50 años de “Operación Masacre”. Rodolfo Walsh o la literatura desde el periodismo

1 octubre, 2007

Audio: Operación Masacre, capítulo 23, en la voz de Rodolfo Walsh
Tomado del sitio Web LSF

Cincuenta años después de la publicación de Operación Masacre (1957), el ya célebre reportaje concebido con forma y recursos novelescos en el que el periodista y narrador argentino Rodolfo Walsh (1927-1977) investiga, descubre y devela, mientras escribe, los pormenores de un asesinato político sin culpables condenados, sigue en pie la discusión sobre la difícil (y para algunos imposible) definición de esta obra, alimentando lo que, desde entonces, ha sido una de las arduas polémicas teóricas de la posmodernidad literaria latinoamericana.

El empeño de Walsh por encontrar formas expresivas capaces de fundir en una misma paleta los colores primarios de dos modalidades creativas concomitantes pero precisas, como lo son el periodismo y la narrativa de ficción, se vio reforzado con otras dos series periodísticas de similares intenciones que, siguiendo los pasos de Operación Masacre, también tomarían forma de libro: ¿Quién mató a Rosendo?, publicado en la prensa en 1968 y editado en un volumen al año siguiente, y la menos afortunada de El caso Satanovsky, originalmente escrita y publicada en los años cincuenta, casi a seguidas de Operacion Masacre, pero sólo convertida en libro en 1973, cuando ya su autor gozaba de reconocmiento internacional.

Estas tres piezas, visitadas y revisitadas por los estudiosos de la relación posible y obviamente necesaria entre periodismo y narrativa, han sido consideradas pioneras y pilares de una modalidad periodístico-literaria que, a partir de la década del sesenta, fuera bautizada (autobautizada en ocasiones) con los más diversos y confusos apelativos que van desde novela sin ficción, como la llamara Truman Capote al publicar su clásico A sangre fría (1963), hasta ficción documental, pasando, entre otros, por los de novela testimonio o, simplemente, testimonio.

El problema de la definición y, más aún, de la filiación conceptual de obras como Operación Masacre ¿Quién mató a Rosendo?, no ha sido, por fortuna, un simple desafío teórico empeñado en encasillar la creación, otorgándole etiquetas genéricas reductoras. Estudiosos y críticos de la literatura y el periodismo apenas se han limitado, en este caso, a tratar de examinar e iluminar un polémico desafío que desde la obra del propio Walsh, y desde la de periodistas/escritores como Truman Capote, Gabriel García Márquez, Norman Mailer, Miguel Barnet o Elena Poniatowska, entre otros notables, afecta la esencia misma de los dos territorios fundidos y confundidos por los textos de estos autores y, sobre todo, la validez y pertinencia de cada uno de estos universos (periodismo y literatura) en el proceso mismo de fusión y confusión genérica y artística.

Para ubicar y clarificar el debate habría que partir de lo que, textualmente, nos entregan Operación Masacre ¿Quién mató a Rosendo?, dos obras tan similares en sus recursos creativos y expresivos que permiten asumirlas como un conjunto. Ante todo, se trata de dos series de reportajes periodísticos, concebidos como una continuidad que se resuelve en la unidad y en la totalidad. Originalmente publicadas en entregas sucesivas, que en ocasiones podían generar nuevas informaciones capaces de afectar el contenido de las siguientes, ambas series están armadas como un proceso de investigación en el cual, por medio de entrevistas a participantes en los hechos, documentos periciales y legales y otras fuentes diversas, se avanza desbrozando sucesos intencionalmente oscurecidos por los intereses políticos y humanos puestos en juego, hacia una verdad convertida en denuncia.

Operación Masacre cuenta la historia del arbitrario fusilamiento de un grupo de hombres, durante la noche en que se ha producido un intento de golpe de Estado. Lo que hace singular a la historia es que los hombres condenados eran a todas luces inocentes de cualquier delito, que de los fusilados fueron más los sobrevivientes (siete u ocho) que los muertos (cinco) y, sobre todo que, hasta el momento de publicar el reportaje, nadie había sido condenado por lo que Walsh consigue demostrar que es un delito civil cometido por un alto oficial de la policía contra un grupo de civiles.

Por su lado, ¿Quién mató a Rosendo? da seguimiento a los acontecimientos que antecedieron y sucedieron a la muerte (¿asesinato?) del sindicalista Rosendo García durante una aparente riña de facciones, aunque su interés central es el análisis del desarrollo y frustración del movimiento sindical en Argentina en la década del sesenta.

El método investigativo al que acude el autor para clarificar ciertas verdades y denunciarlas, no ofrece en ninguna de las dos historias demasiadas variantes novedosas en cuanto a los recursos de indagación habituales de lo que algunos han llamado periodismo de investigación. Sin embargo, la solución formal de Walsh (como Capote o el García Márquez de Relato de un náufrago) da al texto, no había sido hasta entonces la típica de este tipo de práctica periodística pues el escritor ahora le abría la puerta (y lo hacía ostensiblemente) a un elemento extraño y exótico, quizás hasta impertinente, tradicionalmente excluido (u ocultado) de la escritura periodística: la subjetividad.

Aunque la existencia de la objetividad periodística ha sido muchas veces denostada e incluso devaluada por algunos hasta llegar a considerarla un simple “invento” de las agencias de prensa, resulta incontestable que una de las premisas del reportaje periodístico es su relación de dependencia con la realidad, por lo que su influencia y credibilidad en el receptor dependen, ante todo, de hasta qué punto se apega o se aleja de ella. Por definición, el periodismo es una síntesis de la realidad y su materia prima son los hechos reales, interpretados por la sensibilidad, la inteligencia y, por supuesto, la subjetividad de un periodista que, por lo general, responde a determinados intereses de clase o de grupos de poder e influencia. Las capacidades del reportero y el órgano para el que trabaja, sin embargo, no pueden (o no deben) irse por encima de esa conexión indispensable y dependiente entre texto escrito y realidad generadora, pues corre el riesgo de perder su entidad como periodismo y, con ella, su función social.

Ahora bien, cuando da entrada a pensamientos, actitudes, reacciones de personajes, cuando abre espacio a la especulación personal del redactor, cuando reescribe diálogos y escenas a partir de información recibida, Rodolfo Walsh acude a soluciones conceptuales más cercanas a la creación literaria que al típico reportaje periodístico. Avanza incluso un paso más en ese territorio literario al apropiarse de un lenguaje y de diversos recursos formales propios de la narrativa de ficción, que se imbrican con naturalidad, casi diría que con perfección, al cuerpo de sus reportajes.

El hecho de que el escritor utilice estos recursos formales y hasta potencie el papel de lo subjetivo, no traiciona ni devalúa la esencia de unos textos concebidos y asumidos como periodísticos, aunque resueltos narrativamente. El propio Walsh insistirá a lo largo de estos dos libros en la filiación periodística de sus escritos e, incluso, de su autor, pues de ella depende (y más aun de la filiación estrecha con la realidad factual a la que dice apegarse) el efecto preciso que persigue a lo largo de ambas series: la denuncia política y social y la reparación de una injusticia.

Al proponerse una denuncia directa de la realidad argentina, Walsh toma un camino periodístico muy definido y que lo aleja, en este sentido, del universo de la narrativa de ficción. Si la denuncia es, o puede ser, una de las funciones propias del periodismo, su lugar en la narrativa de ficción resulta, en cambio, dudoso, en cualquier caso secundario o mejor aún, subliminal, pero siempre peligroso. El carácter de la narrativa de ficción es connotativo, mientras que el del periodismo es abiertamente denotativo, y cuando la narrativa se confunde con el periodismo, por lo general los efectos nocivos de esa pretensión de participación activa devalúa el valor estético de la obra literaria, conduciéndola hacia los senderos del panfleto. Y Walsh, que conocía esa encrucijada, trató de resolver las exigencias de su militancia política (por la que, como se sabe, sería muerto en 1977) y de su compromiso con la realidad de dos modos: directamente, por el periodismo, e indirectamente, en sus obras de ficción (narrativa y teatro).

Nunca está de más recordar que la frontera más precisa entre periodismo y narrativa de ficción se encuentra en la relación misma que establecen con la realidad una y otra forma de escritura. Mientras el periodismo, como ya se ha dicho, reproduce y sintetiza una realidad, la narrativa de ficción si acaso parte de ella, la refleja (así lo entendían Stendhal y los realistas del siglo XIX), pero nunca la reproduce: los códigos de la novela y del relato presuponen que se trata de un discurso de ficción y, por lo tanto, es obra de la imaginación del escritor y no de la realidad misma, y de ese modo se le recibe y asimila. En su intención de abordar y hasta reflejar una cierta realidad, el escritor de ficciones debe lidiar en su discurso si acaso con la verosimilitud, pero nunca con la realidad misma, aun cuando su obra establezca múltiples contactos con ella.

En la elaboración de sus grandes reportajes, Rodolfo Walsh partía del entendimiento y asunción de esa distancia esencial entre narrativa y periodismo, pues cultivaba ambas modalidades literarias, y nunca pretendió entregarle a una las esencias definidoras de la otra, sino que realizó apenas un trasvase de recursos narrativos en el texto periodístico con el objetivo de conseguir una mayor identificación con el lector al que se dirigía y, sobre todo, una calidad de escritura más cercana a lo “literario” que a lo habitualmente “periodístico”.

El resultado de esas intenciones comunicativas y estéticas, plenamente logradas, condujo, sin embargo, a la confusión teórica y a la dificultad a la hora de bautizar el osado experimento. Cuando Truman Capote, a propósito de la exitosa publicación de A sangre fría, calificó su obra de novela sin ficción, entró en un callejón sin salida pues la característica genética que define a la novela es, precisamente, ser obra de ficción. Similar suerte corre la categorización de Operación Masacre y de ¿Quién mató a Rosendo? como periodismo de investigación, pues el carácter mismo del reportaje está en la investigación de una realidad sobre la que se escribe. Por su parte, las definiciones de testimonio o novela testimonio apuntan, en mi opinión, en otro sentido: como su nombre lo indica, se trata de una atestación de determinados sucesos y, con independencia de los recursos formales empleados por el escritor (relator en este caso de lo vivido por otro), deja o debería dejar fuera de sus atribuciones la mirada subjetiva sobre la realidad recogida. (Excluyo los “testimonios” en primera persona, ellos sí cargados de subjetividad, pues los considero más cercanos a la autobiografía monda y lironda.)

La calificación de estos dos reportajes de Rodolfo Walsh quizá sería más precisa si se les considerara sólo como periodismo literario, es decir, un tipo de escritura periodística que emplea lenguaje y recursos más propios de la literatura, y que, como es fácil constatar para cualquier conocedor de la evolución del periodismo, existe desde mucho antes de que Walsh se encontrara con un muerto que hablaba y se lanzara en la investigación de una masacre silenciada y nunca condenada.

Pero la novedad que introduce Walsh en esta mezcla de atributos de la ficción y el periodismo es que la realiza desde una actitud más consciente que inspirada, más conceptual que natural o espontánea y por eso no he dudado en ubicar a Operación Masacre y a ¿Quién mató a Rosendo? en la fronda de lo que después catalogaríamos como posmodernidad literaria. No resulta para nada casual que un escritor capaz de practicar la posmodernidad literaria mucho antes de que se hablara de ella, fuese también un profundo conocedor de la literatura policial e, incluso, escritor de ficciones criminales como las recogidas en su volumen Variaciones en rojo (1953).

Antes que él, en la propia Argentina, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, al escribir los casos del detective H. Bustos Domecq, habían realizado un experimento literario con un género firmemente establecido de la cultura de masas, concretado en un juego inteligente en el que lo paródico palpitaba en cada historia escrita y se convertía en el recurso de naturalización a la cultura argentina de esa modalidad hasta entonces escasa y pobremente cultivada en el país y en la lengua española. Walsh, conocedor de la novela policial universal y de los relatos de sus compatriotas, asume también la actitud paródica en sus relatos detectivescos, mientras en sus grandes reportajes incorpora como una ganancia la forma “policial” al considerarla una estructura narrativa propicia para unos textos relacionados con la violencia y el crimen.

Muchas veces se ha dicho que Operación Masacre ¿Quién mató a Rosendo? se pueden leer como novelas policiales. Y lo cierto es que, estructuralmente, ambos reportajes están organizados como novelas policiales, sin tener forma de novela y sin ser novelas. El manejo de la información, la gradación con que esta llega al lector, es precisa e intencionada, como en la novela policial, a la que ahora Walsh no calca ni parodia, sino que utiliza, con una franca postura literaria posmoderna.

De tal modo, el empleo consciente e instrumental de una estructura creada y patentizada por una modalidad literaria (el policial), la introducción de una dosis regulada pero visible de subjetividad individual en los textos periodísticos y el empleo de recursos habituales de la narrativa de ficción, dan a los grandes reportajes de Walsh un replandor especial y una capacidad de comunicación incisiva y persistente. No obstante, el resultado mayor del experimento fue la validación del periodismo como una posible (y concreta) modalidad literaria, poseedora de la misma dignidad estética, complejidades formales y profundidades de sondeo en la individualidad humana que la literatura de ficción, con la ventaja propia de poder lanzarse a la denuncia sin afectar las cualidades estéticas del texto.

Rodolfo Walsh, como García Márquez, Capote o Mailer, cada uno desde sus necesidades y objetivos, desde sus experiencias y capacidades, se impusieron a conciencia no la violación de principios establecidos para el periodismo, sino su enriquecimiento, su dignificación. El resultado fue que consiguieron borrar las distancias cualitativas y estéticas que suelen separar al periodismo de la narrativa de ficción, y lograron hacer del primero, definitivamente, una forma literaria con sus características propias, pero literaria al fin y al cabo. De ahí la posibilidad de permanencia que alcanzaron con sus textos, vivos y palpitantes cuarenta, cincuenta años después de escritos, capaces de mantenerse muy lejos del infinito cementerio en el cual ya está muerto y enterrado el periódico que leímos ayer.

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