duros frenazos en aquel viejo y hermoso Mercedes, o quizás todas las gotitas de whisky que me tomé del vaso de mi abuelo. Pero al nomás detenernos frente a mi casa, empujé la pesada puerta del Mercedes y me arrodillé sobre la grama y vomité mandarina.

***

Como por arte de magia mi casa empezó a desaparecer.

El lunes, al volver del colegio (Miss Jenkins había organizado en mi honor una especie de fiesta improvisada, vergonzosa, con pastel de chocolate y horchata y canciones de despedida en inglés), descubrí una decena de cajas de cartón en vez de adornos y fotos; descubrí unos enormes rectángulos pálidos en las paredes de la sala, en vez de los óleos azules y verdes y muy extraños del pintor Efraín Recinos; descubrí, en vez de la mesa y las sillas del comedor, una alfombra totalmente libre que jamás había visto y que resultó perfecta para jugar canicas; descubrí repisas y gavetas forradas de papel tapiz, en vez de toda mi ropa; descubrí una fila de maletas abiertas, ya casi llenas, en vez del largo pasillo hacia el dormitorio de mis papás; descubrí el eco de Beethoven en el estudio ya sin ninguna cosa –sin el escritorio ni la silla de cuero de mi papá, sin la librera ni las enciclopedias de mi mamá, sin nada, en efecto, salvo mi piano: un Steinway vertical que se llevarían luego, me explicó mi mamá, así podría yo recibir mi última clase, esa misma tarde, con Otto.

–Más despacito, niño, que las sonatas de Beethoven no son rancheras.

Cada lunes, Otto llegaba caminando, puntual, acalorado en su camisa de cuello de tortuga y saco de corduroy negro, cargando un morral de lana gris repleto de papeles y folletos y partituras. Al nomás sentarnos –yo en la banca, él en una silla de madera, a mi lado–, se asomaba Pía con una pequeña bandeja y, en silencio, sin molestarnos, la dejaba sobre la parte superior del piano. Siempre le llevaba lo mismo: una limonada, que Otto se bebía enseguida –como muerto de sed tras su caminata–, un tazón grande y caliente de café con leche, y un platito con dos champurradas, que Otto iba mojando en el café y comiéndose enteritas mientras me regañaba y corregía. Yo notaba raro que el tono de su voz era más melódico, que los manerismos de sus manos eran más finos, más exagerados, que preguntaba todo el tiempo y con algo de escándalo por el nuevo guardaespaldas de mi papá. Aunque yo aún no lo entendía, por supuesto, Otto era homosexual.

–Eso, mucho mejor –dijo y aplaudió suave y cambió la página de la partitura.

Yo llevaba dos años estudiando piano con Otto y apenas sabía leer solfa. Todas las piezas las tocaba más o menos de memoria, de oído, mientras fingía estar leyendo las notas en la partitura. Con cada nueva pieza, me fijaba bien en los movimientos de las manos brunas de Otto, en sus dedos largos y uñas largas tintineándose contra las teclas, y luego, poco a poco, siempre haciendo como que seguía la partitura con mi mirada, podía repetir lo que él había tocado. Nunca supe por qué lo hacía. Ni cómo. Tampoco supe si Otto no se daba cuenta –demasiado ocupado con su café y champurrada y el eventual paso por la puerta del nuevo guardaespaldas de mi papá–. Aunque me gustaría creer que él lo sabía perfectamente y que optaba entonces por ser mi cómplice en aquella mentira o pantomima, y hasta quizás, a lo mejor, la motivaba: como si comprendiera que para mí era mucho más importante tocar o sentir la música, que leerla.

–¿Una vez más? –me preguntó, el tazón en sus manos, puntitos opacos de sudor en su escaso bigote.

–Es que hay mucho eco.

–Cierto, niño, lo hay.

Otto se quedó mirando el piso de granito ya desnudo, las paredes ya sin nada.

–Me contó tu mami que se van del país.

–Ajá, a Miami.

–¿Y estás contento de irte?

–No sé.

–Puedes seguir estudiando piano allá.

–No sé.

Hubo un silencio y yo, con disimulo, mientras Otto se sacudía del regazo unas migas de champurrada, observé su semblante tostado y lampiño, sus pequeños ojos negros, su pelo azabache, grasoso, erizado. Se me ocurrió que su rostro se parecía al rostro del guerrillero de la guitarra y el televisor y que también se parecía a los rostros de los soldados, y después se me ocurrió que su rostro de alguna manera se parecía a cualquier rostro, a todos los rostros, a mi rostro. Sentí cosquillas en el vientre, como si en ese pensamiento hubiese algo básico o algo esencial. Luego otra vez me sentí confundido. Otto me sonrió.

–Nos vamos para siempre –le balbuceé.

–No me digas.

–Es que ya no tenemos casa.

–¿Cómo que ya no tienen casa?

Le dije que no con la cabeza, mientras presionaba los pedales con los pies.

–Pues entonces, niño –dijo–, ésta es nuestra despedida.

Otto se tomó el último sorbo de su café con leche. Se limpió los labios con una servilleta de papel. Se inclinó hacia delante y colocó la servilleta y el tazón vacío sobre la pequeña bandeja, encima del piano. Se puso de pie. Se puso muy serio. Mirándome, estiró su mano terrosa y larga y la dejó en el aire y yo tardé un poco en comprender que quería que yo también me pusiera de pie y estirara la mía, que quería despedirse de mí, no como profesor y alumno, no como adulto y niño, no como indígena y blanco, sino como lo harían dos hombres.

–¿Terminamos, Otto?

–Terminamos, niño –dijo, guardando las viejas partituras en su morral.

***

Me desperté gritando. Estaba un poco sudado y aún sentía el pánico en el pecho, la bola de llanto a media garganta. Recordaba bien el sueño, incluso hoy lo recuerdo con claridad. Soñé que llegaba a nuestra casa el guerrillero de la guitarra chamuscada y el televisor. Saludaba al policía de seguridad en el vestíbulo, quien sólo seguía tomando sorbitos de café de su termo. El guerrillero subía las gradas y entraba en el cuarto de mis papás y salía cargando a mi mamá. Tenía a mi mamá cargada sobre un hombro de la misma forma en que se cargaría un costal de papas. Decía que quería llevársela con él a las montañas de Patzún, en Chimaltenango. Mi mamá estaba tranquila, parecía no protestar, parecía no importarle. Mi papá no estaba. De pronto el guerrillero se asomaba de espaldas a la puerta de mi cuarto, para que mi mamá se despidiera, y ella, mucho más pequeñita sobre el hombro del colosal guerrillero, sólo me decía adiós con la mano. Yo le gritaba que por favor no se fuera con el guerrillero de la guitarra y el televisor, que por favor no me abandonara, y mientras yo le gritaba mi mamá sólo seguía diciéndome adiós con la mano. Aunque no podría asegurarlo, es probable que yo haya estado gritando bastante recio, porque a los pocos segundos se encendió la luz blanca del pasillo, se asomó mi papá y se sentó a mi lado.

–¿Qué pasa, mi amor? –en susurros, en la semioscuridad.

Colocó su mano sobre mi frente.

–Pero si está empapado.

Seguía él susurrando, aunque era casi imposible despertar a mi hermano.

–¿Una pesadilla?

Pensé en preguntarle por qué no había hecho algo en mi sueño, por qué había permitido que el guerrillero de la guitarra y el televisor se llevara a mi mamá a la montaña. Pero sólo cerré los ojos y me quedé sintiendo sus caricias en la frente y el pelo.

–A ver, tome un trago de agua.

Sirvió un poco del pichel que Pía nos subía todas las noches y el cual ahora –ya sin ningún velador, sin camastros, sin armario, sin las pequeñas sillas y mesa de madera donde, cada tarde, mi hermano y yo nos sentábamos a hacer los deberes– había tenido que dejar sobre el suelo, en medio de los dos colchones.

–¿Mejor?

–Ajá –susurré, devolviéndole el vaso.

–Qué bueno.

Me recosté de nuevo.

–Papi…

–¿Sí, mi amor?

–¿Cuándo nos vamos a Miami?

–Dentro de unos días –suspiró.

–¿Y mi cumpleaños?

Como pensando sus palabras, mi papá guardó silencio un momento, antes de contestar.

–¿Qué, no prefiere pasar su cumpleaños en Miami?

Alcé los hombros en la semioscuridad.

–Más alegre allá, ¿no?

Afuera, en la calle, chirriaron los frenos de un carro al estacionarse. El motor permaneció encendido, ronroneando en la quietud de la noche. Mi papá, con algún esfuerzo, se puso de pie. Caminó hacia la ventana. Oí el breve frufrú de la cortina de tela abriéndose un poco.

–Papi…

–¿Sí?

–¿Dónde vamos a vivir cuando regresemos?

Quizás no me oyó. O quizás no sabía la respuesta. O quizás nunca regresaríamos.

–Papi…

–¿Mmm?

–¿Qué es un guerrillero?

De nuevo oí la tela de la cortina. Mi papá volvió a sentarse a mi lado.

–¿Un guerrillero?

–Ajá.

–Pues los guerrilleros son los culpables de todo este lío.

–¿Qué lío?

–Todo este lío –susurró firme–, el lío frente a su colegio, en la fábrica, en las calles, en todo el maldito país.

–¿Los guerrilleros son indios?

Silencio. Se había apagado el motor. De repente se somató una puerta de carro, luego otra. En sordina unas voces se hablaban.

–Claro –me dijo, su mirada hacia la ventana.

–Pero ¿también los soldados son indios?

Mi papá suspiró, pareció enojarse en la semioscuridad.

–Ay, amor, éstas no son horas para hablar de eso –susurró demasiado recio y mi hermano gimió algo y se movió un poco entre las sábanas de su cama–. Ya vio, vamos a despertar a su hermano. Mejor duérmase y lo hablamos mañana.

Mi papá me dio dos palmadas suaves en la rodilla. Se levantó. Salió del cuarto y apagó la luz blanca del pasillo. Todo se volvió a quedar negro, inmóvil. Pronto llegó mañana y mañana nunca lo hablamos.

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Ciudad de Guatemala, Guatemala, 1971.
Estudió Ingeniería Industrial en la Universidad Estatal de Carolina del Norte. Durante ocho años fue catedrático de Literatura en la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala.

En el 2007 fue elegido entre los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 39 años, siendo incluido en la selección Bogotá39.

En el 2008, su libro Clases de dibujo ganó el Premio Literario Café Bretón & Bodegas Olarra. Recibió el Premio de Novela Corta José María de Pereda por La pirueta. Entre sus obras se encuentran Esto no es una pipa, Saturno (2003), El ángel literario (2004, semifinalista del Premio Herralde de Novela), El boxeador polaco (2008), Morirse un poco (2009) y La pirueta (2010).

Ha sido traducido al inglés, portugués, holandés, francés y serbio.