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El Expreso del Sol (cuento)

1 octubre, 2015

Tomás González

(Tomás González y la espinosa belleza del mundo, presentación de Peter Schultze-Kraft).

– Un día Rosario González informó a su hermano Tomás de un incidente casero del que normalmente solo se habla en famille. El tío demente de su marido, oriundo de Barranquilla y antes de su jubilación viajero frecuente en la ruta ferrocarrilera del Río Magdalena, había entrado, con la maleta hecha, al baño de la casa y se había sentado en el inodoro, dispuesto a viajar en el Expreso del Sol a la Costa. Esta historia trágica, casi tragicómica, ya por sí solo hubiera servido para un cuento conmovedor. Pero Tomás González vio más potencial literario en ella. No solo escribió un cuento sobre una enfermedad, sobre una familia, sobre el trópico, un recuerdo de los ferrocarriles colombianos estúpidamente abolidos, sino convirtió el episodio, además, en un cuento de amor.

Al comienzo el protagonista principal es don Rafael, quien padece de Alzheimer; al final su esposa Jesusita es la heroína. El viaje de don Rafael a la Costa es en verdad un viaje a las riberas del Hades y Jesusita recupera a su marido en el umbral de la muerte, una inversión del motivo de Orfeo y Eurídice. Cuando se lo advertí a Tomás, me contestó: “Esto no lo tenía en mente, pero me alegra, y más aún me alegra de que sea al revés.”

Como es obvio, “El Expreso del Sol” tiene mucho que ver con Gabriel García Márquez. Por un lado, porque don Rafael tiene la misma enfermedad de la que padecía el Premio Nobel (a quien el cuento está dedicado); por otro lado, porque el tren de don Rafael nos lleva exactamente al mundo tropical, al cual pertenecen García Márquez y su obra. Veo en este texto de González un desarrollo continuado del realismo mágico en el sentido de una “secularización” o interiorización, una ruptura con él, y al mismo tiempo un homenaje a su maestro. En el texto no hay nada exagerado, nada increíble, no hay milagros, todo queda concebible y en el suelo, los protagonistas ni siquiera salen de su casa. Hay que reconocer que también el mundo de un enfermo de Alzheimer es real. El único milagro lo realiza Tomás, quien logra que no solo don Rafael y poco a poco Jesusita, sino también los lectores, participen en el viaje como si estuvieran a bordo del tren que no existe.

De las cuatro figuras sobresalientes de la literatura colombiana contemporánea –Héctor Abad, Tomás González, Evelio Rosero, Juan Gabriel Vásquez–, Tomás es el más quieto y menos conocido, y quizás el más profundo porque no solo cuenta, en un lenguaje sencillo, austero y plástico, historias cautivadoras, sino comparte con el lector en toda su obra, y sin ningún ánimo de adoctrinamiento, su visión de la “espinosa belleza del mundo”, y aspira a mostrarnos la totalidad de la vida: que lo bueno está al lado de lo malo, que la luz y la sombra son dos caras de la misma moneda, que el máximo dolor tiene su correspondencia en el máximo goce. Para ilustrar esta idea quiero citar dos pasajes en las cuales González logra captar esta dualidad en una sola imagen:

– “En un bar fétido y mientras sonaban tangos […] el apuñalado perdía sangre y bebía cerveza.” (La historia de Horacio)

– “Pasaron por el pueblo de Corinto y, llegando a un caserío sin nombre, donde pocos años después se produciría la matanza de tres familias, Abraham frenó en seco para no arrollar a un perro flaco que se atravesó en la carretera y desapareció entre cañasbravas.” (Abraham entre bandidos)

Tomás González nació en 1950 en Medellín y estudió filosofía en Bogotá. Pasó 19 años (1983-2002) en los Estados Unidos, tres de ellos en Miami y dieciséis en Nueva York. Ahora vive en las montañas de Cachipay, a dos horas de Bogotá. Entre sus libros destacan: Manglares (poesía), El Rey del Honka-Monka (cuento) y las novelas Primero estaba el mar, Para antes del olvido, La historia de Horacio, Los caballitos del diablo, La luz difícil.

El cuento “El Expreso del Sol” fue escrito a comienzos de 2013 y formará parte de un libro de relatos con el mismo título que próximamente será publicado por Seix Barral, Bogotá.


El traductor Peter Schultze-Kraft y el escritor Tomás González, en un baño de la Biblioteca Nacional de París en 2010. Foto: Daniel Mordzinski.

En memoria de don Gabriel, esta historia formada con lo poco que conozco o recuerdo
y lo infinito que he olvidado o ignoro.

 

–Pasado mañana es tres –dijo la mamá.

–Noviembre ya –contestó Emma–. Voló este año.

Al día siguiente madre e hija sacaron la cama y demás muebles de la habitación que tenía vista a los mangos y a la tapia del patio, y que serviría de vagón, y pusieron allí dos filas de sillas. Quitaron los adornos y los cuadros de la sala, para convertirla así en sala de espera. Pusieron en un pasillo el escritorio, que sería taquilla primero y después mostrador de tienda, y sobre él la pila de cartulinas negras en las que, para no confundirse, y desde el segundo viaje, habían escrito en blanco, por orden de llegada, los nombres de las estaciones. En La Dorada harían la conexión con el Expreso del Sol.

Jesusita y don Rafael habían hecho el primero de estos viajes cuatro años atrás. Don Rafael estaba muy deteriorado –no del cuerpo, pues seguía flaco y fuerte como siempre, sino de la memoria y el entendimiento, que tenía casi en ruinas– y llevaba ya mucho tiempo, meses, sentado en una silla en el patio o en una mecedora en la sala, sin hacer nada ni desatar palabra. Ni siquiera había sido necesario mantener con llave la puerta de la casa, como habían recomendado los médicos, para que no saliera a la calle y se extraviara, pues don Rafael no estaba interesado en el mundo exterior. Se vestía sin ayuda, se aseaba sin ayuda, comía sin ayuda, y pasaba las horas, quieto en la silla, solamente respirando y mirando hacia adelante. Hasta que una tarde Jesusita lo vio bajar la maleta de la parte alta del clóset y ponerse a empacar.

–¿Te vas? –le preguntó, y él le dijo que sí y le pidió que hiciera la maleta ella también, pues salían para Barranquilla. La madre cumplía años, dijo don Rafael, y estaba allá esperándolos a todos para que se los celebraran. Jesusita agarró el asunto al vuelo y no tuvo necesidad de preguntarle que cómo pensaban viajar, pues don Rafael, desde sus años de agente de la Singer, antes de vivir en Honda y de casarse con Jesusita y de abrir la ferretería y de perder el entendimiento, había sido muy aficionado al tren.

–Tu mamá se murió hace cinco años, Rafael, y el tren ya se acabó –le dijo, pero él siguió empacando.

Jesusita hizo una pausa mientras evaluaba la situación.

–Listo. Nos vamos, entonces.

Como nadie estaba preparado, en ese primer viaje tuvieron problemas con la silletería del vagón –que Emma y Jesusita debieron improvisar rápidamente en el comedor–, con la alimentación y también con los nombres de las estaciones. Aprenderían después a organizar todo con bastante anticipación, y la visita a la Costa se convertiría en un viaje de sueño, un viaje de placer, no importaba que sufrieran a ratos y se demoraran tantas horas –pues Barranquilla es lejos–, y que ella tuviera cada año, al final de la estadía, el feo y consabido encontrón con el carácter imperioso de su difunta suegra.

Emma revisó que las cartulinas con los nombres de las estaciones estuvieran en estricto orden y puso la boletería en el cajón del escritorio.

–Este año voy a ofrecer quesillos –dijo.

Era la menor de ocho hijos y la única que aún vivía con ellos. El vestuario que mantenía para el viaje anual de su padre a la Costa era muy completo: vendedora de quesos, vendedora de almojábanas, vendedor de los que cargan un palo con dulces de colores, señora dormida en banca de estación, policía de bigote postizo y bolillo, hombre joven y solo que bebe aguardiente a pico de botella, y muchos otros.

–Y panelitas –dijo Jesusita.

Por la noche don Rafael hizo la maleta y ella se aseguró de que nada se le quedara. La última vez había llevado ocho calzoncillos y se había olvidado de las medias. Dos pares iba a necesitar, para los dos días que pasarían visitando a la familia de él en Barranquilla.

Al final del viaje del año anterior, la madre de don Rafael, muerta hacía cinco años, a la edad de 95 y en plena posesión de sus facultades mentales –demasiadas facultades y mucha posesión, opinaban algunos de sus nietos–, había insistido, igual que cada año, pero con más vehemencia que nunca, en que don Rafael se quedara con ella, pues era una tontería hacer un viaje tan largo para una estadía tan corta. Cuando ya lo iba a convencer, casi a obligar, Jesusita debió intervenir en la conversación, disimulando el miedo y un poco a ciegas, pues no podía saber lo que la suegra decía, sólo lo que don Rafael le respondía. Así y todo se dio mañas y al fin logró que le permitiera regresar.

Jesusita y don Rafael llegaron demasiado temprano a la estación, compraron el tiquete y se sentaron.

–Ojalá no venga atrasado otra vez –dijo ella, mirando el reloj redondo de la sala de espera.

–Estamos bien.

–Sí, ¿no?

Vestida de mujer que atiende un mostrador, Emma le vendió dos cafés al papá en el escritorio, que ahora hacía de tienda, y cuatro panelitas. A pesar del calor, don Rafael tomaba el pocillo con las dos manos, como si quisiera calentarse. Jesusita le había empacado un suéter de lana, pues por las noches incluso en Honda sufría de frío.

–Ya se lo oye –dijo al rato don Rafael.

Ella miró el reloj. Sólo veinte minutos tarde. El año pasado el retraso había sido casi de una hora, por un derrumbe en el Alto de la Mona, y habían estado a punto de perder la conexión. Le gustaban los viajes a Jesusita, y más éste, que duraba de 25 a 35 horas, y en el que pasaban muchas cosas. Tanto se entregaba ella al viaje, que alcanzaba a disfrutar más que nadie del olor de la vegetación que entraba por las ventanillas e incluso del acre olor del combustible diésel de la locomotora.

–Sí. Ya se lo oye.

El viaje a la Dorada no ofrecía muchas emociones, pues lo habían hecho demasiadas veces durante los diez años largos en que vivió allí uno de sus hijos. Jesusita se sabía el trayecto de memoria, y no se aburría, no, Jesusita nunca se aburría, pero el verdadero viaje para ella comenzaba en La Dorada. Se durmieron los dos durante todo el trayecto y al llegar a la estación los despertó la voz de Emma, que corría detrás de los vagones ofreciendo uvas, ofreciendo tajadas de piña. Y corría tan bien, Emma, que don Rafael no sólo la vio a ella sino también a los grupos de niños y adolescentes que se habían volcado al andén con todos los productos del mundo. Salieron los dos del vagón entre el desorden de vendedores, fueron al baño y poco después se subieron al Expreso del Sol, que no hacía mucho había llegado y tardaría diez minutos en salir, según les informaron los mismos vendedores.

Jesusita se acomodó en su silla y, abanicándose, se asomó por la ventanilla, para ver dónde estaba Emma. En La Dorada se había afianzado ya el calor de la mañana y el abanico no lograba mitigarlo. Como pasaba siempre, los diez minutos se convirtieron en quince, en veinte, en media hora, hasta que por fin arrancaron y la brisa de los ventiladores refrescó el ambiente.

–Se siente el olor del río –dijo Jesusita.

Se durmieron poco después de salir de La Dorada, mecidos por el vaivén del vagón, y al despertar estaban pasando por Caño Alegre, población que no tenía estación propiamente dicha, sólo andén, y en la que el tren no paraba. Jesusita le entrecerró los ojos al viento. Se sentía, se palpaba casi, el olor de la maleza que había a lo largo de los rieles. Cinco horas de viaje habían pasado en menos de un parpadeo. De una canasta, Jesusita sacó sándwiches, que la noche anterior había partido en triángulo, después de recortarles los bordes, y que tenían huevo, mortadela, tomate, lechuga y mayonesa. Del termo, que también venía en la canasta, sirvió limonada fría.

El día alcanzó su máximo brillo. Don Rafael vio los novillos que se protegían del sol bajo las ceibas en los potreros que el tren atravesaba, mientras las garzas que se les paraban en los lomos les quitaban las garrapatas o simplemente se quedaban allí, dueñas del mundo. Los parales de un puente de hierro cruzaron rápidos por la ventanilla y, abajo, en un pequeño río, don Rafael vio a Emma golpear ropa contra una piedra y levantar la mirada para verlos pasar. Ni él ni Jesusita tuvieron tiempo de responder a su saludo, pues la ventanilla fue tapada por un matorral veloz, y salieron otra vez a la amplitud de los pastizales con ganado.

Don Rafael observaba con sobrio afecto a su mujer, que llevaba ya un buen rato entrecerrándole los ojos al viento. Él no era persona de disfrutar de brisas, ni del olor de la vegetación, y tendía más a admirar asuntos prácticos, un cerco particularmente bien levantado y templado al lado de la carrilera o un majestuoso tendido de cables de alta tensión. Hasta que empezó a perder el entendimiento, don Rafael había trabajado en su ferretería y quizás por eso lo atraían las cosas de metal, fueran ellas pequeñas, como los mecanismos de los relojes, o grandes, como los puentes de hierro o el tendido del Ferrocarril de La Dorada. Su hermano Jaime estaba ahora a su lado y le hablaba de las veces que habían ido a pescar a la Ciénaga Grande. ¿A qué horas se había subido?

–Jaime está trabajando en Nare –dijo don Rafael.

Jesusita no quiso recordarle, pues él lo olvidaría de inmediato, que Jaime había trabajado muchos años en Cementos Nare, sí, pero se había jubilado hacía más de diez y ahora vivía en Barranquilla. Si a eso lo podíamos llamar vivir, pues estaba muy mal por el enfisema.

–¿Otra vez? –preguntó Jesusita–. Y bien poquito que le gustaba el puesto.

Don Rafael miró por la ventanilla y aguzó la vista.

–La cúpula de la iglesia de Puerto Nare.

–¿La alcanzas a ver?

–Una de la tarde en el reloj.

Jesusita no se tomó el trabajo de mirar el suyo. Esa sería la hora.

Don Rafael se durmió con la barbilla en el esternón y un mechón de pelo lacio, vigoroso, gris, sobre la frente, y Jesusita se levantó de la silla y fue a hablar con Emma, que tomaba café con pan, acodada en la mesa de la cocina. Emma había telefoneado a Flor, la hermana mayor, quien vivía en Armero y vendría a acompañarla durante la noche. Con los demás sólo se podía contar para ciertas cosas, o en situaciones de urgencia, pues trabajaban demasiado y tenían hijos pequeños y obligaciones. Todos permanecían pendientes de las peripecias del viaje, eso sí, y cuando pasaban por la casa daban un vistazo al vagón y le dejaban a Emma almojábanas, chorizos o avena helada, para la venta.

Poco antes de Puerto Berrío se desató un aguacero. Emma estaba en la estación, protegida por un poncho de hule, y les ofreció tajadas de piña, uvas y mandarinas, que cargaba en un canasto. Muchos de los vendedores se escampaban precariamente bajo el alero del muro, al fondo del patio, tras los mangos.

–Nada que arrancamos –dijo Jesusita al rato, refrescándose con su abanico de coralinas rosas rosadas sobre fondo blanco. Emma había apagado los ventiladores.

–Voy al baño y a preguntar –dijo don Rafael, y al momento Jesusita lo oyó soltar el inodoro del baño del segundo piso, bajar, hablar con otras personas, probablemente otros viajeros o empleados del tren, y regresar al vagón.

–No está lleno, pero hay gente –informó, como si fuera eso lo que había salido a averiguar.

Para el segundo viaje, Emma había recortado diez siluetas de cartón, de tamaño natural, que representaban pasajeros, o vendedores, o trabajadores de los ferrocarriles. Las guardaban en un clóset, junto con las luces navideñas, y las usaban año tras año. En este momento representaban vendedores y vendedoras a quienes la lluvia salpicaba los pantalones y las faldas. Al lado de los ruedos de pantalones y faldas, don Rafael alcanzaba a ver las canastas con bollos de maíz o con tamales, con quesos y dulces de guayaba, o con gallinas cocidas, de color amarillo casi dorado, brillantes por la grasa, nada apetitosas para su gusto, y cuyas patas apuntaban hacia el cielo.

Don Rafael comía muy poco, y sus hijos y su mujer acostumbraban sermonearlo, preocupados de que pudiera enfermarse. Usaba guayaberas azules claras o amarillas claras, casi blancas, muy bien aplanchadas, y su delgadez física y corrección y pulcritud de lenguaje y de apariencia siempre habían inspirado respeto. Más de cincuenta años atrás, aquella dignidad y elegancia habían enamorado a Jesusita, que cursaba secundaria en Honda. Y seguía siendo, todavía y ante todo, un impecable caballero del Caribe, don Rafael, así tuviera la memoria hecha jirones.

Apenas una hora después de salir de Puerto Berrío, el tren se detuvo de nuevo. Había dejado de llover y don Rafael vio el sol relumbrar sobre los pastizales mojados.

–Deben de estar trabajando en la vía –dijo Jesusita, que conocía muy bien a su marido. Él dijo entonces lo que en cada viaje anotaba en estas mismas circunstancias, es decir, que tenía que ser uno negro para manejar el mazo bajo ese sol tan bárbaro. Jesusita estuvo de acuerdo.

–Es que mírales las espaldas –dijo.

La cuadrilla trabajaba delante de la máquina. No eran todos negros, había también dos blancos amarillentos, ventrudos, de brazos poderosos, pero los que ahora golpeaban los rieles eran negros los dos. Jesusita dijo “¡qué belleza de cuerpos los de estos negritos!”, comentario notable viniendo de alguien como ella, que seguía siendo muy agraciada a pesar de los años, pero era bajita y leve de apariencia, mientras que los dos colosos que manejaban los mazos eran poco o nada aptos para diminutivos. El tren se había detenido al lado de los matarratones del cerco de la hacienda que los rieles atravesaban. El olor a pasto era muy fuerte.

Se adormilaron en el calor húmedo mientras los hombres golpeaban los hierros, con ritmo, bajo el sol, y se despertaron cuando dejaron de hacerlo. Terminada la reparación, los cuatro trabajadores se quedaron a un lado de la vía, con los torsos cubiertos de sudor, y el tren arrancó despacio, las ruedas chillando suavemente en los rieles. El viento le refrescó la cara a Jesusita, que otra vez cerró los ojos. En el fondo de su placidez persistía, sin embargo, como una espina, la preocupación por la discusión inevitable con su suegra y los problemas que se podrían presentar para el regreso. Jesusita no quería ni siquiera pensar en la posibilidad de devolverle su marido a Dios, así hubiera perdido el entendimiento y fuera a regresar a la casa a no hacer nada y a permanecer en silencio durante meses.

Cuando llegó Flor con tamales y una canasta de gaseosas para la venta, llevaban ya un rato largo detenidos en la estación de Barranca, legendaria por su calor intenso y húmedo, que persigue a las personas allí donde se escondan. Flor y Emma les ofrecieron los tamales, que Jesusita pagó y recibió por la ventanilla.

–¿Están seguras, niñas, de que están frescos?

–Si salen avinagrados tienen devolución –contestaron las vendedoras, riéndose.

–¿Ah sí? ¿Y nos quedamos aguantando hambre?

–Excelente tamal –dijo al rato don Rafael, que definitivamente estaba locuaz. Los viajes parecían devolverle algo de su juventud.

–No hace tanto calor como otras veces, pero se siente la humedad. ¿Quieres ají?

Jesusita sacó la cabeza por la ventanilla para llamar a las vendedoras, que le pasaron un frasco delgado, y don Rafael salpicó su tamal de rojo vivo. Emma y Flor se protegían del sol debajo de un mismo paraguas amarillo, e iban y venían juntas, jugando y riéndose. “¡Como si se necesitaran dos personas para vender un par de tamales!”, pensó Jesusita, severa. “¡Tan viejas y en esas! Flor tiene hijos en la universidad, figúrense, y está demasiado robusta para andar brincando por ahí”. A don Rafael, en cambio, lo conmovió ver a las niñas vendedoras, gorda la una y la otra flaquita y muy despierta, que trabajaban jugando en la estación.

El tren volvió a ponerse en marcha. Al atardecer Gonzalo, el menor de los hombres, vino a surtir a las vendedoras con empanadas y arepas de maíz rellenas de queso y aprovechó para ponerse el uniforme de supervisor y recorrer los vagones revisando los tiquetes de los pasajeros. Su amabilidad natural lo hacía muy eficiente para ese trabajo, que desempeñaba sin esfuerzo y siempre sonriente. Al momento de confeccionar el uniforme nadie había podido recordar cómo se vestían los supervisores, pues los trenes se habían acabado hacía mucho tiempo, y al final se decidieron por un traje azul oscuro, de paño; un quepis, donde decía FCN bordado en letras blancas por una de las hijas; y una corbata roja, que era el color preferido de Gonzalo para corbatas. La primera vez que lo vio, don Rafael se mostró extrañado y miró a su hijo con cierta curiosidad. Nada comentó y se acostumbró pronto al hecho de que les hubieran cambiado el uniforme a los supervisores.

Habían llegado otros hijos y algunos nietos, y el ambiente en el comedor estaba ruidoso. A don Rafael los precios del vagón-restaurante le habían parecido siempre un abuso y casi nunca comió allí en la época de sus viajes de trabajo a la Costa. La vez que Jesusita lo acompañó en uno de esos viajes, todavía recién casados, almorzaron en el restaurante, pues don Rafael quería que lo conociera y se admirara. Ella se mostró escandalizada por los precios y don Rafael dijo que la comida sentaba mal si uno pensaba demasiado en lo que había costado.

La bulla seguía y Jesusita dijo que los restaurantes de los trenes deberían tener horarios que respetaran el sueño de los viajeros. Así y todo se durmieron. Al despertar vieron el disco grande de la luna que emergía muy solemne de la cordillera, detrás de la tapia, entre dos árboles de mango del solar. “Se acordó”, pensó Jesusita. “Creí que por estar hablando en el comedor lo iba a olvidar”. La luna era de papel de aluminio y Emma la subía con una vara de bambú y la alumbraba por debajo con una linterna. Cierta vez, en uno de los viajes apareció la luna verdadera por encima de los mangos y Jesusita sintió que le había robado el milagro de la linterna. El disco que Emma levantaba parecía un gran farol o uno de esos globos de papel de seda que remontan los niños por las noches.

–Sigue Chiriguaná, ¿cierto?

–Sigue Gamarra –dijo Don Rafael y pasó a recitarle todas las estaciones desde La Dorada hasta Ciénaga, subiendo un poco la voz cuando llegaba a Gamarra y Chiriguaná, para que el énfasis hiciera que a su mujer se le quedaran grabadas de una vez por todas las benditas estaciones. Jesusita sabía cuál era la siguiente, por supuesto, pues Emma ponía el cartel de cada estación donde ella pudiera verlo bien, pero quiso preguntar, para darle a don Rafael la oportunidad de lucirse.

En Gamarra el tren se quedó una hora. “¿Cuál será el problema, señor?” le preguntó Jesusita al supervisor, y Gonzalo le dijo que la máquina había venido molestando desde Villeta, mucho antes de que ellos dos se subieran, y que había que tener paciencia, pues iba a ser un viaje de los largos. “Lo bueno de viajar es que uno nunca sabe lo que va a pasar”, pensó ella, conmovida por la belleza de la luna en el copo de la cordillera.

–Lo mejor es que se duerman y verán que así no se les va a hacer tan largo ni tan caliente –dijo Gonzalo–. A los dos, claro, pero sobre todo a él, que tiene más años –agregó, y Jesusita creyó distinguir un leve toque de reproche en sus palabras, como si hubiera sido de ella la idea de estos viajes con los cuales impedía, según su hijo, que don Rafael llevara una vida pareja y tranquila. “Imaginaciones mías, seguramente”, pensó, y entonces lo pensó mejor: “Injustos que son los hijos”.

De los pueblos calientes del Magdalena Medio, el de Gamarra es uno de los más calientes y menos favorecidos por el viento. Jesusita se abanicaba y don Rafael se enjuagaba el rostro largo y delgado con un pañuelo tan blanco como la luna que Emma había colgado sobre la tapia. “Un viaje sin aguantar calor de vez en cuando no sería un viaje”, pensaba Jesusita, como respondiendo a lo que, según ella, Gonzalo había insinuado. “Para eso mejor se queda uno en la casa, entonces”.

–No creo que tarde ya más de media hora –dijo don Rafael. En el bolsillo derecho de la guayabera traía otro pañuelo, humedecido con agua de colonia y tan luminoso como el primero, y con él se refrescaba la cara, aplicándolo sobre la piel bien afeitada de las mejillas, o en la frente, y de vez en cuando se lo ponía en la nariz y aspiraba el olor del agua de colonia, para que la frescura le llegara también a su inestable espíritu. Jesusita miró a Emma y le pidió con los ojos que encendiera los ventiladores.

En el radio de pilas que llevaba un pasajero en la parte de atrás del vagón sonaba la canción Los Sabanales, de un conjunto musical por esos días muy famoso, llamado Los corraleros de Majagual. A don Rafael no le gustaba el vallenato, por ser música demasiado populachera, y si le hubieran mencionado el grupo habría respondido que conocía Majagual, como no iba a conocer Majagual, pero que no sabía nada de ningunos corraleros. No le interesaban esas cancioncitas de moda. Jesusita, en cambio, a quien, todavía a sus setenta años, le gustaba bailar, sin darse cuenta cerraba un poco los puños a la altura del pecho y los movía de forma casi imperceptible, igual que los hombros, al ritmo de la música.

Desde Gamarra, o un poco antes, y, como haciendo énfasis en el hecho de que se oían otras voces y estaban ya en otro ámbito, las canciones vallenatas no dejarían de sonar:

Vivo aquí

pintando el paisaje sabanero

porque allí

es donde están todos mis recuerdos.

De don Rafael, pensó Jesusita, bien se podía decir que en la Costa habían quedado todos sus recuerdos. Lo demás lo había perdido o lo estaba perdiendo, qué tristeza. ¡Linda letra, linda letra!, pensó. Don Rafael se quedó dormido otra vez y el tren se demoró más de lo que Jesusita y Emma tenían previsto. Ya más entrada la noche, él preguntó que dónde estaban, arrancaron los ventiladores y el tren volvió a ponerse en marcha.

En Chiriguaná acababa de llover y la temperatura era excepcionalmente fresca, para un pueblo como aquel, en general tan caluroso. El tren se detuvo en la estación, y Emma, antes de ir al solar a cambiar un poco la ubicación de la luna, puso los ventiladores al mínimo de potencia. Eran dos aparatos de marca Sankey, color azul claro, y para los viajes se los situaba a cierta distancia de la puerta del vagón. –Qué frío hace, mujer –dijo don Rafael, y ella le ayudó a ponerse el suéter.

En Chiriguaná se subieron dos señores conocidos de él, que Jesusita al principio no logró ubicar. Juzgando por el trato formal que don Rafael les daba, dedujo que habían sido personas no demasiado cercanas, amistades de la familia tal vez, a las que había dejado de ver hacía mucho tiempo. Se le notaba que quería despedirse rápido de ellos, aunque sin dejar de mostrarse cortés, y cuando finalmente se fueron, Jesusita se abstuvo de preguntar, pues se dio cuenta de lo poco que su aparición lo había alegrado. Durante el trayecto hacia Aracataca no dejó de darle vueltas al incidente. Algo le decía que habían sido, o eran tal vez, conocidos de la madre de don Rafael, pero tuvo miedo de preguntar, y terminó por olvidarlo.

Veinte horas de viaje. Con el cansancio, a Jesusita las estaciones empezaban a parecerle cada vez menos pintorescas y más difíciles de diferenciar. La luna era lo único que mantenía la fuerza de su brillo. Los vendedores estaban apaleados por el trasnocho, y los quesillos se agriaban en la oscuridad de las hojas de plátano. Se trataba del cansancio que llegaba con la noche profunda, cansancio que Jesusita conocía bien, y que en cierto momento parecía abrumar de manera definitiva a todo el mundo en los viajes largos.

Don Rafael se durmió y habló en sueños, según dedujo Jesusita, con los mismos señores que horas antes lo habían saludado en el vagón.

–Sí, sí, ajá. Bueno, está bien, pero antes prefiero consultarlo con ella –les dijo con claridad y como si fuera su última palabra antes de dormirse, ahora sí, profundamente.

Jesusita dejó de mirarlo y descansó los ojos en el cielo raso.

–¡Hay otra cosa, Ángel, espera un poco! –gritó don Rafael de repente, abriendo los ojos y sobresaltando a Jesusita. Los señores al parecer estaban llegando a la puerta que comunicaba con el siguiente vagón. En ese momento a ella se le ocurrió que podría tratarse de Ángel Oñate, un compañero de colegio de don Rafael, de quien se decía que había muerto demasiado joven, del frío y de la tristeza, cuando estudiaba abogacía en Tunja.

–¿Y si ella dice que no?

El tren se detuvo bruscamente y la supervisora les dijo que habían estado a punto de arrollar a una vaca que se había parado con su cría a rumiar en plena vía. A Emma le quedaba grande la ropa de Gonzalo, y Jesusita pensó que con las botas del pantalón dobladas parecía un niño vestido de adulto. Arrearon a la vaca fuera de la vía, se encendieron los ventiladores y el tren tomó velocidad de nuevo. Cuando entraron a la zona bananera, la velocidad y la abundancia del mundo que se extendía por las ventanillas hicieron que a Jesusita le regresara la euforia de la vida. Por supuesto que ella iba a decir que no. ¿Qué pensaban esos ingenuos? En lo que tenía que ver con don Rafael, ni Ángel Oñate ni ningún otro ángel o criatura alguna iba a ser capaz con ella.

Pasaron por la estación de Aracataca en ese instante totalizador y equívoco que está situado en el borde del amanecer y es a la vez día y noche, vida y muerte, vigilia y sueño. El tren se limitó a disminuir la marcha, pues a esa hora nadie llegaba ni salía del pueblo, que parecía abandonado. Dejaron las últimas calles, volvieron a tomar velocidad, y el amanecer apareció, ahora sí inequívoco, con garzas, nubes y golondrinas.

Emma venía en una de las sillas de atrás, vestida de señor joven que viaja solo y ha estado bebiendo aguardiente con regularidad y moderación mientras pasa el mundo por la ventanilla. Otro de los viajeros encendió su radio de pilas, y un paseo vallenato comenzó a sonar, cadencioso y como saludando el día.

La canción decía que el tiempo que se iba no regresaba y que sólo quedaba el recuerdo de las cosas queridas, y a Jesusita se le ocurrió que a veces ni ese recuerdo quedaba. Todas las canciones parecían estar hablando de don Rafael, pensó, y de pronto sintió alarma. ¿Y quién dice que él no se acuerda?, se corrigió con calor y cierto pánico, pues alguien bien podía haber estado oyendo y tomando nota de lo que pensaba, aprovechándose así de su momentánea debilidad e imprudencia. De lo que pasó hace mucho tiempo, Rafa se acuerda, le argumentó Jesusita con calor a ese posible juez, u oidor, o tribunal o lo que fuera. Y, suponiendo que no se acordara, ¿qué me dicen cuando viaja, como ahora, o cuando le sirven su viudo de pescado, con el que goza tanto aunque se llene rápido, pues tiene estómago de pajarito? ¿Quién dice que eso no es importante? ¿Es que acaso tiene que salir por ahí a buscar puesto? No. Ya él trabajó, y bien que lo hizo, y su plata que consiguió. Si hay alguien que se pueda dar el lujo de perder la memoria si le da la bendita gana es él. Y muy decente que seguía siendo don Rafa, a pesar de la memoria perdida, siguió argumentando Jesusita, y sinceramente afectuoso con las personas, aunque no las reconociera.

Era la misma discusión que al final de la estadía tenía cada año con su suegra, quien, con la arrogancia de siempre, insistía en que no valía la pena quedarse en este mundo si era para no acordarse de nada. Fácil para ella decirlo, ¿cierto?, que es la que ya no está, pensó Jesusita, y ya no tiene nada que perder. Pero don Rafael estaba vivo y, para ciertas cosas, muy vivo. ¡Qué tal el gusto con que oía cantar a los turpiales! Y su suegra, ¿por qué tenía que entrometerse tanto en el matrimonio de ellos? Siempre ha sido así. ¡Qué mujer tan imperiosa!

–¿Sigue Fundación, Rafa? –le preguntó a su marido, que acababa de despertarse.

–¡Fundación ya la pasamos, mujer!

Si uno se acuerda de todas esas estaciones, entonces es que todavía se interesa por este mundo, arguyó con calor Jesusita. ¿Y por qué va uno a irse entonces, si lo disfruta? Don Rafael le hizo la lista de estaciones desde Gamarra hasta Ciénaga, subiendo el volumen de la voz al mencionar Fundación, Aracataca y Sevilla, y Jesusita se sonrió. No quiso, por cierto pudor, pensar en la palabra amor. “¡Tanto que a veces le dura a uno el apego por la gente!”, pensó en cambio. “¿Y a qué horas pasamos Fundación, que no me di cuenta?”.

Ya entrada la mañana apareció ante Jesusita la Ciénaga Grande en toda su belleza. Las casas de palafito estaban suspendidas en la neblina, y la ciénaga se había transformado en vapor y sombras verdes. Jesusita recordó la letra de otra de esas canciones que no habían parado de sonar en el tren desde hacía algún tiempo. Era sobre una casa que volaba. Jesusita bien le habría podido pedir a Emma o a Gonzalo que les quitaran la música, quejarse ante los empleados del tren, mejor dicho, por esa música que ella no había pedido oír, pero lo cierto era que la disfrutaba, y mucho hubiera querido ponerse a cantar o a bailar en el pasillo, así fuera unos segundos.

En la estación de Sevilla vieron a Emma recorrer las ventanillas vendiendo huevos duros, pan y queso costeño, que Jesusita tanto disfrutaba. A veces apreciaba mucho más que el mismo don Rafael las cosas de esas tierras. La Kola Román, por ejemplo, a pesar de ser dulce como un jarabe, si se la tomaba fría, muy fría, con el queso costeño, que es seco y muy salado, y un pan redondo y dulzón que sólo allá existía, era la gloria. Su color rubí, una belleza, alumbraba como neón. Don Rafael, por el contrario, detestaba la tal gaseosa, y del pan dulzón había acostumbrado decir, en épocas de mayor locuacidad, que las cosas aquellas redondas no eran pan ni eran nada. Y cuando Jesusita le mencionaba lo mucho que a ella le gustaba el canto agudo de las mariamulatas, él respondía, caballeroso como siempre, aunque algo displicente –y suprimiendo las eses, como hacía la casi totalidad del género humano desde Barrancabermeja hasta Cayo Hueso–:

–Ah, las avechucha esa.

Mariamulatas y guanabós sonaron en las palmas durante el tiempo que el tren permaneció en la estación. A Jesusita la felicidad le llegaba siempre como el viento, de forma imprevisible, fácil. Se juntaban dos o tres cosas, las palmas, el aire fresco y los pájaros, como ahora, y ahí estaba, no era más. Pero de ese mismo modo fácil se perdía. Hacía rato no pensaba en Ángel Oñate ni en la madre de don Rafael, y volvió a acordarse de ellos cuando los vagones se sacudieron, dieron un tirón y el tren se puso otra vez en movimiento. Si se lo llevan a él, a mí también me van a tener que llevar, infelices, pensó con tan intensa emoción que de pronto dejaron de oírse las aves, como si algún acontecimiento muy solemne o sagrado las hubiera silenciado. Entonces sintió el frío del miedo en el vientre, pues llegaría el año –no este, sobre eso que ni se hicieran ilusiones, pensó, pero llegaría– en que a don Rafael se le complicaría sin remedio el asunto del regreso.

–¡Cómo estaba de bonita la Ciénaga Grande! –dijo Jesusita, para cambiar el curso de sus pensamientos.

–Óyeme, la ciénaga no se ve del tren.

–¿Estás seguro? –dijo Jesusita–. Me lo soñé, entonces. Linda estaba, en todo caso. Llena de niebla.

Cuando por fin se bajaron en la estación de Ciénaga, don Rafael se veía agotado por el viaje. Al verlo así Jesusita desistió de la idea de tomarse con calma un café y tener tiempo así de admirar y disfrutar un poco el edificio, con sus techos altos y frescos y celosías de madera, y decidió salir de una vez a tomar el bus para Barranquilla. Aunque las estaciones de tren le parecían todas bonitas, cada una a su manera, la de Ciénaga era la que más le gustaba. Hacía poco había visto en alguna parte una fotografía del edificio, pero tomada desde un ángulo que no lo favorecía, en la cual se veía derruido y como abandonado. Y si bien en la foto aparecían los techos altos de zinc, cualquiera habría dudado de que alguna vez hubiera tenido celosías.

–Ahí sí tienes la Ciénaga Grande –dijo don Rafael, ya en el bus que los llevaba a Barranquilla. El aire marino entraba a ráfagas. A un lado se veía el manglar en todo su esplendor y, al otro, el mar con todo el suyo.

–Bello –dijo Jesusita–. ¿Cierto?

–¿Qué cosa? Ah, sí –dijo distraído don Rafael, con la peculiar falta de sentimentalismo de los habitantes de la Costa en lo que se refiere al mar. En realidad parecía más emocionado con la visión de la ciénaga, tal vez porque le traía los colores y los olores de las muchas pesquerías que había hecho allí con sus hermanos.

En Barranquilla, Mercedes, la hermana menor de don Rafael, los recibió con un sancocho de pescado en su bonita casa, moderna pero umbrosa, con persianas a medio cerrar por las que se asomaban las flores de los árboles de tulipán de los jardines. Mercedes tenía la pasión de la cocina, y muy en especial la de la Costa. Era una de esas personas que sólo saben cocinar para quince o más comensales y para esos cocinan aunque hayan invitado a dos. Por fortuna casi siempre llegaban más de diez personas, pues la familia era grande y con muchos amigos, que con los años eran ya familia. Cuando don Rafael y Jesusita llegaron, Mercedes, de rostro de gran belleza y ojos que alumbraban como soles sobre su armoniosa obesidad, dirigía desde su silla de la sala a las dos cocineras y a un muchacho que hacía de auxiliar de cocina y mandadero.

Al ser abrazada por su cuñada, Jesusita cayó en el centro de un eclipse cálido. La abundancia física y el poder de afecto de Mercedes, que en paz descanse, se manifestaban de manera muy especial con su menuda cuñada, a quien había querido tanto y tan voluminosamente como su madre la había desdeñado. Que la abundante Mercedes y don Rafael, de físico tan ascético, fueran hermanos y además se parecieran, la maravillaba, igual que la maravillaba el parecido entre Flor, tan robusta, y el flacucho y larguirucho de su padre.

Las dos mujeres lo vieron subir despacio las escaleras y cruzaron gestos de compasión, pues sabían que se dirigía al cuarto que su madre había ocupado durante los últimos años, cuarto que Emma había sabido arreglar y reproducir con mucho esmero, para que pudieran conversar tranquilos. Poco después llegarían los demás hermanos y muchos de los sobrinos, y sonaría la música hasta tarde.

Ya en la cama, Jesusita se adormeció con aquel vaivén ilusorio que queda durante algún tiempo en quienes hacen viajes largos en tren o en barco, e incluso alcanzó a sentir, aunque más débil, el acre olor del ACPM. Antes de dormirse pensó que Flor se había lucido este año en su papel de Mercedes. Tan bien había estado que a Jesusita le había costado trabajo acordarse de que la hermana menor de don Rafael, muy robusta toda la vida, poco después de la muerte de la madre también ella se había enfermado, adelgazado al punto de hacerse irreconocible y alcanzado una levedad extrema que terminó por llevársela.

A Barranquilla llegaron el viernes y el regreso a Honda sería el lunes. No volvieron en tren, como habían planeado inicialmente, sino en avión, pues ni Emma ni don Rafael tenían ya la energía necesaria para el larguísimo viaje. Jesusita, en cambio, habría estado encantada de hacerlo.

Mientras veían pasar, abajo, techos minúsculos, vacas diminutas y nubes como motas de algodón sujetas al follaje de las montañas, Jesusita pensó en lo difícil que le había sido este año regresar con don Rafael, por la terquedad de su madre, por supuesto, y también por la presencia del entrometido ese, el tal Ángel Oñate, que había insistido, casi hasta llegar a la descortesía, en que esta vez don Rafael sí tenía que quedarse.

Jesusita admiró el nevado que había aparecido por la ventanilla. ¡Qué tal la sorpresa que les había tenido Emma! Cuando quedó atrás el espectáculo de la nieve, Jesusita volvió, obsesiva, al tema de las relaciones tan conflictivas que mantenía con su suegra. La discusión con ellos no la había dejado agotada, no, sino furiosa, pues sabía que a la larga se saldrían con la suya y ella tendría que ceder. Y ahora le hervía la sangre al recordar lo cerca que esta vez habían estado de quitárselo, simplemente porque les había dado la gana, sin ninguna razón convincente que echara por tierra los argumentos firmes que ella había expuesto.

¡Par de engreídos! Ya iba siendo hora de que supieran que aquello no sucedería cuando ellos lo quisieran, no, sino cuando ella, Jesusita, buenamente lo considerara apropiado. Durante la discusión con su suegra y con Ángel Oñate había llorado, lo reconocía, pero sin dejar de hacer sentir con claridad sus argumentos. Sólo por lo que respondía don Rafael había podido Jesusita inferir lo que le decían los otros dos, pero así y todo les dejó claro, de manera categórica y de una vez por todas, que ella, su mujer desde hacía más de cincuenta años, sería la primera en saber cuándo don Rafael iba a dejar de disfrutar del canto de los turpiales, o de sus guayaberas de buen corte, o de sus dos luminosos y bien planchados pañuelos.

Entonces y sólo entonces, y no cuando a dos aparecidos les diera la gana de decir que había llegado la hora, iba a permitir ella –así se le partiera el corazón– que don Rafael dejara de tomar el avión, o el tren o lo que fuera, y no volviera.

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