Roberto Carlos Pérez

Leopoldo Lugones y Jorge Luis Borges: dos dimensiones continuas

23 julio, 2015

Roberto Carlos Pérez

– Desde sus comienzos y durante décadas la relación ente Borges y Lugones, más que cimentarse sobre un lecho de rosas, estuvo afirmada sobre un tálamo de espinas. El que en unos años se convertiría en un clásico por no caer «en el purgatorio que atraviesan, tras su desaparición física, todos los escritores célebres» (José Emilio Pacheco, Jorge Luis Borges: Una invitación a su lectura), no dudó en lanzar dardos en sus años mozos contra el autor al que después llamaría «el primer escritor de nuestra república», refiriéndose a la Argentina.


Hablo una lengua muerta.
Siento orgullo
de que nadie me entienda.

José Emilio Pacheco
«Lugones a los ultraístas» (Desde entonces)

En León de Nicaragua, a las diez y quince de la noche del 6 de febrero de 1916, muere Rubén Darío. Después de varias punciones en el hígado realizadas por el doctor Luis H. Debayle, el poeta sucumbió a una cirrosis atrófica. El trompetazo del modernismo pareció quedar vibrando en sordina. El cetro y la corona debía haber recaído en Amado Nervo, el «as de ases» de la literatura mexicana, de acuerdo a Ramón López Velarde. Sin embargo, Nervo murió tres años después en la ciudad de Montevideo, mientras ejercía el cargo de ministro plenipotenciario de México.

Aún así, el clarín del modernismo no calló. Más bien se había adueñado de nuevas tonalidades con libros de avanzada como el de poemas Lunario sentimental (1909) y el narrativo Las fuerzas extrañas (1906), «el mejor libro de cuentos que produjo el modernismo», según José Emilio Pacheco («Leopoldo Lugones y el amor en la hora de la espada»). Con ellos y con una impresionante obra literaria –Las montañas del oro (1897), Los crepúsculos del jardín (1905), Odas seculares (1910), El libro de los paisajes (1917), entre otros- Leopoldo Lugones se alzó con la corona de las letras hispanoamericanas.

lunario-sentimental-leopoldo-lugones-1926No era para menos. Lunario sentimental no es sólo una de las cumbres del modernismo, entre otras cosas por otorgarle al adjetivo un valor diferente del que le había imprimido Darío, pues con él Lugones logró construir insólitas metáforas que habrían de ser uno de los gérmenes de la vanguardia -«letárgico veneno», «diplomática blancura», «linfática miseria», «coreográfica demencia», etc. («Himno a la luna»)-, sino que con este libro se logró consolidar en Hispanoamérica lo que había comenzado en Europa: un cambio de tono, alguna ironía, y una que otra imagen sórdida. Es probable que las imágenes urbanas de este libro sean las primeras «modernistas» de Hispanoamérica en percibir un feísmo sólo comparable a las descripciones realistas que se desarrollaban paralelas a las modernistas.

Las fuerzas extrañas le abrió las compuertas al relato fantástico en Hispanoamérica. Lo que poco antes habían sido preludios -el «Nocturno III» de José Asunción Silva (1894) y el poema «Santos Vega» (1895) de Rafael Obligado, por ejemplo- se volvió manantial con el libro de Lugones, pues sin él no se explica mucho de lo que vino después. El autor de La guerra gaucha ofreció primicias en casi todo lo que escribía, proyectando una inmensa sombra sobre los que se abrían camino tras él, ya que el destino o la época -pues desde el romanticismo europeo los escritores jóvenes de occidente reaccionarán a su propio presente, juzgándolo- los colocaba en una encrucijada: o arremetían contra el padre omnisciente o lo superaban en precisión, ofreciendo obras cualitativamente nuevas.

Por encima de sus radicales posturas políticas y la tragedia de su muerte -ingirió arsénico en una isla del Tigre, luego de que su hijo, también llamado Leopoldo Lugones, le interceptó las llamadas telefónicas que le dirigía a su joven amante, Emilia Santiago Cadelago -, la verdadera biografía de Lugones, y la que en realidad importa, se encuentra en sus cuentos y en los metros de su poesía, sus rimas, sus adjetivos y sus metáforas.

Gracias a Octavio Paz (Los hijos del limo, 1974) sabemos que el modernismo no fue un movimiento desligado del romanticismo sino más bien su continuación natural. Baste decir que, como Rimbaud y Baudelaire, los modernistas vieron con recelo los avances tecnológicos. La Revolución Industrial, nacida en Inglaterra y pronto extendida a Francia, modeló el trabajo de acuerdo al acelerado tiempo de la nueva producción que, con la máquina de vapor, la gran cantidad de rutas ya abiertas a principios del XIX y materias primas del tercer mundo (Asia, África e Hispanoamérica) monopolizó los mercados mundiales.

Tal régimen productivo anegó a Europa de una racionalidad basada en el trabajo y los bienes materiales. El saber se dividió en aplicaciones prácticas o tecnológicas y en ciencias que, en sentido estricto, se sintieron regimentadas y hasta amenazadas por los bienes y la felicidad prometidos por la tecnología. Así, ni Darwin llegó a decir de manera explícita que el hombre era un primate, ni las afirmaciones de Berkeley con respecto a los límites de la percepción humana alcanzaron resonancia en la vida de las sociedades que empezaban a modernizarse.

Más que nunca, el campo especulativo albergó todo lo que en las ciencias puras y la filosofía no tuviera aplicación práctica. El mismo arte comenzó a vivir el período más extenso y complicado de su existencia: la aparición de la fotografía y luego del cinematógrafo crearon un gran mercado de competencia para la pintura y la escultura, mientras que la literatura, cada vez más indefensa ante públicos que mudaban sus gustos con rapidez -pues el gusto empezó a adaptarse a la idea de confort- no tenía muchas cosas claras excepto la de presionar a las lenguas, agilizándolas para ir al encuentro de esos lectores, hombres educados y/o burgueses que empezaban a prescindir, si no todavía de las lecturas fundamentales como la Biblia, sí de las veleidades de aquellos escritores contemporáneos suyos que expresaban cómo el ritmo social de los tiempos los había dejado a expensas de su propia suerte, casi siempre ingrata.

Una línea de sufrimiento enlaza al romanticismo con el simbolismo y el modernismo: entre finales del siglo XVIII y finales del XIX, además del ansia de libertad que respira el arte, o quizás en nombre de esa libertad, crece aceleradamente la incómoda sensación de que tras las bambalinas del gran teatro del mundo existe lo indecible. La causa de tal sensación no fueron sólo los sentimientos -nuevos o que al menos lo parecían, en un mundo nuevo-, ni los tesoros arqueológicos hallados en Grecia y en Egipto, que verificaban la existencia de hechos entendidos hasta entonces como leyendas; tampoco fueron esos cuentos tradicionales, como los hallados por los hermanos Grimm, que repoblaban Europa de duendes y magos. Era, más que nada, la tensión, cada vez más evidente, de cuanto se concebía como real, pues la realidad, el estado de lo que «es», se mostraba y sigue mostrándose como una rígida carátula sobre la que poco tiene que decir la gente de a pie, y cuyas censuras -tales como las hechas hoy en día al concepto de universos paralelos, conjetura sólo demostrable en términos matemáticos- se concibieron y conciben como proposiciones de tipo filosófico y fantasías.

En poco más de un siglo surgieron la noción de lo subjetivo, es decir, lo que acontece en la percepción del objeto en sí, siempre cambiante, la noción de angustia, la de alienación y la de neurosis e histeria. Surge, pues, una guerra entre el mundo personal y el público (ver la introducción de Ángel Rama a la Poesía completa de Rubén Darío), entre ese código transparente y accesible llamado razón, que todos debemos usar para entendernos con los otros, y lo que no puede nombrarse y domina la percepción de los sujetos sanos y los enfermos.

A los censores del mundo privado -la maquinaria y el cientificismo-, se le añadiría el Positivismo a mediados del siglo XIX, una teoría de la felicidad que ha probado sus falacias en la medida en que las sociedades siguen probando que no son perfectibles, y que planificar el desarrollo social no resuelve el horror de la mentira, la corrupción y las matanzas. Y lo que comenzó con los cuentos de E.T.A. Hoffmann (1817) y Frankenstein (1818) de Mary Shelley, llegaría a los poetas malditos de Francia, al Retrato de Dorian Gray (1891) en Inglaterra, y a los cuentos y poemas de Edgar Allan Poe, en Estados Unidos. La misma literatura española, tan devota del realismo, produjo en 1844 El estudiante de Salamanca de José de Espronceda y las narraciones de Gustavo Adolfo Bécquer.

En Europa y Estados Unidos el simbolismo, y en Hispanoamérica el modernismo, alimentaron la idea de una dimensión desconocida donde se exploraba el sentido de la condición humana y sus desvaríos morales: el corazón de un anciano asesinado y enterrado bajo la tarima del piso, late hasta dejar al descubierto a su agresor («El corazón delator» de Edgar Allan Poe); una mujer que afirma consumirse por una alimaña escondida en su almohada muere finalmente sin que nadie acepte sus insólitas explicaciones («El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga); un jardinero -eufemismo utilizado por Lugones para representar a un perverso científico-, intenta crear, mediante diversos experimentos, una violeta capaz de matar, y lo que termina produciendo son flores que se quejan del sufrimiento a las que el jardinero las ha sometido y del cual éste es indiferente («Viola acherontia»); también Lugones nos presenta en «Yzur» a un hombre poseído por «el demonio del análisis» (Las fuerzas extrañas, 88) que trata a toda costa hacer hablar a un chimpancé. Desesperado, le da de golpes y en su lecho de muerte el mono, que a pesar de todo no le ha perdido el cariño, balbucea sus únicas y últimas palabras.

Las-fuerzas-extrañasTanto Poe como Lugones, simbolista el primero y modernista el segundo, retratan sociedades pervertidas por los excesos de la ciencia y el capital, capaces de producir a un asesino neurótico y burgués, y a dos científicos que han cuarteado la moral humana para estudiar la naturaleza. Y el único medio para expresar lo que ven o lo que perciben como una amenaza, fue el género fantástico. Si bien, repetimos, estuvo presente en la poesía, su florecimiento en la novela y el cuento lo convirtieron en parte de la narrativa. En ésta, los esquemas de pensamiento impuestos por una civilización que rondando los tiempos de Las fuerzas extrañas (1906) ya iba derecho «a estrellarse en no sé qué paredón de la historia» (Rubén Darío citado por Francisco Fuster García en «La prosa bella de Rubén Darío», 154), no permitía organizar el mundo de otra manera: o se tomaba como producto de la imaginación un mono que habla o una violeta que llora, o se aceptaban como metáforas de la irracionalidad de un mundo socavado por el delirio del progreso. Así, Tzvetan Todorov dirá que:

Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso. Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural (Introducción a la literatura fantástica, 18).

Es esa incertidumbre que se le deja al lector para que decida cómo quiere ver las cosas, o a qué límite del pensamiento humano desea atenerse, lo más importante en la excelente definición de Todorov, pues muestra cómo a principios del siglo XX el escritor usará en sus relatos un escenario realista del que, a medida que avanza la narración, se desprenderá. Porque el escritor del fantástico no desea encerrarnos en lo maravilloso (Propp), en un mundo paralelo al nuestro, sino narrar la penetración de lo desmesurado, monstruoso o simplemente impertinente en la fachada de coherencias que la mayoría de nosotros asume como real. Ya Lugones estaba inserto en este tipo de pensamiento al escribir Las fuerzas extrañas. Le quedaría a Borges continuar el camino algunos años después, pero familiarizado con formas de representación que para 1906 Lugones no conocía o le eran distantes: en pintura, el cubismo, y para ambas, pintura y la escritura, el surrealismo, y en el teatro, el absurdo.

Pero las bases que le permitieron a Borges construir su obra poética y narrativa, seguirán atadas a Lugones y deben verse como continuación de esas libertades expresivas de Lunario sentimental -reflejadas como veremos más adelante en su libro de prosa y poesía El hacedor (1960)- y los hallazgos fantásticos lugonianos. Entre 1944 y 1949, cuando aparecen Ficciones y El Aleph, ya habían corrido muchas aguas separando el estilo de ambos escritores, y sin embargo, la continuidad se hacía cada vez más evidente. No sólo era esa continuidad lógica y/o natural que percibió Octavio Paz desde el romanticismo hasta las vanguardias, sino una continuidad inevitable, la que acertó a expresar José Emilio Pacheco con respecto a su propia poesía en relación a la teoría de los parricidios o de las influencias acuñada por Harold Bloom en 1997. Vale la pena citar el poema de Pacheco:

Al doctor Harold Bloom lamento decirle
que repudio lo que él llamó «la ansiedad de las influencias».
Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a
Sabines.
Por el contrario,
no podría escribir ni sabría qué hacer
en el caso imposible de que no existieran
Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de Sol, Recuento de poemas.
«Contra Harold Bloom», Siglo pasado (Desenlace).

Esta sencilla aceptación del mundo cultural e histórico que rodea al poeta y del que le es imposible sustraerse, se opone a la convicción de autonomía que acompañó a muchos vanguardistas. El joven Borges fue uno de ellos y quizás uno de los más traicionados por su propia escritura, pues mantuvo y desarrolló el dilema entre Civilización y Barbarie planteado en el siglo XIX por Sarmiento, y añadió matices a la argentinísima figura literaria del gaucho. Su rechazo inicial a la escritura de Lugones, debatida entre la modernidad y la tradición, no sólo estuvo producida por el tono reactivo de su generación vanguardista, sino por una «tradición de ruptura» que en Argentina tuvo su precedente en Esteban Echeverría y en la organización de los jóvenes revolucionarios y románticos a la que perteneció: la Asociación de Mayo.

La pugna

Desde sus comienzos y durante décadas la relación ente Borges y Lugones, más que cimentarse sobre un lecho de rosas, estuvo afirmada sobre un tálamo de espinas. El que en unos años se convertiría en un clásico por no caer «en el purgatorio que atraviesan, tras su desaparición física, todos los escritores célebres» (José Emilio Pacheco, Jorge Luis Borges: Una invitación a su lectura), no dudó en lanzar dardos en sus años mozos contra el autor al que después llamaría «el primer escritor de nuestra república», refiriéndose a la Argentina.

Recién llegado de Europa y luego de trabar amistad con Rafael Cansinos Assens, quien en 1919 había acuñado el término «ultraísmo», movimiento literario que se enfrentaba a la rima, las imágenes y la plétora de sonidos del modernismo, y apenas desembarcado del vapor Reina Victoria Eugenia en 1921, Borges comenzó a atacar todo lo que conducía a Rubén Darío y a sus «secuaces». No obstante, fue en 1926 cuando arremetió directamente contra Lugones. En El tamaño de mi esperanza, el joven Borges no escatimó insultos contra el autor de Romancero. La cita es extensa pero vale la pena copiarla:

Muy casi nadie, muy frangollón, muy ripioso, se nos evidencia don Leopoldo Lugones en este libro… Si un poeta rima en ía o en aba , hay centenares de palabras que se les ofrecen para rematar la estrofa y el ripio es ripio vergonzante. En cambio, si rima en ul como Lugones, tiene que azular algo en seguida para disponer de un azul o armar un viaje para que le dejen llevar baúl u otras indignidades. Asimismo, el que rima en arde contrae ridícula obligación:Yo no sé lo que les diré, pero me comprometo a pensar un rato en el brasero (tarde) y otro en las cinco y media (tarde) y otro en alguna compadrada (alarde) y otro en un flojonazo (cobarde). Así lo presintieron los clásicos, y si alguna vez rimaron baúl con azul o calostro y rostro, fue en composiciones en broma, donde esas rimas irrisorias caen bien. Lugones lo hace en serio. A ver, amigos, ¿qué les parece esta preciosura?

Ilusión que las alas tiende
En un frágil moño de tul
Y al corazón sensible prende
Su insidioso alfiler azul

Esta cuarteta es la última carta de la baraja y es pésima, no solamente por los ripios que sobrelleva, sino por su miseria espiritual, por lo insignificativo de su alma. Esta cuarteta indecidora, pavota y frívola es resumen del Romancero. El pecado de este libro está en el no ser: en el ser casi libro en blanco, molestamente espolvoreado de lirios, moños, sedas, rosas y fuentes y otras consecuencias vistosas de la jardinería y la sastrería. De los talleres de corte y confección, mejor dicho. Yo apunté alguna vez que La rosaleda, con su cisnerío y sus pabellones era el único verso rubenista que persistía en Buenos Aires; hoy confieso mi error. La tribu de Rubén aún está vivita y coleando como luna nueva en pileta… Don Leopoldo se ha pasado los libros entregado a ejercicios de ventriloquía y puede afirmarse que ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar (no hay una idea que sea de él: no hay un solo paisaje en el universo que por derecho de conquista sea suyo. No ha mirado ninguna cosa con ojos de eternidad)… ¡Qué vergüenza para sus fieles, qué humillación!» (95-97).

Lo que Borges hacía con estas palabras era «torcerle el cuello al cisne», frase acuñada por el poeta mexicano Enrique González Martínez en su célebre soneto «Tuércele el cuello al cisne», que ahora sabemos no era un rechazo total al modernismo sino a su filiación parnasista, a la desmesura de aquello que no «era modernista en mí». A Borges le abrumaba la excesiva musicalidad de Lugones, la «frivolidad» de sus versos y, cuando menos, trataba de defender algunos puntos de su manifiesto ultraísta publicado en Buenos Aires en la revista Nosotros (1921), en los que exigía la «abolición de los trebejos ornamentales, el confesionalismo, las circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad rebuscada» y la «eliminación de la rima» («Ultraísmo», 466 – 471).

romancero-leopoldo-lugonesSin embargo, la juventud es efímera y no siempre lúcida porque, más allá de preferencias estéticas, los veintisiete años le impidieron a Borges ver que detrás del Romancero de Lugones se escondía el arrebato y la vehemencia de un hombre que intentaba superar la crisis de la mediana edad -tenía cincuenta años-, pues su matrimonio con doña Juana González, a quien Darío compuso la famosa «Epístola a Madame Lugones» estaba a punto de hundirse. Dos años después, en 1926, Lugones conoció a Emilia Cadelago, una muchacha de veinte años quien, por sugerencia de su profesor, el señor Guash Leguizamón, fue en busca de un ejemplar de Lunario sentimental a la Biblioteca del Maestro, dirigida entonces por el propio Lugones.

El autoproclamado «marido más fiel de Buenos Aires» («Leopoldo Lugones y el amor en la hora de la espada») se enamoró perdidamente de la joven alumna y con ella desahogó el tormento psicológico de estar unido a un amor desgastado. «En mi opinión, sin embargo -dice María Inés Cárdenas de Monner Sans, la responsable de sacar a la luz en 1999 las cartas de Lugones dirigidas a Emilia Cadelago- todo el Romancero es un grito potente ante la soledad y la ausencia de un amor, como lo demuestran las invocaciones a la muerte y la reiteración de crespones negros y cipreses» (Cuando Lugones conoció el amor: cartas y poemas inéditos a su amada, 16).

Era obvio, pues, que Borges no podía ver que ese retorno a la lírica clásica y al poema amatorio, tan distinto a la sordidez, al juicio ágil y fragmentado de Lunario sentimental, era el mecanismo con que Lugones se exorcizaba de su frágil estado de ánimo. Esa vuelta al modernismo puro, al de princesas, monarcas y ruiseñores, era para Borges un lenguaje extraño que no podía convivir con sus ideas ultraístas.

La reconciliación

La vida, sin embargo, es un cúmulo de paradojas. No tardó Borges en reconocer la grandeza de Lugones y la expresividad que él y su movimiento le otorgaron no sólo a la literatura hispanoamericana sino a todo el ámbito de la lengua española. En 1938, a pocos meses de morir Lugones, Borges afirmaba: «Decir que acaba de morir el primer escritor de nuestra república, decir que acaba de morir el primer escritor de nuestro idioma, es decir la estricta verdad y es decir muy poco» (Borges en Sur: 1930 – 1980, 151).

Con estas palabras Borges empezaba a recorrer el largo camino que lo llevaría a deshacerse en elogios hacia quien no dudó en atacar con fiereza en su juventud. A punto de cumplir cuarenta años, Borges entendía que en la literatura no existen parricidios, pues toda idea, por nueva que parezca, no es más que el legado de todos los planteamientos ofrecidos por los escritores que la anteceden. En «Kafka y sus precursores», Borges dice que «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores» (Jorge Luis Borges: Obras completas 2: 81) Así, sin Las fuerzas extrañas y Lunario sentimental, Borges no hubiese quedado en condición de escribir sus tan admirados cuentos fantásticos -los encontrados en Ficciones (1944) y El Aleph (1949), por ejemplo-, y El hacedor (1960), donde aparecen varios de sus poemas más citados como «Borges y yo», «Poema de los dones» y «Ajedrez».

En una conferencia dictada en 1963, Borges admitió haber comenzado a limar asperezas mucho antes de la muerte de Lugones. En esa ocasión dijo:

Quiero volver a repetir -y lo hago con agrado- una suerte de mea culpa, de culpa nuestra, que publiqué antes de la trágica muerte del maestro Leopoldo Lugones. Y quiero empezar explicándola: yo también he sido joven alguna vez, por increíble que parezca. Los jóvenes sentíamos la gravitación de Lugones, la fuerza de Lugones… Y la única manera que teníamos de defendernos de esa gravitación era la hostilidad y la injusticia. La verdad es que Lugones había hecho, y desde luego mucho mejor que los hombres de mi generación, que se llamó Generación de Martín Fierro o Generación Ultraísta, lo que nosotros pretendíamos hacer; y esa suerte de beneficio no se perdona fácilmente. Felizmente, antes de que Lugones muriera, yo publiqué un artículo diciendo lo que Lugones tenía que sentir: que nuestra aparente hostilidad era una suerte de veneración y casi adoración («Conferencia de Jorge Luis Borges sobre Leopoldo Lugones», YouTube).

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No obstante, Borges pareció no aceptar estas disculpas como hecho suficiente y escaló un peldaño más al admitir en la misma conferencia que el precursor del cuento fantástico en lengua española era Lugones, y que Lunario sentimental le abrió las puertas a las vanguardias hispanoamericanas:

..Luego se publica un libro de cuentos fantásticos. Cuando yo, con menor fortuna que Lugones, evidentemente, ensayé el cuento fantástico en aquellas colecciones que se titulan El Aleph y Ficciones, hubo quien dijo que yo estaba haciendo algo nuevo en las literaturas de lengua hispánica. Eso era falso, porque ya Lugones, bajo el influjo de Poe, había escritos Las fuerzas extrañas. En ese libro, un tanto irregular, hay cuentos inolvidables. Por ejemplo, el que se titula «Yzur», historia de un mono que aprende a hablar y que muere agotado por el esfuerzo que esto significa al pronunciar sus primeras y últimas palabras: «agua», «mi amo», «agua», «mi amo», y luego muere… Y llegamos, así, a un  libro, no diré el mejor libro de Lugones, pero sí el libro más característico de Lugones, y ese libro que es Lunario sentimental causó un escándalo que todavía recuerdo personalmente. Se publicó en 1909 y no era ya un libro modernista…Las revoluciones, cuando son genuinas, son fecundas, porque todas ellas enriquecen la tradición. Lugones escribió su Lunario sentimental en lo que un retórico llamaría silvas, salvo que hay versos tan extensos y de metro tan nuevo que todavía no se ha inventado una palabra para ellos. Introdujo, además, como Rubén Darío lo había hecho, una música nueva en el idioma español, y esto debemos agradecerlo.

Salutación y elogio

Así llegamos al año 1960. En el prólogo de El hacedor y en tono onírico, Borges se imagina entrando en el despacho de Lugones en la Biblioteca del Maestro para ofrecerle una copia de su libro. Sueña que al poeta le gustan algunos de sus versos porque puede verse reflejado en ellos. No podía ser de otra manera, pues en el plano real, El hacedor es un saludo a Lunario sentimental por las hipálages, esa figura retórica en que adjetivo y sustantivo disuenan para crear metáforas con alto grado de impertinencia. Este recurso fue llevado hasta el extremo en el poemario de Lugones y Borges no lo pudo desaprovechar.

Si Lugones propuso un «litúrgico furor», una «erótica didascalia», un «letárgico veneno», unas «relumbrantes sardinas», un «azufrado rostro», un «faisán crisolampo», una «diplomática blancura», una «impavidez monárquica», una «linfática miseria», y un «narcótico balanceo», («Himno a la luna», Lunario sentimental), Borges se igualaría con el maestro al ofrecernos su «lúcido sueño», sus «rostros momentáneos», sus «lámparas estudiosas» («A Leopoldo Lugones»), sus «arduos manuscritos», sus «lentas galerías» («Poema de los dones»), sus «mágicos rigores», y su «torre homérica («Ajedrez»).

Pero una crueldad del destino lo hizo acercarse aún más al maestro. Para 1960 y ya entrado en edad, Borges perdió la vista. Como un recurso mnemotécnico recurrió al verso rimado y a los pies métricos que tanto desdeñó en su juventud ultraísta. El mundo no se le vino encima, como a Lugones, a los cincuenta años sino a los sesenta, pues la ceguera lo privó de la lectura personal y silenciosa, y su razón de vida, que fue la de leer y verse rodeado de libros, se vio amenazada.

el-hacedorJosé Emilio Pacheco aseguró que toda una vida dedicada a la lectura no da para leer, a lo sumo, mil quinientos libros. Con seguridad Borges, «el Mozart de la literatura del siglo XX», duplicó esta suma, ya que desde niño devoró, literalmente, la biblioteca de su padre, el señor Jorge Guillermo Borges. No se sabe de otro escritor contemporáneo que haya hecho de la lectura -no de la escritura- un acto de fe y de vida. Así, nos dice en el poema «Un lector»: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito;/a mí me enorgullecen las que he leído» (Elogio de la sombra, 2; 653).

Pasión de pasiones, ni aun ciego dejó de leer y escribir, pues dictaba sus libros y hacía que otros le leyeran en voz alta. Y aunque para 1960 un joven novelista, Pedro G. Orgambide, pronunció su epitafio -«Fue Borges quien condenó a Borges al exilio. Tal vez sin quererlo, vida y muerte faltaron a su vida» (citado por José Emilio Pacheco)-, la juventud de nuevo se equivocaba, no solo porque en El hacedor figuran poemas y viñetas hoy considerados clásicos, sino porque sus cuentos fantásticos ya habían entrado en el pabellón de los inmortales, pues eran leídos en todos los idiomas y por grandes pensadores como George Steiner y Michel Foucault.

De lo moralizante al orden del sinsentido

En contraste con la novela, Julio Cortázar comparó el cuento con una cámara fotográfica por el reducido margen que abarca y porque captura la imagen con precisión. Como el poema, el cuento es amigo fiel del acierto y la concisión del lenguaje, condensando un mundo de ideas en pocas palabras. Así, se ha dicho que una novela se olvida fácilmente pero un cuento se queda grabado para siempre en la memoria. Es lo que ha sucedido con los cuentos de Borges.

Si Lugones vio el horror que produjeron los excesos de la Revolución Industrial y el positivismo, y nos mostró flores que lloran por la maldad humana o un mono forzado a hablar ante el más cruel experimento científico, a Borges le tocó presenciar cómo la utopía de los avances tecnológicos y científicos del siglo XIX culminaron en el XX con la invención del Zyklon B, el pesticida a base de cianuro que Hitler utilizó en los campos de concentración para matar a millones de judíos, y con la creación del primer avión caza reactor, el Messerschmitt Me-262, apodado Schwalbe -«golondrina», en alemán-, con que Alemania destrozó a Europa. De nuevo, el cuento fantástico le salía al encuentro a la realidad.

Conducido por las veleidades de sus siempre mutantes tendencias ideológicas, Lugones fue socialista, anarquista, masón, teósofo y hasta fascista. En cambio Borges vio lo que su maestro modernista no pudo ver: toda doctrina o ideología es una falacia. Así, en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», denuncia de manera sutil -echando por tierra su imagen de intelectual reaccionario que lo persiguió injustamente hasta su muerte- los horrores del mundo en los años cuarenta.

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En el legendario cuento, una sociedad secreta compuesta por astrónomos, biólogos, ingenieros, metafísicos, poetas, químicos, moralistas, pintores y geómetras crean un «brave new world» (Tlön), dirigidos por un «oscuro hombre de genio» (1: 834). La posdata, fechada por adelantado 1947, se anticipa a lo que hubiera sido el mundo tras el triunfo nazi, y remite inmediatamente a la reciente historia que había vivido la humanidad: el nazismo y el antisemitismo, nacidos de un pequeño y altamente ilustrado grupo de hombres, también dirigidos por un «oscuro hombre de genio» (Hitler). Dice el narrador: «Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres» (1: 841). El universo ficticio de Tlön viene a ser una alegoría que evidencia el desdén de Borges por las ideologías totalitaristas.

Como si el espanto no fuera suficiente, en «Deutsches Requiem», Borges se adentra en la piel de Otto Dietrich zur Linde, un miembro del partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, o Partido Nazi, nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz, quien abole su piedad destruyendo a los otros, entre ellos al judío Ashkenazi David Jerusalem, el cual se suicida luego de ser torturado.

Otto Dietrich zur Linde es la tenebrosa cara del Tercer Reich, que veía «que el mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús» (1: 1029). Y termina Borges, en voz de zur Linde, su espeluznante relato: «Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, notros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno» (1030).

La barbarie: una vuelta de tuerca

Desde el modernismo hasta la postvanguardia muchas aguas han corrido. En Las fuerzas extrañas, el ansia moralizante muestra la ceguera de los hombres ante lo que está fuera de ellos, lo que destruyen y por lo que son destruidos. Borges percibe fuerzas desconocidas pero no extrañas por cuanto provienen de nosotros y de nuestra mente. Cuanto sucede, es decir, lo que existe, es una particular forma de materialización de lo que pensamos. El azar es el encuentro, la combinatoria o el choque de esos pensamientos materializados, y la razón, que Lugones podría juzgar errada, es en Borges una dimensión escueta donde sólo desfila el orden. El orden no es ético, pero si lógico, pues todo sistema está engarzado por causas y efectos.

En el relato «El Evangelio según Marcos», de El informe de Brodie (1970), la racionalidad del personaje principal es totalmente diferente a la de la familia que lo hospeda en una estancia del sur de la Argentina. El punto de contacto entre ambas mentalidades se da con el Evangelio según San Marcos, cuyos pasajes lee el personaje principal a la familia. De tal lectura concibe el patriarca crucificar a su huésped, a quien percibe tan extraño como a ese señor del texto sagrado, que viene al mundo a ser crucificado. El huésped, siendo de la ciudad, cree inicialmente que el fervor obliga a los hijos del estanciero a construir la cruz. Ambos, el campesino aislado y el hombre de la ciudad obviamente conciben a Dios y al libro -la Biblia- de manera totalmente opuesta.

El tema de la barbarie, surgido en el Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento para oponerse al pensamiento civilizatorio nacido de la ilustración francesa, fue retomado por la literatura hispanoamericana del siglo XX de diversas formas.  En Borges este tema no tiene que ver solamente con el campo ni con la desmesura del pensamiento. En tal sentido, no parece eliminable sino inherente a las sociedades: «La lotería en Babilonia» establece el orden puro del azar, es decir, de una maquinaria -la lotería- capaz de producir infinitas combinaciones de premios y castigos. «La biblioteca de Babel» es la total reducción del universo a una biblioteca que en alguno de sus textos, todos parecidos, se encuentra el nombre de Dios. El orden agobiantemente simétrico, opuesto al de la lotería, estructura individuos aislados, o mejor dicho, sólo comunicados por un objetivo que, siendo sublime, es extremadamente inhumano.

Las sociedades secretas, como la de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», son reductos de sociedades como la de la lotería. No hay Dios, sino un orden que en su perfección carece de sentido, es decir, sus excesos producen extraños mundos en los que se pierde la totalidad de la condición humana, su sentido de integridad, su complejidad y su equilibrio.

Dios no está en ninguna parte, ni en «Las ruinas circulares» en donde la conciencia descubre que es soñada al infinito por un demiurgo, ni en el ojo mágico de «El Aleph», que permite verlo todo simultáneamente, el pasado, el presente y el futuro, ni en la memoria de «Funes el memorioso», que reproduce las palabras como un gramófono.

De Las fuerzas extrañas no quedó la idea de una humanidad descarriada, sino de una que, de tan descarriada, debe referirse con la sangre fría y a veces con el humor del cronista.  Más que los espantos que narra, es la distancia que Borges mantiene con lo narrado lo verdaderamente distinto al fantástico modernista. El cambio es generacional e imposible de eludir, pues los modernistas creyeron en un orden superior o armonía más allá de lo visible. Las vanguardias nacen de la guerra, no en vano adoptan la disposición delantera de quienes entran en batalla.

En la cadena de sucesión que va de Lugones hasta Borges, no había más que se pudiera hacer, pues las bases del mundo y los valores humanos se habían cuarteado en progresión ascendente y al alumno sólo le quedó aceptar el horror que su maestro presintió en el siglo XIX y que en el XX, el siglo de las guerras, se convirtió en espanto. Sin embargo, en medio de la barbarie también quedó la lección de que en la literatura no hay guerras contra la escritura lúcida. La rama de olivo que Borges le brindó a Lugones así lo muestra. En ella no hay rastro de barbarie.


Obras citadas

– Borges, Jorge Luis. Obras Completas. 3 vols. Buenos Aires: Emecé editores, 2010. Impreso.

-. Borges en Sur: 1931 – 1980. Buenos Aires: Emecé, 1999. Impreso.

-.«Conferencia de Jorge Luis Borges sobre Leopoldo Lugones». YouTube. Web.

-. El tamaño de mi esperanza, 4ta ed. Buenos Aires: Seix Barral, 1994. Impreso.

-. «Ultraísmo». Nosotros (No. 39). Buenos Aires. Diciembre. 1921. Impreso.

– Cárdenas de Monner Sans, María Inés. Cuando Lugones conoció el amor: cartas y poemas

inéditos a su amada. Buenos Aires: Seix Barral, 1999. Impreso.

– Fuster García, Francisco: «La prosa bella de Rubén Darío». El boomeran(g). Web. Julio, 2013.

– Lugones, Leopoldo. Lunario sentimental. Madrid: Ediciones Cátedra, 1994. Impreso.

-. Las fuerzas extrañas. Buenos Aires: Agebe, 2005. Impreso.

– Pacheco, José Emilio. Jorge Luis Borges: una invitación a su lectura. México, D.F.: Hoja Casa

Editorial, 1999. Impreso

– Tarde o temprano (Poemas 1958 – 2009). México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2009. Impreso.

– «Leopoldo Lugones y el amor en la hora de la espada». Letras Libres. Web. Octubre. 1999.

– Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica, 2da ed. México, D.F.: Premia editores, 1981. Impreso.

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Revista bimensual y digital que promueve las ideas, la creación y la crítica literaria. Fundada en 2004 por el escritor Sergio Ramírez