Fernando-Corona

Voz que ve, mirada epistolar sobre Víctor Toledo

24 marzo, 2017

Fernando Corona

– En opinión de Jair Cortés, poeta de origen tlaxcalteca, dice: “En el amplio panorama de la poesía latinoamericana, la de Víctor Toledo brilla con luz propia. Su abundante bibliografía confirma que es un poeta consciente de lo sagrado de su oficio”. A Jair Cortés le asiste la razón, y Fernando Corona lo constata mediante este texto, a manera de carta, que le escribe a Toledo en el cual califica de “sacra, atávica, compleja y primitiva, con honda fuerza expresiva…” la poética tolediana, tomando dicha concepción en el sentido que le da Jerome Rotenberg: “primitivo significa complejo”: “tan compleja porque es primitiva y tan primitiva porque es compleja”, dado que el creador Toledo posee en su sapiencia, el “alma de saberes arcaicos” con los cuales nombra y renombra las palabras, para hacerlas sonar con variados matices en la página, es decir, en los oídos del lector.


Fotografía Victor Toledo

Víctor, me entusiasma contarte que una de mis costumbres recientemente adquiridas en cuanto al quehacer escritural es la depuración de mis lecturas. Mi propia perrita, la nueva integrante que tenemos en la familia Sara y yo, ha estado ayudándome quizá voluntariamente. En las últimas fechas, Raga ha ido destruyendo de tanto en tanto ejemplares de ciertos libreros. En algunos casos he lamentado las bajas casi irremplazables, en otros me ha obligado a ponerme a la tarea de indagar de nuevo dónde conseguir el ejemplar y en unos más he tenido en realidad que agradecerle por su atinada selección ante libros de los que ya hace mucho debí haberme deshecho.

Parte sustancial de esa depuración me ha llevado ahora a la tarea de dedicar algunas líneas a los libros que considero importantes, profundos y, aun más, capitales dentro del espectro literario, poético, sublime, que con los años he ido rastreando para describirlo y dejarlo patente en obras, ya publicadas unas, escritas y en proceso de elaboración otras, y por escribir otras tantas.

Este ejercicio surgió tras años de ser invitado a presentar libros en foros de manera oral o en prólogos de forma escrita. Como haya sido, he conservado siempre el testimonio en mis páginas y, si bien no todas las veces cumplí a cabalidad la encomienda o la invitación, o aunque en más de una ocasión la obra comentada en realidad era pobre y hasta infame, ello ha sido el impulso para lanzarme ahora a recorrer mis libreros y separar lo intrascendente de lo valioso, dejando constancia para este último grupo en cartas como ésta donde, libre de los compromisos en el quehacer de la cultura pública, puedo dar rienda suelta a un ejercicio crítico y desapegado de cualquier interés. Hay aquí recepción y sentimiento, juicio libre y abierto. Nada de esa acartonada interpretación académica que se inclina más por la glosa que despliega fuentes sólo por mostrar un presumido elenco de lo que se pretende saber y hasta poseer.

En los pasados días me he sumergido por tu libro Voz que ve como a través de corrientes hondas e incesantes. Sorpresivas, inquietantes, sabias son sus páginas en momentos ya míticos, ya lúdicos, ya oraculares, ya litúrgicos… Me fue inevitable decirme desde los primeros poemas que se trataba de una conciencia poderosa capaz de momentos poéticos provenientes de distintos registros (que es tanto como asegurar que se trata de otros aires, de variadas épocas, de diversos referentes culturales) y susceptible de metamorfosis de incalculables formas.

Querido Víctor, como en todo acto poético auténtico, ha pasado por tus manos un pulso de proporciones atávicas porque tus ojos han visto con mirada primordial y tus otros sentidos han percibido una intuición remota. Voz que viene de lejos es un título hermano del tuyo que pronto terminará de salir de mi pluma (varios poemas nacidos entre 2006 y 2007 se quedaron en espera de que el libro saliera completo vaciado en el cuaderno), y lo saco a colación no sólo por dar noticia o lugar a la comparación, sino sobre todo para referir que esa expresión es por principio de cuentas una advocación chamánica.

Así de sacra, de atávica, de compleja y primitiva, de primordial, es tu poesía, Víctor. Por eso ha nacido este texto que te pongo en las manos, convencido como estoy de tu honda fuerza expresiva, de su címbalo y su sonaja intensos.

La voz que ve de Víctor Toledo

Portada voz que veSi un lector ha recorrido los senderos filológicos, posee la sapiencia mínima para transitar por algunas lenguas (ya hablándolas con suficiencia, ya pronunciando con practicada propiedad, ya leyendo con fruición emocionada sus documentos sobre todo literarios, ya escuchando con dilecta atención en cuanta oportunidad se presenta, ya escribiendo también sus caracteres sin temor a sentirse ajeno y con voluntad de penetrar más y más cada vez en el orden estructural de las construcciones de ideas), abreva en las fuentes arcaicas saboreando una y otra vez los sentidos de las palabras y los viajes que éstas emprendieron en las bocas de los hombres generando historias y muchas veces verdaderas peripecias, entonces −y sólo entonces− ese lector está listo para la poesía de Víctor Toledo.

Hablo de una poética compleja, justamente en el sentido en que Jerome Rothenberg asume la noción para aseverar con genio, en sus reflexiones etnopoéticas, que “primitivo significa complejo”. En efecto, la verba −vocablo que aprendí del gran Saúl Ibargoyen y que ya no se me despega de la lengua (ni de la fisiológica ni de la idiomática)− de Víctor Toledo es tan compleja porque es primitiva y tan primitiva porque es compleja. Los dos términos se complementan, se funden, se engarzan para desplegar en las páginas un canto que reactiva las potencias elementales presentes en todo hábitat, en espera de un mínimo pretexto para saltarle al transeúnte desprevenido y sacudirlo con un aire que en realidad es polvo de estrella o soplo: soplo que no ha muerto desde inmemoriales suspiros o pneumas arrojados a los vientos desde músicas de ritmos prehistóricos.

Víctor no cita solamente vocablos de diversas lenguas. Recupera en las palabras el alma de saberes arcaicos. Podría asegurar que mi inquieto amigo está volcando el poema en la página para suscitar un conjuro, un encantamiento. Uno lee Didzhazá, por ejemplo, para que la nube cruce en el poema. Y así van apareciendo los vocablos para que al sonar despierten sus potencias en el vuelo que es la página para retumbar en el respectivo horizonte que es el espectro de receptores en lo alto de la hoja donde la escritura corre como arado o donde la impresión de lo armado desde una pantalla y un teclado se fija como un sello o un  golpe de metal en yunque.

En su poética hay una zoología fantástica, pero no porque la invente, sino porque la reaviva, la despierta de su remoto letargo. Hay un ganado de serpientes donde los chaneques enredan los caminos, y así de torcidos son los versos de Víctor porque son oráculos: enigma y oblicuidad. Y ese chaneque animador de cada rumbo en los caminos de pronto es también una estrella, la poesía −tiene razón el hondo González Rojo Arthur− es (gracias al poder de la metáfora, pero también al de la invocación sagrada) la línea más corta entre dos puntos.

La voz que ve Toledo busca y rasca, como en la exégesis de sus hermanos, los hombres-nube, de quienes descubre el poder ancestral de cuando ser hombre era callar y ver de frente / el trallazo del rayo en la montaña. Pero es también −y sigue recuperándose en el árbol genealógico y cósmico−, como lo recuerda con Isabel, su abuela, un sobreviviente del cósmico intento de destrucción porque reconoce con su saber poético que es la tierra centro de lo que lleva movimiento.

Sí, hay en Víctor una sabiduría porque él es uno de esos oficiantes arcaicos del ser de la palabra. Se sabe universo, universo de reinos diminutos, extendido a un universo sensual y dormido / dentro de otro brillante universo. A numerosos poetas les encanta decir que crean, incluso que inventan y hasta reinventan y experimentan desdoblando el lenguaje. Pero Víctor Toledo es de los poetas que saben, pues tienen el ojo en el ayer y la mirada en el porvenir, dejando siempre ciego −a propósito− el ángulo del ahora. Se ve y no se ve para no verse y verse, nos dice como viejo bardo desde el canto del Gusilayú. Teje sueños, pasa junto al río porque él es el río, y éste es un estado poético permanente y perpetuo, la verdadera magia del ser hecho entorno, devuelto, redivivo −un poder y un influjo que hoy se intuye bajo el débil término ecocrítico, ecopoético–. Es parte de esto, pero llega a más, mucho más. El Víctor que escribe así va por su bosque extraviándose en él porque nunca acaba por conocerlo, pues conocer es apropiarse, dominar.

Toledo nos deja sueltos en el ámbito fabulatorio de la zorra azul, donde un pájaro extranjero vendrá a cantar en el cielo del bosque nuestra canción olvidada. Y con esta aseveración nos ha metido ya a los dominios del mito, en cuya región hay presagios de bruja, ceremonias de té (y sus contemplaciones incesantes), poéticas y canciones (de ruiseñores, de pianistas), sueños (en especial el de Jonh Donne, cada uno de cuyos versos hermana al otro), paráfrasis y, desde luego, sincronicidades donde un hongo canta revolviendo lenguas y realidades.

Con todo, Víctor es también un poeta de raíces familiares y reminiscencias domésticas. Y esto no quiere decir que se salga de su zona atávica y regrese al buen resguardo del aquí real que nos engaña, sino más bien se lleva esta realidad a la región del mito y la sumerge, dejándola empapada y sin aliento, como en cada pliegue del retrato familiar que toca al padre y a la madre como se palpa la tierra que se sabe sagrada. El padre en su poética inicia con interrogantes del eterno niño que es sin duda el permanente poeta. Confusiones, preguntas, dudas, un largo y repartido porqué y un recuerdo que desea estar seguro de lo vivido. El hijo Víctor, el retoño de la rama caída, pregunta ante todo por qué se detuvo y no escribió al fin del mundo, en un cuadro vivencial donde los días son manadas desfogadas de venados / grabando para  siempre las figuras danzantes del fogoso / pánico en los ojos y donde podridas palabras reptan o se retuercen de dolor. Es que un retrato familiar no es nunca una retocada y limpia pieza del rompecabezas domiciliario que habitamos antes de construir fuera nuestro rumbo. Un retrato familiar duele y saca los filos, como los clavos nunca vistos ni sospechados cuando se desarma el sofá o el armario de la mejor casa entrañable.

La madre, por su parte, despierta en Víctor una poética neurótica, un clínico sumergimiento por el estado alterado que despierta en el cerebro la certeza del meningioma. Se inicia el recorrido silabeando con el padre de un médico, de un modo angustiante, una letra que abre palabras y que, de buenas a primeras, ya dio lugar a un delirante poema. Porque el acto de poetizar puede ser por norma un ordenado remanso que todos entienden. El poema es el lugar de la brújula descompuesta, el caldero que bulle, el crucigrama donde las palabras y los casilleros no coinciden. El poema, advierte Toledo, es el sitio donde se revienta la noche y un caos entra por todas las ventanas. Cuando dice a su madre, ya no tenía sentido para ti la vida, sin centro, Víctor está asumiendo en esa falta de certeza la suya propia, pero la poética: es cuando se pierde el sentido de lo que está siendo o está significando la vida −o, mejor aún, cuando sí se pierde el sentido de la vida en sí−, que nace la verdadera poesía. Lo otro, lo contrario, no es sino la apología de la zona de confort. Si no se pierde el sentido de la vida que uno lleva, que uno tiene, que uno arrastra, ¿qué poesía puede surgir sino la empantanada de uno mismo en los pasos de siempre, en la morriña inocua? El punto es que se empieza a hacer poesía justamente porque se dejó a un lado el sentido de eso que se llamaba vida y era polvo, eso que rotulábamos día a día y era sombra.

Desde esa zona escribe Toledo y entonces gran parte del canto es invocación y reporte del rumbo, desde el recodo donde están un pájaro diciendo que moría, un sátiro cantando su amoría (impacto oracular de destinos como aquél de Perednik donde tres pajaritos subidos en su alambre decían −ante un hombre, el poeta, el fijo en el suelo después de derrapar en el automóvil casi hasta la muerte− tu amor, tu amor, o tal vez tu est mort). Así es la zona cerebral atumorada, sin centro, entre meandros de sentido, oblicua, enigmática. Por eso es que Toledo afirma encontrarse en la arista del recuerdo donde el sílice del viento zampoña su armonía con un vilano largo y seco, para rematar con la pregunta inquieta: ¿tiene sentido escribir después de esto? Porque el poeta sabe que ciertas cosas quedan siempre fuera de la zona de escritura y su aspiración será siempre alcanzarlos, incluirlos, insertarlos en el poema, en esa larga lucha en cuyo desenlace no lo conseguirá, pero será en ese trance donde el poema crezca y viva.

En los poemas de recuento Del mínimo infinito hay juegos y certezas, como en las viejas adivinanzas y los olvidados trabalenguas, y Víctor comienza por anular el tiempo sin dejar de  advertir que dentro de cada cosa hay un reloj de arena que hay un río que corre hacia los astros tropezando con las piedras y que hay unos ojos que no creen lo que miran que ven lo que no saben. El poeta es sabio y su saber es el de lo confuso y el de lo nimio. Hace cantar a los ácaros y no sabemos si por ellos o por nosotros los míseros humanos dice: somos los habitantes del polvo; y reconoce que: necesitaríamos una categoría más allá de lo sublime / si pudiéramos ver Todo / donde lo mínimo Infinito y lo máximo finito se abrazaron. Filosofía entomológica es ésta donde el autorreconocimiento es el juego de las paronimias porque lo que se asemeja es sospechoso y lo que suena familiar atrapa:

somos los cántaros de la nada, los cácaros del aire
los ícaros del Ser, los aros del cero, los iris del acero
[…]
los casos del polvo donde cada partícula que gira
carga un diluvio, una lucha sin tregua…

También canta el caracol en este libro y se añora al jardín que hubo alguna vez en medio del desierto. En El salterio de oro (evocación sonora de las viejas fábulas) el poeta sabe a ciencia cierta que los libros / y sus letras eran una Donación / secreto puente entre Dios y los mortales / entre la nada y la Nada. Y así, en ese orden de ideas, la Música del Salterio no sólo era una música de Llaves, sino

            Era la Cerradura
                                        para abrir la otra Puerta,

y es que es una llave de sol, un salto al río de la eternidad, porque a final de cuentas la revelación oracular deja ver que (griterío de peces, monedas de oro y plata de por medio) la música de salterio es un salterío. La magia poética de Víctor Toledo (¿hay una magia que no sea la poética?, ¿hay una poética que no sea la magia?) sabe ante todo revelar en los entresijos de la expresión los sentidos inesperados, sorpresivos, propicios, lo pro-visto, son sus recursos, sus cursos de meandro vivo. Y a medio camino en lo dicho siempre salta como trucha la sentencia gnómica porque en su lenguaje hay oráculo:

No hay perspectiva en la Imagen
                        (“Nosotros somos la perspectiva pues no
                                     puede verse a Dios”)

Ahí hay saber de lengua sabia, ahí hay saver de lengua savia. No de otra manera habría surgido un búmerang que es un perro coli que es un búmerang porque una cola que es ala y colibrí y caribú…

Quizá el poema que más expone a Víctor (justamente es más manifiesto que poema, más tratado que pieza lírica) es La lengua original, a través del cual entendemos que es el mar la lengua de la voz primaria, pues en sus pardos azules se reúnen, verdeantes y renacidas, las palabras del mundo elevadas y hechas estallido por las olas:

Cuando alguien muere, retoma en las manos de Neptuno la lengua universal, comprende al fin todos los idiomas de las épocas y habla con las cosas a través de la voz efervescente de la fugacidad, o de una señal inmarcesible en los astros, a los seres que ama, pues abarca el infinito.

Aquí está, pues, grabada la clave de la vieja lengua, de la poesía original (es decir, de la poesía porque es originaria, porque está en el germen de todo decir, de todo expresar). Toledo la ha encontrado porque se ha sumergido en sí mismo y ha llegado a la veta más honda de su mina, el propio ser, nuestro ser atávico, ancestral. En su inmersión por el mar, la lengua más arcaica, el germen, se trueca en la personalidad poética más pura: Proteo, el anciano del océano; es decir, el primero, el primordial. Y ese viejo pastor de las focas de Neptuno podía predecir el futuro y cambiar de forma para no tener que hacerlo, lanzando el reto de responder al oráculo sólo a quien pudiera capturarlo. Ahí tenemos al poeta, al originario, al germinal. ¿No es ese juego una manera de decir que es imposible atrapar lo mutable? Y, si todo cambia, si la vida es transformación constante, ¿quién podrá atrapar al viejo Proteo, a la vida en síntesis y suma? Víctor sentencia en su poema-tratado que “el poeta ama a la poesía como marino ahogado al mar” porque el alma encuentra al paraíso. ¿No es ese marino ahogado el consultante de un oráculo que nunca obtiene respuesta?, ¿no es la poesía la respuesta que nunca llega pero siempre se espera? Para Toledo, en todo esto subyace otra forma de hablar, otro giro, otro color, otra expresión, que es la misma del tiempo inmemorial. Y es en eso otro donde siempre está la poesía, en un sitio que no es invención sino retorno, recuperación, reencuentro: el día justo llega al lugar exacto, pues en las playas del mundo, se extienden aladas, las luminosas oraciones: las hadas, las amadas palabras. Porque ellas-palabras y hadas son las llaves ignotas de la lengua original.

Ahora bien, si todo esto es la poesía, el entorno al que se expande no puede ser sino el universo. Mas no de forma simple, sino como espejo burlón. Así es: en el poema homónimo comienza Víctor sentenciando en versos oraculares:

Espejo burlón el universo cambia
Siempre que cambia nuestra mirada
Se mueve según nuestra razón

¿Determinismo? Nada semejante, pues en esa región donde el Azar es el dios de Dios es justamente el ámbito en el que la estrella muere para nacer una mariposa. Hay principios y sincronicidades que no vemos y están más allá de un ramplón dictado de destino. No es que lo anule o contradiga; lo complica.

Afirma Toledo en otro texto:

 Dicen que el universo
                        Es un puñado de avena que arrojó Dios
                        A los ojos de los hombres
                        Cuando se bañaba en las playas del infinito
                        Que no se sabe si se expandirá eternamente
                        O si se contraerá
                                            ¿de vuelta?

Estamos, pues, en la zona de lo único eterno, que es la Duda. Y en este aquí las ideas del ser / surgen y se van / para volver saltando entre las épocas… Es la región de tiempo y espacio surgidos de una vibración de cuerdas al tiempo que el universo brotó de una paradoja.

Entonces el palíndromo clave es fónico más que ortográfico, sin duda. Oíd: Soy Dios. Mas no se crea por esto que el meollo de Toledo es teológico. En su poética hay física entreverada y más soportes existenciales, pero siempre sorpresivos, paradójicos. Es una piedra el Cosmos / Estrella la ventana. Sin embargo, No hay caída / Todo está sostenido por partícula divina. Y es que finalmente −la “Paráfrasis sufí” lo sustenta− descansa dentro de una piedra / el suelo de Dios. Así es el cosmos de simple, así es de complicado nuestro elemental entorno.

El intenso Canto del cuarzo, poema entero, íntegro, rotundo, intenso, inmenso, de gran vuelo y profundísima inmersión, abrazando al otro canto dirigido a un dios mineral y al mismo tiempo tan distinto, tan hecho a imagen y semejanza de Víctor, deja en claro el asunto para cerrar la sección del poemario en la antología. Para empezar, es Yves Bonnefoy en el epígrafe −porque no hay epígrafes gratuitos en Toledo− quien pregunta (de nuevo el viejo oráculo):

            ¿Y por qué la imagen que no es la apariencia,
            que no es ni siquiera el turbio sueño,
            insiste aún cuando fue negado el ser?

Y de esto se abre el afluente imparable desde el tópico central de incontables poéticas, que encontraron en Píndaro a mediados del siglo v a. C. el eco fundamental que resuena entre los siglos y las páginas: el hombre es el suelo de una sombra, sentencia máxima de la lírica arcaica a lomos de esa inmortal Pítica viii. Dice Víctor:

Pasan soñando su sueño:
multiplicar su sed
(sueño de Ser)
las células dormidas en el más pequeño molde
en celdas de su sueño iluminado
las cosas inorgánicas nombradas
sueñan su identidad y la realizan
en el deseo constante de soñar

Hay aquí un aire fisiológico, en el sentido prístino de los viejos poetas filósofos preocupados por la naturaleza, los llamados originalmente physiologountes y luego comúnmente presocráticos. Recuérdese que son personalidades poéticas ante todo, que la vieja filosofía no acababa por divorciarse de la poesía. Para Víctor, pues, el a0rxh/, la materia primordial, es el sueño. Y la carga poética es consustancial en tanto verbo ser el Ser cristal del sueño y porque ante todo, el juego de espejos que hay en los cristales, yo soy los otros es ser y no ser. El dilema, para Víctor, no es la shakespeareana disyunción ser o no ser, sino la cópula malhadada ser y no ser. Y es también en ese canto del cuarzo donde se asoman las capas geológicas del lenguaje de Toledo, lo mismo que su poder de hacer sagrado un instante, pues la Realidad no se refleja nunca, pues la Presencia es a fin de cuentas pre esencia.

Al poemario anterior le sigue un muestrario del libro Oro en canto son oro: sor tija de hadas. En ese follaje hay una enredadera, la exuberancia del Árbol del Pan, donde hincha de sueños su potencia el dios. Pero, por sobre todo, está ahí otro poema revelatorio, la carga de un oráculo sonoro, La fuente del hada. Habría que citarlo completo, pues sin duda es donde mejor Víctor suelta sus amarres. Es sabido por sus más cercanos que este poeta va buscando y llamando a las hadas en sus jardines, en su bosque particular.

El texto inicia y termina con definiciones (o más bien principios) de la poesía. Abre aclarando: Poesía: videncia y evidencia / Transparencia del Silencio (agua virgen, quieta y profunda). Y pasa rememorando la aliteración de los bardos druidas (el cuerpo de la poesía) para tocar el sonido del agua mental vertido en las alitas transparentes y encar(n)ar de pronto las mágicas menciones:

Agua alada que si “miente”
es verdad de otra simiente.

Y es que el perturbar la fuente puede hacer surgir la furia de las hadas que velan el sueño del mundo / para que siga viviendo. Pero el (en)canto sigue esperando en el poema

Tino (h)oral del desatino.

Portada La poesía y las hadasTodo en-sueño tiene alas transparentes.
Por eso no se debe enturbiar, turbar
El agua de la fuente de las hadas.
A su orilla creció el Árbol de las hojas, las letras y las lenguas.
Si en litros se mide el agua
En élitros la poesía
Los metros son el rebaño de los dioses.
La forma de la poesía
Es la forma de las ondas (sonoras silenciosas)
Del aguamental –la Fuente que cuidan las ninfas, las hadas
−las linfas aladas−
Y es la forma de otra Rosa.
Lo que celosas guardan las hadas es la Poesía.
Lo que celestes salvan auguras es el Sentido.
(Apolo lo sabía).
También la rosa es una ninfa (es una ondina).
La rosa es la fuente del hada
Que en el aire se abre:
De ninfas la rosa del hada.
El agua que celan las ninfas es el agua del sexo y el oído
Porque la poesía es el oído siempre virgen.

Y es con esta honda inmersión en el ars poetica de Víctor que entramos a su mundo sonoro, vibratorio, expresivo. El entorno de hadas es el universo poético y está en el escucha, en el oído, la clave de la sensación última (que, invariablemente, es la primera).

El poema La hora de las hadas también gira en torno del sueño de sobra o la sombra sueño que somos todos. En esta zarabanda se invoca la lengua madura del mundo que hace aparecer a las hadas porque la luz de tanta luz / se vuelve transparente. Es en esos ambientes que −dice el poema Hay días− al amar se pronuncian suaves prados y en una noche al interior de la noche, en una estrella al interior de la voz, en el agua al interior de la luz, en los secretos senderos de una mano abierta

Las palabras son el musgo del silencio
y los hongos de la luna proliferan
la música inviolable
de un órgano del viento.

Es éste el territorio mítico, la heredad de las viejas raíces, de las antiguas coplas. Hay canciones élficas, himnos y cantos sagrados que no encantan ya el silencio de las noches. Oberón y Titania se dirigen cartas donde retumba el corazón de todo ser para que los humanos corazones despierten. Oberón entona el pensamiento exagerado y loco de los bardos y llegamos entonces con Toledo a la certeza de que así se llega a la verdad en la poesía: por la exageración. La región mágica por ser mítica (y mítica por ser poética) atrapa en la pequeña flor nubes y cielos para siempre. En el oído del agua está la música más limpia y una sinfonía dorada llama a la lluvia. En esta poesía brota el hechizo de amor que se comprende aunque no se entienda y se escucha aunque no se oiga. Víctor recibe el influjo y lo comparte, lo transmina. Es el portavoz y el emisario de la vieja magia. No es un poeta creador (ilusa idea de las modernidades), sino el eco de las antiguas evocaciones. Por eso no es extraño que una lluvia caiga/calle/cante sobre un río, que el poeta Toledo prefiera guardarse las palabras aunque las cante Orfeo, que un largo encantamiento sea el listado siempre en la forma de recado, de receta, de Oberón para Puck, que es, en concreto, locura para la cura y un llamado imperativo para todo poeta: canta y miente.

Se  me ha antojado desde mis primeras y decisivas lecturas de Píndaro que la aseveración de su Pítica viii al respecto de que el hombre es el sueño de una sombra no es sino un típico pasado por alto en nuestra literaria tradición a menudo frente a otros más citados. Y a este somnus umbrae se inscriben varios de sus “Pensamientos luminosos de la tarde” para terminar conjurando una luz que encanta a la búsqueda de una lengua que viaja esos años (luz), pues ésta es el pensamiento de Dios.

Es, pues, toda la poética de Toledo un vértigo de voces, ritmos y susurros, como los deja ver el arcaico “Rústico alcanza a ver las voces de Titania y su corte, a través de la ventana, después de su actuación”, pues la diosa dormida no es sino una Serendipity que presagia: “lo que adivinas en sueños se hace realidad”. Titania vive en el alma mítica de Víctor como hada y como hado, es humedad y hechizo, es rapto, como la honda (la certera) poesía.

Los niños maravillosos es otro viaje atávico que como viejo mito adentra y conduce, pues este peta veracruzano es también psicopompo. Nos lleva también a su bosque, donde está Dios, como en la selva que canta encantada por los pájaros. Y es con ese influjo que llegamos a El hada verde, que bien podría haber sido uno de los perfumes órficos de la remota poesía griega anónima atribuida por épocas a Hesíodo, como el Ver de mar de ver es una cantilena venenosa, del profundo veneno de la savia que baña a las hadas y salpica los labios del poeta entusiasmado. De esas gotas mágicas y lúcidas son también las sílabas multicolores de los Rosa-gramas.

Poesía vieja de un hoy que no ha iniciado y no terminará, la Voz que ve de Víctor Toledo es iniciática lengua, profética conjura/conjuro mágico.

Fernando Corona

P. D. Abraluz, amigo; abrasol, compañero; abrasón con los ritmos de la vida…

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