camilo antillon

Marginalidad urbana en el discurso de la élite, Nicaragua 1917-1920

31 marzo, 2017

Camilo Antillón

– El artículo se ocupa de las representaciones de la marginalidad urbana en el discurso de las élites nicaragüenses, durante el gobierno conservador de Emiliano Chamorro, entre 1917 y 1920. Analiza un conjunto de textos, como leyes, decretos, reglamentos, informes, circulares y artículos periodísticos, en tanto dispositivos de disciplinamiento de los grupos marginales del mundo citadino. En esos textos examina la representación de esos grupos como subalternos, es decir, como límite del proyecto hegemónico de las élites, como negación de la narrativa homogenizadora del estado. También explora las maneras en que estos discursos buscaban sujetar a los subalternos al orden oligárquico, a través de la configuración de ciertas subjetividades y posiciones de sujeto. La configuración de sujetos como el vago, el mendigo o la prostituta, y el despliegue de mecanismos para imponerles el orden, la moral y el trabajo, formaban parte medular de esos dispositivos disciplinarios. En esos dispositivos se evidencia la hibridez cultural que caracteriza a la ‘modernidad periférica’ latinoamericana: la adaptación de ideas e instituciones modernas a la preservación de un orden oligárquico de raíces coloniales. El período que abarca esta investigación resulta de especial interés por las ansiedades que despertó el debilitamiento económico de un importante sector de la élite, los cuestionamientos a su autoridad y la crisis de su ideal de masculinidad. Ante las amenazas que esto representaba para la conservación del orden oligárquico, el disciplinamiento de los grupos subalternos cobró especial importancia.


En este artículo propongo un análisis del discurso de la élite sobre el fenómeno de la marginalidad urbana, encarnado en figuras como la del vago, el mendigo y la prostituta, durante el período presidencial de Emiliano Chamorro, entre 1917 y 1920. Me intereso por los modos de representar a esas formas de subalternidad y por la manera en que, a partir de esas representaciones, se buscaba sujetar a esos grupos subalternos a un orden oligárquico de raíces coloniales. Mi interés por ese período reside en que fue un momento particularmente álgido en un proceso de transición que inició muchas décadas antes y cuyos ecos persisten hoy en día. Me refiero a la transición del orden ‘señorial’ heredado de la colonia, al orden ‘burgués’ gestado por la inserción subordinada dentro la economía capitalista mundial. No se trata de una transición lineal entre dos formaciones sociales claramente definidas y nítidamente delimitadas. Todo lo contrario. Es una transición discontinua, contradictoria, abigarrada e incompleta. Si bien amplios sectores de las élites se interesaron por adoptar determinadas instituciones y prácticas del liberalismo moderno, el deseo y la voluntad por perpetuar las formas coloniales del ejercicio del poder y las crisis e intervenciones políticas y económicas limitaron los efectos de dichas instituciones en la sociedad. Trabajos como los de Frances Kinloch, Andrés Pérez Baltodano y Michel Gobat[i], dan cuenta de las tensiones entre los proyectos de nación de distintos sectores de las élites, y de cómo esas tensiones estaban condicionadas, en buena medida, por sus diferentes formas de asimilar ideas y prácticas políticas modernas al interés por preservar un orden oligárquico de raíces coloniales.

La forma particular de la modernidad nicaragüense, como la de muchas naciones latinoamericanas, se caracterizó más por el modernismo de los anhelos de la élite, que por la modernización de las relaciones sociales. Como explica Néstor García Canclini, la expansión moderna en Latinoamérica se vio limitada por el proyecto hegemónico de la oligarquía, que la movía a reproducir las divisiones sociales tradicionales por medio de restricciones en la expansión del mercado, en la democratización y en la eficacia de las ideas renovadoras para transformar los procesos sociales[ii]. Ciertas ideas e instituciones modernas, como el estado, la prensa y la democracia electoral, resultaban atractivas como medios para apuntalar el proyecto político de las élites criollas: para difundir un ideal de nación, para centralizar y legitimar el poder, para afianzar su distinción a través de nuevas prácticas culturales. En cada coyuntura particular, las élites de uno y otro lado del espectro político asumieron de manera selectiva distintos elementos del liberalismo moderno para vehicular sus pretensiones oligárquicas. Es justamente a esto a lo que se refiere Beatriz Sarlo cuando caracteriza la ‘modernidad periférica’ latinoamericana como una coexistencia de elementos defensivos del orden tradicional, con ideas renovadoras del liberalismo moderno. Lo que resulta de esa coexistencia es una cultura de mezcla cuya densidad semántica “trama elementos contradictorios que no termina de unificarse en una línea hegemónica”[iii].

Y la dificultad de las élites para consolidar esa línea hegemónica residía, en gran medida, en la resistencia de los sectores subalternos a asimilarse al orden oligárquico. Siguiendo los planteamientos de Ileana Rodríguez, entiendo lo subalterno como aquello que se sitúa en los límites de la hegemonía, en el lugar de una heterogeneidad irreductible que se resiste al efecto homogenizador de las narrativas históricas del estado[iv]. Desde la perspectiva de autores como Ernesto Laclau y Chantall Mouffe (2001), identifico la subalternidad, no como el producto de unas relaciones de dominación entre unos sujetos determinados a priori según su posición de clase, sino más bien como el resultado de unas relaciones de hegemonía que producen subjetividades sobredeterminadas por una multiplicidad de puntos de ruptura, tales como la clase, la etnicidad y el género[v]. Mi interés está en ensayar una ‘lectura en reversa’ de esas narrativas sobre la construcción del Estado, enfocada en lo subalterno, con el propósito de “discernir los modos de producción de hegemonías y subordinaciones estatales en el campo cultural, entendido como fábrica de lo simbólico”[vi].

Los grupos subalternos no aceptaron pasivamente los esfuerzos de las élites por mantenerlos en una posición de subordinación. Por el contrario, ejercían una importante presión para abrirse espacios políticos. Estos reclamos subalternos constituían importantes ejes de conflictividad social, que, además, se articulaban con las divisiones internas de la élite, y que en ocasiones desembocaban en enfrentamientos violentos, tales como los levantamientos de 1881 o la guerra civil de 1912[vii]. Son esos grupos subalternos los que constituyen el interés de mi investigación o, más precisamente, los dispositivos ideados por las élites para representar y disciplinar a esos grupos subalternos, para asignarles una identidad y una posición dentro del modelo oligárquico de sociedad que buscaban reforzar. Estudio los dispositivos que ya se encontraban en vigencia al iniciarse el período presidencial de Emiliano Chamorro, tales como la Constitución Política de 1911, el Reglamento de Policía de 1880 y los discursos estatales sobre los servicios de bienestar social. También considero nuevos dispositivos surgidos durante el gobierno de Chamorro, como el Reglamento de Profilaxis y la “Ley Castrillo”, ambas de 1918, la Ley de Agricultura y Trabajadores de 1919, y diversos informes, notas y circulares del gobierno. Analizo, además, los artículos periodísticos aparecidos en el diario La Tribuna entre 1917 y 1920.

En las constituciones políticas me interesan particularmente las formas de concebir el estatus de ciudadano. La noción de ciudadanía vio una expansión—aunque no lineal, ni exenta de contradicciones—en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Entre la constitución de 1858 y la de 1911, vemos, por ejemplo, la eliminación de la propiedad como requisito para la ciudadanía, y la eliminación de causales de suspensión de ese estatus[viii]. Sin embargo, a partir de los planteamientos de autores como Thomas Humphrey Marshall y Michael Ignatieff, podemos decir que, en la medida en que expresaba una igualdad legal puramente formal entre los miembros de la comunidad política, esa expansión del estatus de ciudadanía no se traducía en un cuestionamiento de las desigualdades sociales reales, sino, por el contrario, en una forma de legitimar esas desigualdades[ix].

El Reglamento de Policía de 1880 era otro dispositivo fundamental para el disciplinamiento de los subalternos. En él se establecía una serie de mecanismos destinados a perseguir la desocupación voluntaria y las conductas consideradas peligrosas. Estos mecanismos operaban a través de la identificación de los sujetos subalternos, la vigilancia de sus movimientos, la observación de su obediencia a la ley, la persecución y castigo de sus transgresiones, y la segregación a los espacios que les estaban destinados[x]. A partir de la clasificación de los individuos en los ejes de ocupación-desocupación y legalidad-ilegalidad, el Reglamento de Policía producía identidades sociales subalternas como la del vago, el mendigo o la prostituta, y pretendía asignarles una posición de sujeto dentro del orden oligárquico, a través de los mecanismos ya mencionados. Uno de los asuntos que me resulta más llamativo es el carácter instrumental de la noción de vagancia dentro de este Reglamento, gracias a que, como ya ha señalado Paul Ocobock, dada su ambigüedad semántica, el concepto de vagancia se prestaba a una multiplicidad de usos disciplinarios destinados a convertir a las clases peligrosas en clases laboriosas[xi]. A partir de los planteamientos de Elizabeth Dore, podríamos pensar que, dado el escaso desarrollo de un mercado de trabajo libre y asalariado en Nicaragua, la legislación sobre la vagancia a lo que contribuyó fue a adaptar las formas patriarcales de coerción y consentimiento a las exigencias propias del modelo agro-exportador[xii].

También considero dentro de los dispositivos disciplinarios a los servicios de bienestar social, como la educación y la salud pública, que lentamente el Estado empezó a asumir y a expandir desde fines del siglo XIX. Estos procesos de incipiente expansión de los servicios de salud y educación han sido estudiados por autoras como Ligia Peña e Isolda Rodríguez, respectivamente[xiii]. Tenemos, por ejemplo, que fue durante ese período que se estableció la educación laica y la primaria gratuita y obligatoria, y que se empezó a ampliar su cobertura. Una interpretación optimista sobre la expansión de estos servicios es que constituía una forma de democratización del bienestar social. Sin embargo, no debemos perder de vista su carácter instrumental para la legitimación de la autoridad del Estado nacional y para la provisión de una mano de obra calificada y saludable que se insertara al orden económico en una posición subordinada. De cualquier manera, la incipiente ampliación de estos servicios se vio truncada a inicios del siglo XX, con la intervención estadounidense y la implementación de la diplomacia del dólar, y la consecuente fragilización del Estado. El control estadounidense de la recaudación de aduanas y de las finanzas públicas de Nicaragua durante ese período limitaban seriamente las posibilidades del Estado para invertir en ese tipo de servicios.

En distintas medidas, los dispositivos hasta ahora descritos ya se encontraban en funcionamiento al iniciarse el período presidencial de Emiliano Chamorro, pero su gobierno redoblaría esfuerzos para diseñar nuevos mecanismos disciplinarios. Dichos mecanismos eran justificados por esa administración como medios para promover la moralidad, fomentar el trabajo, preservar la salud y garantizar la seguridad[xiv]. Como he dicho al inicio, este es un período particularmente álgido para la preservación de los privilegios de las élites en el contexto de transición entre distintos órdenes sociales. Esto se debe a que el sector conservador al que pertenecía Chamorro se encontraba en una situación delicada. Tal como señala Michel Gobat, aunque este sector del conservadurismo detentaban el poder político, los designios de la diplomacia del dólar habían debilitado seriamente su poder económico, y esto había acarreado un debilitamiento de su autoridad y una crisis en su sentido de masculinidad. Al mismo tiempo, los reclamos de las mujeres de élite por derechos políticos e independencia económica, y su adopción de prácticas culturales y de consumo de la ‘mujer moderna’ resultaban sumamente inquietantes y amenazadores para los hombres de la élite conservadora[xv]. No es de extrañarse, entonces, que ese gobierno dedicara esfuerzos importantes a apuntalar su poder patriarcal en crisis. Entre esos esfuerzos se contaban varios mecanismos diseñados para disciplinar de manera más eficaz a grupos subalternos.

Uno de estos mecanismos fue el Reglamento de Profilaxis de 1918, que pretendía someter a la prostitución a una serie de controles similares a los que la Ley de Policía establecía para la vagancia. Además de medidas de identificación, vigilancia, persecución, segregación y castigo, el Reglamento de Profilaxis incluía disposiciones para la supervisión sanitaria de las mujeres prostitutas. A través de un lenguaje a la vez moralista y medicalizado, el Reglamento se proponía no solamente prevenir el desorden, la desocupación y la criminalidad que se pensaba asociados a la prostitución, sino también evitar los efectos destructivos que se le atribuían sobre los tejidos tanto del cuerpo individual, como del cuerpo social[xvi].

El mismo día que se aprobó el Reglamento de Profilaxis se promulgó también un decreto conocido como la “Ley Castrillo”. Esta ley penalizaba al hombre que le ocasionara una ‘deshonra’ a una mujer de ‘notoria buena fama’[xvii]. La aplicación de ese decreto causó gran controversia en el país. El mismo Emiliano Chamorro recuerda en su autobiografía el caso del escritor español Eduardo Zamacois, “a quien se detuvo, ya por embarcarse en San Juan del Sur, y a quien se le obligó a casarse como mandaba la ley”[xviii]. Según el propio presidente Chamorro, esta ley estaba motivada por el deseo de defender a las mujeres y a los hijos ilegítimos. Sin embargo, el hecho de que la misma ley dispusiera castigos muy diferenciados según la ‘condición moral y social de la mujer’, hace pensar que lo que estaba en juego era más bien el honor que los hombres de su familia depositaban en ella.

De este modo, el Reglamento de Profilaxis y la “Ley Castrillo” podrían pensarse como instrumentos que funcionaban de manera conjunta para afianzar la masculinidad en crisis de los hombres de élite. La una servía para mantener bajo control a las ‘mujeres de mala reputación’ con las que estos hombres ejercían una sexualidad predatoria, mientras que la otra operaba para proteger el honor que ellos depositaban en las ‘mujeres de notoria buena fama’ de su familia. Estos dos propósitos no tardaron en entrar en contradicción. La “Ley Castrillo” amenazaba el delicado equilibrio del doble estándar patriarcal, que le permitía a los hombres de élite ejercer con otras mujeres el mismo tipo de sexualidad predatoria que no querían se ejerciera con las mujeres de su propia familia. La ley fue derogada a los pocos meses de su promulgación[xix].

Además, el gobierno de Chamorro se preocupó por reforzar los mecanismos existentes para el control de la vagancia y la prostitución, a través de nuevas leyes, decretos y circulares. Tal era el caso de la “Ley de agricultura y trabajadores” de 1919, que regulaba el trabajo y perseguía la vagancia en los jornaleros y operarios, y del decreto del mismo año que restringía el horario de los espectáculos públicos durante la noche, como medida para promover el ‘cumplimiento de los compromisos de la clase obrera’[xx]. También en 1919, el Ministro de Policía dirigió dos circulares a los jefes políticos del país, instándoles a contribuir con el fomento de ‘la moral pública y privada’ y ‘la extirpación del vicio’, a través del estricto cumplimiento de las disposiciones del Reglamento de Policía relativas, entre otras cosas, a la vagancia, la rufianería, la prostitución, los juegos prohibidos, la venta de licores y los horarios de trabajo[xxi].

El discurso público de las élites conservadoras en las publicaciones periódicas, como el diario La Tribuna, constituía también un importante dispositivo disciplinario, en la medida en que contribuía a difundir un determinado modelo de orden social. En los escritos de ese diario podemos apreciar con mucha claridad las metáforas organicistas que también encontramos en algunos de los textos legales analizados. A través de estas metáforas se representaba a la sociedad como un cuerpo, como una totalidad organizada, sobre la que se podían practicar intervenciones correctivas para extirpar los males que lo aquejaban, tales como la vagancia, la mendicidad o la prostitución. Por ejemplo, en uno de los artículos que analizo, se compara a la sociedad degradada por la desmoralización con una “infame leprosa”, y se llama a los intelectuales conservadores a meter su pluma “en el hornillo de la indignación para ponerla candente”, para “cauterizar como se merecen los asquerosos vicios de la leprosa”[xxii]. Estas intervenciones aparecían como invasivas y dolorosas, pero justificadas por la repugnancia de los males que estaban destinadas a combatir y por los peligros del contagio y la degeneración. La prostitución era un terreno particularmente fértil para el uso de este tipo de metáforas, puesto que, por su vinculación con la sexualidad y las enfermedades venéreas, se prestaba muy bien a las representaciones miméticas de los problemas morales y sociales como patologías físicas.

Los textos de La Tribuna también revelan con mucha claridad las tensiones antes descritas, entre el interés de la élite por preservar el orden oligárquico y su adopción selectiva de ideas e instituciones del liberalismo moderno. En varios artículos de la época encontramos críticas a la forma en que la modernidad capitalista generaba un ‘monstruoso desequilibrio’ que amenazaba con desintegrar el orden patriarcal. Contra esa amenaza, los articulistas defendían una visión nacional endógena, que idealizaba la vida rural y las jerarquías tradicionales. Proponían un regreso al orden tradicional de la hacienda, en el que los subalternos reconocían la autoridad de los patriarcas y éstos cumplían con su responsabilidad paternal para con los más pobres, a través de la caridad. No proponían, pues, corregir las desigualdades, sino integrarlas de manera efectiva dentro de un modelo tradicional de autoridad.

Al mismo tiempo, en los textos analizados encontramos también lo que Luis Alberto Romero (2007) describe como la ‘mirada horrorizada’[xxiii]. Esta era la mirada de la élite, que asistía con pavor al espectáculo de la miseria urbana. Los artículos de La Tribuna describían con repulsión, por ejemplo, ‘la mugrienta mano’ que extendía el niño mendigo para pedir limosna, la ‘madre astrosa’ que lo esperaba en su hogar y ‘las tenebrosidades de la barriada miserable’ en donde habitaban[xxiv]. Esta mirada anhelaba un control más efectivo de los pobres urbanos, particularmente de los pobres ‘no merecedores’, aquellos que, pudiendo trabajar, decidían no hacerlo. Los artículos demandaban, por lo tanto, controles más modernos, racionales y sistemáticos de estas clases peligrosas por parte del Estado, como los que existían en ‘países más adelantados’. Demandaban, pues, una nueva ‘ciudad letrada’ como la que, según Ángel Rama, estableció el orden colonial para “llevar adelante el sistema ordenado de la monarquía absoluta, para facilitar la jerarquización y la concentración de poder, para cumplir su misión civilizadora”[xxv]. Pero también esperaban que esa nueva ‘ciudad letrada’ asumiera ciertas ideas y prácticas modernas para lograr sus cometidos. Esta era la ciudad moderna que debía imponer su orden sobre la irreductible heterogeneidad de los subalternos, de la que nos habla Antonio Cornejo Polar[xxvi].

Resulta oportuno destacar la centralidad que tenía la ciudad dentro de este conjunto de dispositivos de control. En muchos de ellos la ciudad aparecía como el locus de la modernidad, desde donde esta debía irradiarse hacia el resto de la nación. En el Reglamento de Policía, por ejemplo, vemos como las prácticas policiales estaban pensadas como encadenamientos que partían de la ciudad capital y se distribuían por todo el territorio, a través de cabeceras departamentales, pueblos, cantones y aldeas. Como ya ha estudiado Eduardo Kingman para el caso de Quito, la ciudad, en tanto era considerada asiento de la modernidad, entraba en oposición con el ‘atraso’ del mundo rural, pero también con el mundo del vicio y la miseria urbana, y estaba llamada a someter a ambos a su orden[xxvii].

Como ya he señalado, la apelación selectiva tanto a la tradición como a la modernidad en la defensa de sus privilegios no era exclusivo de las élites nicaragüenses; ha sido característico de la ‘modernidad periférica’ de muchas sociedades latinoamericanas[xxviii]. Esta me parece una perspectiva más acertada que la de ubicar a una sociedad como la nicaragüense afuera de la modernidad o en una pre-modernidad. Más que establecer contrastes entre una modernidad y una pre-modernidad, como si se tratara de momentos claramente diferenciados, me he interesado aquí por comprender la manera en que las élites nicaragüenses intentaron afirmar su lugar de privilegio sobre los grupos subalternos, a través de una mezcla particular de dispositivos modernos y coloniales.

Surge entonces la pregunta de cómo respondieron esos grupos subalternos a los esfuerzos de las élites por disciplinarlos, por producir una identidad y una posición social para ellos en el orden jerárquico que deseaban preservar. ¿Qué tan efectivos fueron los dispositivos ideados por las élites para sujetar a esos grupos subalternos? ¿Y cómo vivieron ellos la experiencia de esa sujeción? ¿Qué efectos tuvieron esos dispositivos sobre la configuración de su subjetividad y sobre sus formas de sociabilidad? ¿En qué medida y de qué maneras intentaron resistir a esos esfuerzos disciplinarios? ¿Qué tan eficaces fueron esas estrategias de resistencia? Para responder a estas interrogantes se hace preciso estudiar otras fuentes que logren recoger mejor la pluralidad de voces subalternas que los textos legales y periodísticos aquí analizados tienden a excluir. Este será el objeto de futuras investigaciones.


NOTAS

[i] Frances Kinloch, El Imaginario del canal y la nacion cosmopolita: Nicaragua, siglo XIX (Managua: IHNCA, 2015); Andrés Pérez Baltodano, Entre el Estado Conquistador y el Estado Nación: providencialismo, pensamiento político y estructuras de poder en el desarrollo histórico de Nicaragua (Managua: IHNCA-UCA, 2003); Michel Gobat, Enfrentando el sueño americano: Nicaragua bajo el dominio imperial de Estados Unidos (Managua: IHNCA-UCA, 2010).
[ii] Nestor García Canclini, Culturas híbridas (México: Grijalbo, 1990).
[iii] Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930 (Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1988), 28.
[iv] Ileana Rodríguez, “Subalternismo”, en Diccionario de estudios culturales latinoamericanos, ed. Mónica Szurmuk y Robert McKee Irwin (México: Instituto Mora; Siglo Ventiuno Editores, 2009), 255–60.
[v] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and socialist strategy: towards a radical democratic politics, 2a ed. (London; New York: Verso, 2001).
[vi] Ileana Rodríguez, “Hegemonía y dominio: subalternidad, un significado flotante”, Estudios 7, núm. 14/15 (1999): 38.
[vii] Kinloch, El Imaginario del canal y la nacion cosmopolita; Gobat, Enfrentando el sueño americano.
[viii] Antonio Esgueva, ed., Las constituciones políticas y sus reformas en la historia de Nicaragua, vol. 1, 2 vols. (Managua: IHNCA-UCA, 2000).
[ix] Thomas Humphrey Marshall, “Ciudadanía y clase social”, Reis, núm. 79 (1997): 297–344, doi:10.2307/40184017; Michael Ignatieff, “The myth of citizenship”, en Theorizing citizenship, ed. Ronald Beiner (Albany: State University of New York Press, 1995), 53–77.
[x]Reglamento de policía de la República de Nicaragua, 7a ed. (Managua: Tipografía Nacional, 1919).
[xi] Paul Ocobock, “Introduction: Vagrancy and Homelessness in Global and Historical Perspective”, en Cast out: Vagrancy and Homelessness in Global and Historical Perspective, ed. A. L. Beier y Paul Ocobock (Athens: Ohio University Press, 2008), 1–34.
[xii] Elizabeth Dore, Mitos de modernidad: tierra, peonaje y patriarcado en Granada, Nicaragua (Managua: IHNCA-UCA, 2008).
[xiii] Ligia Peña, Historia de la salud pública en Nicaragua: del protomedicato a la Dirección General de Sanidad 1859-1956 (Managua: IHNCA-UCA, 2014); Isolda Rodríguez, La Educación durante el liberalismo, Nicaragua: 1893-1909, 2a ed. (Managua: Hispamer, 2012); Isolda Rodríguez, Historia de la educación en Nicaragua: restauración conservadora (1910-1930) (Managua: Hispamer, 2005).
[xiv]Reglamento de policía.
[xv] Gobat, Enfrentando el sueño americano.
[xvi] “Reglamento de profilaxis”, La Gaceta: Diario Oficial, el 7 de junio de 1918, 129 edición.
[xvii]“Decreto del 27 de abril [Ley Castrillo]”, La Gaceta: Diario Oficial, el 1 de mayo de 1918, 99 edición.
[xviii] Emiliano Chamorro, El último caudillo: autobiografía (Managua: Ediciones del Partido Conservador Demócrata, 1983), 258.
[xix] “Se deroga la ley de 27 de abril próximo pasado”, La Gaceta: Diario Oficial, el 26 de agosto de 1918, 191 edición.
[xx] “Ley de agricultura y trabajadores”, La Gaceta: Diario Oficial, el 18 de marzo de 1919, 62 edición; “Decreto del 18 de julio de 1919: se reforman los artículos 194 y 201 del Reglamento de Policía”, en Reglamento de policía de la República de Nicaragua, 7a ed. (Managua: Tipografía Nacional, 1919), 429–30.
[xxi] “Circular del 14 de mayo de 1919”, en Reglamento de policía de la República de Nicaragua, 7a ed. (Managua: Tipografía Nacional, 1919), 446–47; “Circular del 5 de agosto de 1919”, en Reglamento de policía de la República de Nicaragua, 7a ed. (Managua: Tipografía Nacional, 1919), 447–59.
[xxii]“La infame leprosa”, La Tribuna, el 22 de mayo de 1918, 322 edición, 1.
[xxiii] Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres?: elites y sectores populares en Santiago de Chile, 1840-1895 (Santiago: Ariadna Ediciones, 2007).
[xxiv] “Los niños mendigos”, La Tribuna, el 23 de mayo de 1918, 323 edición, 2.
[xxv]Angel Rama, La ciudad letrada (Montevideo: Arca, 1998), 31.
[xxvi] Antonio Cornejo Polar, “Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrante en el Perú moderno”, Revista Iberoamericana 62, núm. 176–177 (1996): 837–44.
[xxvii] Eduardo Kingman, La ciudad y los otros, Quito 1860-1940: higienismo, ornato y policía (Quito: FLACSO Ecuador, 2006).
[xxviii] Sarlo, Una modernidad periférica.

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Camilo Antillón tiene una maestría en sociología por la Universidad de Ámsterdam y experiencia de investigación en temas de género, sexualidad y violencia, con organizaciones e instituciones nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña en el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica como docente y en un proyecto de investigación sobre la marginalidad urbana y el control social en la Nicaragua de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre sus publicaciones están “Memorias del porvenir y sitios de memoria en la Nicaragua post-revolución” (Caratula.net, 2015), Diagnóstico sobre la situación y causas del embarazo en adolescentes en el departamento de Chontales (Managua: IEEPP, 2012) y “Approaches to Sexuality in a Multilateral Fund in Nicaragua” (Development, 52(1), 2009).