A cincuenta años de su publicación. Los recuerdos del porvenir, o un pueblo que no conoció un día de dicha
1 agosto, 2013
De todo aquello que subyace en el espíritu de la frase “pueblo chico, infierno grande”, la novela Los recuerdos del porvenir, de la poblana Elena Garro, parece que va más allá de eso, nos advierte el poeta, narrador, traductor Marco Antonio Campos, en este escrito dedicado a refrendar los laureles de dicha obra narrativa, porque posee, según él: “un buen número de momento mágicos literarios… juegos plurales del tiempo… precursora del realismo mágico… una de las cinco o seis novelas mayores mexicanas del siglo XX”. Marco Antonio Campos escudriña con su penetrante lectura en detalles no tan a la vista del lector en esta historia impregnada de un fuerte aroma femenino, pero que guarda en sus adentros, además, los iniciales escarceos de ese movimiento tan complejo que fue la revolución cristera en México.
En un periodo de ocho años se publicaron en México al menos tres novelas mayores que tienen como fondo la vida de un pueblo y que han resistido hasta hoy –que seguirán resistiendo- el vendaval de los años: Pedro Páramo (1955), La feria (1963) y Los recuerdos del porvenir (1963). Ninguna ha corrido internacionalmente con tanta fortuna como la primera.
Narradora de primerísima línea, autora de una obra de teatro apegadamente realista y de gran energía dramática (Felipe Ángeles), de misteriosos y mágicos cuentos (La semana de colores)(1), de una novela perfecta en su conjunto y línea por línea (Los recuerdos del porvenir), de unas memorias vivaces y chispeantes (España 1937), quizá en buena medida la mala o marchitada lectura de la obra de Elena Garro, pese a sus ardientes defensores, se deba ante todo a causas extra literarias: sus denuncias, no exentas de inútiles calumnias, contra intelectuales, artistas y escritores mexicanos (2) en el mes de octubre de 1968, de las que hasta donde sé nunca se retractó, o no del todo, por lo que en amplia medida nunca pudo arrancarse el sambenito de delatora, o peor, de traidora; el autoexilio de veinte años que les causó, a ella y a su hija (Helena), una tragedia personal irreparable; la obsesión negativa contra su ex marido Octavio Paz a quien no dejó de ver en los lustros finales como un enemigo en múltiples direcciones, y de quien se volvió hasta el final su Némesis (3), pero de quien reconoció asimismo altas cualidades intelectuales y artísticas, y por último, sus delirios persecutorios que le hacían querer luchar contra molinos de viento donde ni siquiera había. Luego de las dos décadas de autoexilio, cuando uno lee lo que dice, cuando uno ve en su rostro en las fotografías finales las devastaciones de la derrota, acaba sintiendo, contra lo que ella hubiera querido, piedad, pena, ternura.
¿Elena se dio cuenta que sus enemigos no eran los intelectuales sino ella misma? No sé. En una carta dirigida a Emmanuel Carballo desde Madrid el 29 de marzo de 1980 se auto-cataloga en la categoría de No Persona, es decir “es nadie, no es”. ¿Pero quién o quiénes son los culpables? Los otros, sobre todo los intelectuales, quienes han logrado que las “No Personas carezcan de honor, de talento, de fiabilidad, de sentimientos y de necesidades físicas. A la No Persona se le insulta, se le despoja de manuscritos, que más tarde se publican deformados en otros países y firmado por alguna Persona.” Nos resulta difícil leer sin tristeza líneas como estas de la Garro (la cita es más larga) por lo que uno siente ante su soledad y delirio de persecución. Pasados más de treinta años de haber dicho esto ¿quién, al menos uno o una, le robó un manuscrito y dónde y cuándo lo publicó?
De una inteligencia y talento privilegiados dejó para siempre varias obras inmarchitables, muy en especial Los recuerdos del porvenir. Alucinante, estremecedora, es una novela que leemos en vilo a lo largo de sus 300 páginas, y la cual crea de continuo, como dirían Bourneuf y Ouellet, una “sed de maravillas” (L’univers du roman, París, 1972).
Se ha documentado la honda huella que tuvo en varias vías el Pedro Páramo de Juan Rulfo en la novela; yo diría que es mucho más notable en la primera de las dos partes en que se divide, pero no afecta en nada la singularidad y grandeza de la ficción. Una, por ejemplo, es la idea de un pueblo dominado por un hombre hecho casi de manera íntegra para el Mal: de un lado, un cacique (Pedro Páramo), y del otro, un joven general callista (Francisco Rosas), a quienes los habitantes de Comala o de Ixtepec los ven como los mayores causantes de todas sus desgracias; ambos sufren hasta el límite la historia de un amor imposible por mujeres con quienes conviven pero que no dejan de recordar a otro: una, al ex marido que no volverá, la otra, al forastero que llega al pueblo y se acaba llevándosela; si Pedro Páramo ve a Susana San Juan como “una mujer que no era de este mundo”, para el general Francisco Rosas la bellísima Julia Andrade representó de continuo un resplandor hiriente. Asimismo algunas evocaciones poéticas de Francisco Rosas por Julia tienen el tono de lejanía y tristeza (4) de aquellas de Pedro Páramo por Susana. Técnicamente en ambas novelas lo oral y lo poético se unen admirablemente para crear la fabulación y creemos hallar también a Rulfo en algunas descripciones paisajísticas.
Igual que Comala, Ixtepec es un pueblo síntesis de varios pueblos, en su caso, del Sur de México. Se entiende que Ixtepec es un pueblo del trópico, con “un sol que enloquece”, el cual podría suponerse que es el municipio oaxaqueño de la geografía real, pero en una carta a Emmanuel Carballo desde Madrid en 1980, Elena Garro aclara que al redactar la primera versión de la novela en 1953 en Berna, Suiza, lo pensó y lo hizo “como un homenaje a Iguala (Guerrero), a mi infancia y a aquellos personajes que admiré tanto” (Protagonistas de la literatura mexicana, Alfaguara, pág. 514). El calor opresivo y sofocante del trópico en el que los que los habitantes se hunden corre parejo con la atmósfera política que sufren cotidianamente.
Como en el caso de Comala en Pedro Páramo o como el de Zapotlán en La Feria, el pueblo puede considerarse en una vía el personaje central, salvo que el pueblo en Los recuerdos del porvenir, como lo llamaría exactamente en la página 519 de sus Protagonistas Emmanuel Carballo, es el “personaje narrador inanimado”. Ixtepec, en abstracto o utilizando hábilmente las voces de los moradores, cuenta las desdichas continuas y las escasas alegrías de sus pobladores, es decir, gracias a esas voces asistimos a los hechos en el Hotel Jardín, en la iglesia, en el curato, en el atrio de los almendros, en la plaza de Armas cubierta de tamarindos, en los portales del centro, en la calle del Correo -donde moran las familias bien-, en las trancas de Cocula -donde se ahorcan a opositores, sobre todo a los indios con el fin de quitarles sus tierras-, en el cementerio de los fusilamientos, en las lejanas minas de Tetela… En la relación de los hechos conviven imágenes y escenas de un realismo estremecedor con imágenes y escenas de realismo mágico. El pueblo es testigo y memoria, voz única y coro, el cual muchos años después relata lo que sufrió en la Revolución a causa de zapatistas y carrancistas, y en el decenio de los veinte por los destacamentos del ejército federal de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Humillado y ofendido, Ixtepec no recordará en el porvenir un solo día de dicha y libertad. Un periodo presidencial peor que otro, pero el peor de todos será el de Calles (1924-1928). Eran tan sanguinarios los militares bajo el mando de Rosas que los moradores echaban de menos a los zapatistas. “Al menos eran del sur”, decían sin ironía.
Dividida en dos, la primera parte de la obra, entre diversas historias que se bordan en el telar narrativo, tiene como nudo central el triángulo de Rosas, Hurtado y Julia; en la segunda, el momento prominente es la fiesta de la noche septembrina de 1927, en la que el pueblo quiere “homenajear” al general Francisco Rosas, noche que servirá para encender en el pueblo la primera hoguera de la rebelión cristera contra los militares que ahogan a la comunidad, pero que a fin de cuentas será una trampa en la que ellos mismos caerán por una indiscreción y un “soplo”. La noche de la fiesta quedará para siempre en el imaginario de Ixtepec como la cifra y la imagen de la rebelión derrotada. Quizá ese momento, ese fuego mínimo que hubo en la fiesta fue, junto a las representaciones teatrales en casa de don Joaquín y doña Matilde, ideadas por Felipe Hurtado antes de su partida, los únicos relámpagos en que las familias bien del pueblo vieron y vivieron la breve luz de la ilusión.
Hartos los habitantes de la crueldad de los militares, nada resume mejor la pretendida rebelión del pueblo que la respuesta del joven Nicolás Moncada durante el juicio sumario del 5 de octubre de 1927: “Sí, señor, soy ‘cristero’ y quería unirme a los alzados de Jalisco. Mi difunto hermano y yo compramos las armas”. La noche de la fiesta, un grupo de gentes, entre las que se contaban el padre Beltrán, Nicolás y Juan Moncada esperaban reunirse con el general cristero Abacuc, el cual es probablemente (H)abacuc Román, ex general zapatista, que operaba, como escribe Jean Meyer en La Cristiada, en Morelos, pero también en estados del centro de la república. ¿De qué acusaron a los condenados, es decir, a don Joaquín, al doctor Arístides Arrieta, al padre Beltrán, a Nicolás Moncada, al alcalde Juan Cariño y a la beata Charito? Entre otros cargos, de traición a la patria, pero como murmuraba la sabiduría del pueblo: “¿Qué traición y qué patria? La patria de esos días llevaba el nombre doble de Obregón-Calles.” Hasta el último instante del juicio el pueblo creyó que el general cristero Abacuc entraría a salvar a los condenados.
¿Novela cristera? En toda la segunda parte hay una clara simpatía por el movimiento; sin embargo también la novela puede dividirse en otras tres grandes historias: ya como la triste vida diaria de Ixtepec, ya como la desdichada historia de la familia Moncada, ya como el triángulo ominoso y fatídico Francisco Rosas-Julia Andrade-Felipe Hurtado. Es un juego de correspondencias en la que una no puede prescindir de la otra. Simpatizante a ultranza de los indios y los campesinos, la autora declaró a Carlos Landeros algo que nos explicaría mucho sobre el asunto cristero: “Yo soy agrarista guadalapana, porque soy muy católica. Devota del Arcángel San Gabriel y de la Virgen de Guadalupe, patrona de los indios” (5). No en balde desde niña su odio por la pareja Calles-Obregón y los militares que persiguieron a la iglesia católica y robaban y mataban a los indios. El héroe de la niña Garro fue el Padre Pro y su detestado enemigo Plutarco Elías Calles. Sin embargo la devota de la Virgen y del Arcángel no llegaba a bien a darse cuenta que en su corazón pleiteaban íntimamente Jesucristo y el Demonio, algo que hay asimismo en varios personajes de sus ficciones, en especial Isabel Moncada (Los recuerdos del porvenir) y Laura (La culpa es de los tlaxcaltecas).
Si hay algo que signe las historias a lo largo de las páginas es la prevalencia del Mal, o mejor, el triunfo del Mal, aun en algunas ocasiones contra la voluntad de los protagonistas. En este caso lo representan ante todo el joven general norteño Francisco Rosas, pero aún más aviesa y graníticamente su segundo, el coronel Justo Corona, y entre los civiles, Rodolfo Goribar, joven arrimado a las faldas de la madre, pero de una avidez ilímite de riqueza y de sangre, quien para vengarse de lo que les robó a su familia los zapatistas, hace ahorcar por sus matones tabasqueños a los indios con el fin adueñarse de sus tierras. Rosas y Goribar no tienen necesidad de “licenciados zopilotes”; las leyes las decide Rosas y las aprovecha el otro (6). No sólo Goribar; desde la llegada de Rosas se multiplican en una cotidiana imagen alucinante los ahorcados y los fusilados, todo lo cual culmina con la matanza en el atrio, cuando el pueblo se rebela contra las leyes anticlericales de Calles, de cierre de iglesias y suspensión de cultos, y con los fusilamientos de los instigadores y autores de esa rebelión disparatada y sin futuro el 5 de octubre de 1927. Los símbolos militares de Ixtepec son el fusil y la cuerda para ahorcar. No en balde se afirma de esos años: “El tiempo era la sombra de Francisco Rosas”. Para mal y gloria del Mal Rosas fue el hombre que cambió la historia de Ixtepec. No sólo él: en todo momento los militares son vistos por los moradores como la vertiente espinosa y siniestra que no les deja llevar una vida libre y pacífica. El Ixtepec otrora próspero, el cual era muy visitado y con un comercio importante –así lo recuerda el dueño del Hotel Jardín vuelto prostíbulo (Pepe Ocampo)-, se vuelve aislado, pobre, fantasmal. “¿Te acuerdas del tiempo cuando no teníamos miedo?”, dice doña Carmen a su esposo, el doctor Arístides Arrieta, al saber descubierta la incipiente hierba verde de la rebelión. Pero la integridad del Mal no es absoluta en Rosas; a diferencia de Corona, puede quebrarse, mostrar el costado débil, como cuando se derrumba ante la pérdida de Julia o al ceder ante Isabel para salvar del fusilamiento a su hermano Nicolás, pero el azar, aun en este caso, favorece de nuevo al hado funesto. El derrumbe de Rosas es absoluto luego de los fusilamientos del 5 de octubre de 1927. En los meses posteriores –supondríamos que principios de 1928- “Francisco Rosas dejó de ser lo que había sido; borracho y sin afeitar, ya no buscaba a nadie. Una tarde se fue en un tren militar con sus soldados y sus ayudantes y nunca más supimos de él”.
Elena Garro sabía muy bien que los hombres inútiles y los crueles pueden también ser unos sentimentales.
La otra figura del Mal, quien tenía dibujada en el rostro la viva escritura del infierno -al menos así la ve el pueblo-, es Isabel Moncada, la cual acaso, o al menos para mí, es la figura más atrayente de la novela, y hace recordar en su temperamento ferozmente destructivo y auto-lesivo a la Alejandra de Sobre héroes y tumbas, sólo que Isabel se convierte en piedra y Alejandra en cenizas. El pueblo le quedaba pequeño –la ahogaba- pero nunca supo huir de él. Por su naturaleza o por el mero gusto de la degradación, la llamativa Isabel Moncada, una muchacha de hermosos 19 años, es en el juego de su sexualidad la representación del desafío y la trasgresión. Isabel y su hermano Nicolás tienen desde niños una atracción incestuosa, y al final, a la primera insinuación de Rosas luego de salir de la aciaga fiesta, se acaba yendo a acostar con él, cuando su hermano Juan acaba ser muerto por los soldados del general (no lo sabía) y su hermano Nicolás aprehendido. Los días que conviven juntos en el Hotel Jardín, Rosas se da cuenta de su terrible e inútil error que cometió al llevársela: Isabel lo arrastra en la caída a los rápidos negros del río. Contrariamente, por su rebeldía pura y su cercanía de fuego con Dios, su hermano acaba siendo visto como un héroe por el pueblo.
¿Pero quién era Julia Andrade? ¿De dónde venía? ¿Adónde se fue con Felipe Hurtado? Nadie logró en el pueblo responder las preguntas. Sólo sabemos que era como una música extraña que fascinaba a todos y envidiaban y admiraban todas. Si nos atenemos a lo dicho por la misma Elena Garro a Emmanuel Carballo físicamente la modelo del personaje fue una tía de ella, Julieta, “la belleza de la familia, alta y fina como la Julia de Los recuerdos”. Rubia (7), quieta, suave de piel, indiferente a casi todo, Julia, donde pasaba, dejaba a su paso un olor a vainilla. “Las costumbres, su manera de hablar, de caminar y mirar a los hombres, todo era distinto en Julia”. Cuando aparecía en los días de la serenata la plaza “se llenaba de luces y de voces”, pero al mismo tiempo, por la tarea de demolición diaria que causaba Rosas, buena parte de la gente la veía tan culpable como el general del infortunio y la tristeza del pueblo.
¿Pero quién era Felipe Hurtado? ¿De dónde venía? ¿Adónde huyó con Julia? Nadie logró en el pueblo responder las preguntas. Cierto, Hurtado le contesta al alcalde chiflado (Juan Cariño) que venía de Ciudad de México, pero nadie llegó a enterarse si eso era real o no, y si su nombre y apellidos lo eran también. Sólo se sabe que era alto, probablemente de buena apariencia, de fácil risa, que en momentos de pesadumbre gustaba de leer en las afueras de Ixtepec, que habló sólo dos veces con Julia (el día cuando llegó y la noche mágica cuando se fugaron), y quien le dio una ilusión a esa gente sin ilusión durante los ensayos de una obra de teatro en el pabellón de la casa de don Nicolás y doña Matilde, obra que nunca llegó a estrenarse. Como Julia, era “distinto” en ese mundo. Aun si queda en el porvenir de la memoria colectiva ni Julia ni él vuelven a aparecer en la otra mitad de la novela. En el corazón del recuerdo del lector queda más hondamente la imagen del gran amor de ambos que sus caracteres.
Si bien las más grabables son las figuras de Francisco Rosas, Julia Andrade, Felipe Hurtado e Isabel y Nicolás Moncada (coincido con Emmanuel Carballo), hallamos en la novela representativamente familias bien venidas a menos, la mayoría católicas a ultranza, y algunas ferozmente racistas y clasistas, de las cuales las más destacadas son los Moncada (los padres Martín y Ana y los hijos Nicolás, Juan e Isabel) (8), don Joaquín y su esposa Matilde (donde se hospeda Felipe Hurtado hasta su insólita desaparición), la viuda Elvira Montúfar y su hija Conchita (doña Elvira era la lengua más afilada de Ixtepec y fue la quien ideó la rebelión), los Goribar (Dolores y su hijo Rodolfo), y el doctor Arrieta y su mujer Carmen. Son visibles asimismo personajes-tipo, como el deschavetado y querible alcalde Juan Cariño, el cura Beltrán, el diácono don Roque, el dueño del hotel-prostíbulo Pepe Ocampo, el boticario Segovia, el cantinero Pando, las beatas Dorotea y Charito. En otro orden, se hallan la matrona Luchi, que regentea en el Hotel Jardín a las mal llamadas prostitutas (Julia, Luisa, Antonia, la Taconcitos, Rosa y Rafaela), lugar que en momentos parece ser o es notoriamente el centro político, militar y sexual de Ixtepec: en él moran el alcalde chiflado y es donde pasan las noches los militares de más alta graduación, encabezados por Francisco Rosas. En el nivel más bajo están los indios, que aparecen casi siempre, salvo excepciones, como una masa amorfa, y son afrentados por las “buenas familias” (sobre todo por la viuda Montúfar y el boticario Segovia), como raza vil e inferior. Por raro o insólito que pueda parecer, en ese ambiente hostil y oscuro varias de las “cuscas” o “güilas”, en especial Julia, por algún tiempo, llegan a ser los puntos luminosos. ¿Pero la mayoría eran realmente prostitutas? Decididamente no. Eran las “queridas” de los militares que las raptaron. Ni cobraban ni se acostaban con otros. Incluso una (Luisa), que en vez de lengua tenía alacranes, había dejado a su familia por irse con el capitán Cruz, ayudante de Rosas. Más allá de eso, todavía hay un copioso número de borrosos protagonistas incidentales.
En la novela son maravillosos los juegos plurales del tiempo y de las diversas memorias. Ya hablamos del tiempo lineal histórico que le toca vivir al pueblo: el zapatismo, el carrancismo, el obregonismo, pero sobre todo el callismo. Pero hay otros tiempos, según sea el personaje, en que se augura no lo que sucederá, sino se recuerda lo que sucedió en el porvenir; u otros, que viven tiempos no vividos, como quien en el pueblo húmedo y caluroso de donde nunca salió recuerda la nieve y olores ignorados; u otros, quienes se hallan en el tiempo circular repitiendo lo que ya acaeció en Ixtepec; u otros que se encuentran a menudo en un tiempo presente quieto y sucumben “presos en ese instante detenido”; u otros, como los indios, cuyo tiempo es el de callar, y el cual es tan antiguo que no podría encontrársele.
En la novela hay buen número de momentos mágicos, sobre todo dos, de los que el lector puede decidir si, por lo increíbles, deja o continúa la lectura: uno, cuando una noche de pronto el tiempo queda íntegramente fijo, el reloj no avanza, y Felipe Hurtado y Julia, ante el pasmo de todos los pobladores de Ixtepec y de los militares que rodean la casa de don Joaquín y doña Matilde, desaparecen y sólo se sabe después que se les vio en las afueras huyendo en un mismo caballo cuando en el mismo instante “era de día”; el otro, cuando Isabel Moncada, después de fusilado su hermano Nicolás, en el último desafío desesperado de su corazón irremisiblemente envenenado, quiere alcanzar a Francisco Rosas pero se convierte en piedra (9). El lector decidirá qué interpretación simbólica, si la hay, quiere dar a cada momento.
Se ha hablado de esta novela como precursora o perteneciente al realismo mágico, lo cual es el mismo que Alejo Carpentier definió en el prólogo de El reino de este mundo en 1949 como lo real maravilloso. Quizá en esto los dos grandes antecedentes de la novela y los primeros cuentos de Elena Garro sean Pedro Páramo y la narrativa de Carpentier. Nadie que haya leído Los recuerdos del porvenir olvidará las muchas emociones que le dejó, ni olvidará, para decirlo con Paul Valéry, el “sortilegio de las palabras”. No sólo eso: una vez terminada la novela puede volver a leérsela inmediatamente, y luego de nuevo, sin que pierda su aire de encantamiento. “No se da en esa década –observa José María Espinasa- una obra con tanta riqueza visual, con tanta gama en sus colores y diversidad en sus tonos” (10). Es una de las cinco o seis novelas mayores mexicanas del siglo XX. Lástima que en los años ochenta y noventa en buena parte de su narrativa y de su teatro nos diera oro rebajado.
“Elena Garro fue un ser lleno de contradicciones y enigmas. Para ella no hubo medias tintas. Elena es un icono, un mito, con un talento enorme”, escribe Elena Poniatowska en el artículo Una biografía sobre Elena Garro (11). Y añade: “Con su muerte no ha crecido su leyenda”; también es verdad que eso no importa ante la admirable obra que legó.
1. Donde sobresalen un par de obras maestras: La culpa es de los tlaxcaltecas, con sus angustiantes espejeos dobles que producen un hondo desasosiego, y El zapaterito de Guanajuato, que toca con gran ternura, para decirlo con López Velarde, “el diapasón del corazón”. Pero también hay al menos tres cuentos impresionantes y sobrecogedores: ¿Qué hora es…?, Perfecto Luna y El árbol.
2. Sobre el movimiento del ‘68 Elena Garro nunca entendió nada, o como le dijo Carlos Landeros a Emmanuel Carballo: “Yo creo que ni ella misma supo lo que hizo”. Aun su hija Helena dijo en una entrevista con Landeros en 1980: “Mi mamá es muy inteligente, pero según mi punto de vista, políticamente está perdida, porque es muy idealista, no ve la realidad….” (Yo, Elena, Garro, Edit. Lumen, p. 80). Elena en la década de los sesenta era priísta, pero simpatizaba con Carlos Madrazo (su verdadero dios político), a quien el ex presidente Díaz Ordaz odiaba, y a su vez Elena la llevaba bien con los dos Echeverría (Luis y Rodolfo). Aun así, su locura política la metió en un hoyo del que no pudo salir. No sólo de su parte: sus críticos al definirla o categorizarla también anduvieron chiflando de las nubes a la luna. La tildaron de fascista, de ultraderechista, de agente de la CIA, de comunista… Pero luego de sentir el aislamiento al que eran o se creían sometidas en México, ambas, madre e hija, empezaron en 1972 a huir, huir –Nueva York, Madrid, París-, y a vivir condenadas, salvo pequeños oasis, a dos décadas de soledad.
3. Parece ironía o bien una paradoja: Paz y Elena murieron en 1998 con sólo cuatro meses de diferencia. Pero su archienemigo no fue Paz, sino ella misma, que, como dicen quienes bien la conocieron nunca supo en qué realidad vivía: eso era veta profunda para la literatura y para fascinar en sociedad, pero no para llevar con un mínimo de pragmatismo la vida diaria. Elena Garro parecía vivir a la vez en dos mundos que a la par describía magníficamente: un mundo irreal y un mundo irreal. Mucho hay de esto en Los recuerdos del porvenir (1963), en La semana de colores (1964), en Andamos huyendo Lola (1980), en Testimonios sobre Mariana (1981). ¿No dice en un momento Laura, la protagonista de La culpa es de los tlaxcaltecas, cuando se halla a mitad del puente de Cuitzeo: “Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero”? Eso podría decirse de buena parte de la ficción de Elena Garro. Los Testimonios de Mariana, por su parte, es una cacería contra Paz. La misma Helena, hija de ambos, en un diálogo con Patricia Rosas Lopátegui en 2006, que sirve como prólogo a una nueva edición de La semana de colores, dice que en Testimonios su madre pinta a Paz “como un verdadero malvado”.
4. El aspecto de ella, leemos, es también de lejanía y tristeza.
5. Yo, Elena Garro, pág. 63, Grijalbo, 2007.
6. En dos momentos “Rodolfito”, como lo llaman despectivamente los pobladores, es cuando se aprovecha de Rosas para sus fines de muerte y apropiación: cuando el joven general anda en estado pítimo o cuando lo sabe furioso y dolido por la desgarradora indiferencia de Julia. “
7. Si en la novela aparece como rubia, a Carlos Landeros, en su entrevista de 1989, le dice que no, que Julia, igual que Isabel Moncada, era de cabello castaño oscuro. En eso Elena Garro no recordó en 1963 lo que diría ella misma en el porvenir veinte y seis años después.
8. En una conversación sostenida con el general Rosas, Ana Cuétara de Moncada recuerda a sus hermanos de Chihuahua; Rosas, ex villista, quien viene también del Norte, le refiere lo que ella sabe: murieron en las tres batallas más importantes en el Norte. A la postre perderá también en pocos días a sus tres hijos. Desolada, desgarrada Doña Ana se lamenta que la Revolución hubiera acabado “con su casa en el Norte y su casa en el Sur”. A partir del 5 de octubre de 1927 don Martín y doña Ana Moncada no saldrán de su casa sino para ser enterrados. Respecto a la fecha del 5 de octubre en la novela, en la carta a Emmanuel Carballo, fechada en Madrid el 3 de julio de 1979, y quien la reproduce en las páginas 503 y 504 de sus Protagonistas de la literatura mexicana, Elena Garro escribe: “Mira, Emmanuel, para mí el tiempo se detuvo en una fecha lejana, que extrañamente es la misma que di en los latosos Recuerdos del porvenir para fastidiar a los Moncada. Lo leí hace muy poco y la fecha me dio (“me puso”) carne de gallina”. A Carlos Landeros, Elena Garro sólo le dice que los Moncada existieron. Como lectores, la familia Moncada a lo largo de las páginas nos causa una simpatía trágica. Pero ¿quiénes eran los Moncada en la vida real?
9. Cuando Felipe Hurtado organizaba la obra de teatro en el pabellón de la casa de don Joaquín y doña Matilde, Isabel ya recordaba entonces lo que en el porvenir se convertiría: “¡Mírame antes de quedar convertida en piedra!”
10. El tiempo escrito, pág. 115, Ediciones sin Nombre, 1995.
11. La Jornada Semanal, núm. 602, 17 de septiembre de 2006.
Originario feliz de México D.F. (Chilangolandia), donde nació en 1949. Poeta, narrador, ensayista, promotor cultural, magnífico traductor, tiene en su currícula haber trasladado al español poetas de la talla de: Baudelaire, Rimbaud, André Gide, Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Vincenzo Cardarelli, Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Reiner Kunze y Carlos Drummond de Andrade, entre otros. Estudió Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México y trabajó como lector en diversas Universidades del extranjero, tales como la de Salzburgo y Viena. Fue director de Literatura de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma, y laboró activamente en el periódico de Poesía y el Programa de Humanidades. Colaboró en la revista Proceso. Condujo un programa literario en Radio Universidad. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005), en España el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004 se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. Obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde 2010, que concede el Gobierno de Zacatecas. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974); Una seña en la sepultura (1978); La ceniza en la frente (1979); Hojas de los años (1981); La muchacha que vino del sol (1985); Monólogos (1985); Los adioses del forastero (1996); Viernes en Jerusalén (2005). Cuento: La desaparición de Fabricio Montesco (1977); No pasará el invierno (1985), recogidos en el libro Desde el infierno y otros cuentos (1987). Novela: Que la carne es hierba (1982); Hemos perdido el reino (1987). De él dijo, el escritor y poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez: “Marco Antonio Campos es un poeta –ya es bastante-; pero también un poeta culto, lo que es más peligroso y menos poético, según algunos asnos con letras, pues que lo quisieran intonso, zafio y tocando toda la lira por casualidad. Dichosa edad en que la primera manera ingenua será superada por siete libros y la amargura. Nos felicitamos por este muchacho que desde que comenzó tenía los dientes completos y las bibliotecas bien leídas… Le dirán poeta exotista, preciosista, despatriado, desmadrado; nunca desmedrado. Le dirán también muy antiguo y muy moderno; y más muy mexicano, muy contemporáneo. Este muchacho quiere sufrir y lo conseguirá. No hay remedio contra estas cosas; es la inminencia de la catástrofe.”