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Mapa de otros mundos (fragmento)

1 junio, 2022

Presentamos un adelanto de la novela Mapa de otros mundos, publicada en mayo de 2022 por Sophos


Ana Lucía

Cuando la familia salió exiliada a Suiza en el ’74, sentí que mi vida había sido interrumpida. Así que regresar con mis papás a Guatemala en el ‘77 fue una forma de retomar mi camino y volver a la San Carlos, donde había empezado mis estudios en biología. Yo pensaba que existía un camino definido en mi vida, y que simplemente iba a regresar a la senda correcta. Rapidito me di cuenta de lo equivocada que estaba.

Uno de los cursos que tomé en ese primer año, Diseño Ambiental, era súper innovador y experimental. Lo daba Ferraté, que era un ambientalista a la vanguardia del movimiento por el desarrollo sostenible en Guatemala. Me fascinaban sus clases porque incorporaba recuentos históricos, regresando hasta la época precolombina, y los acompañaba con datos sobre cambios en la geografía, en la flora y fauna de distintas regiones. Me acuerdo que a la mitad de una clase se frenó abruptamente y nos dijo que estar sentados en un salón y escuchar estas cosas no tenía sentido. No supimos muy bien cómo reaccionar y Ferraté solo se rio y dijo:

No deberían creer las cosas que les digo, deberían verlas ustedes mismos. Vamos a visitar esos lugares y luego hablamos.

Mi papá no quería que me involucrara con grupos radicales en la San Carlos, pero la verdad es que solo con ser estudiante ya había peligro. Una semana después de la conversación con Ferraté, trece de nosotros esperábamos frente al Jardín Botánico. Íbamos a ir a las Verapaces para hacer un análisis topográfico y estudiar las formas en que los mayas habían usado el terreno y cenotes y otras fuentes de agua locales para su agricultura.

Nos dijo que tocaría caminar mucho y teníamos que ir bien equipados, así que ahí estábamos vestidos con pantalones gruesos y botas, almuerzo listo y una mudada de ropa en nuestras mochilas, y también binoculares, brújulas, cámaras e instrumentos topográficos. Una estudiante había ofrecido su carro, como con seis estudiantes apretados ahí dentro, y el resto de nosotros y Ferraté nos subimos a un busito que había logrado alquilar de la FAO, de las Naciones Unidas. Adentro noté que Ferraté, que estaba sentado a la par del conductor, tenía una pequeña pistola en su cintura que escondió debajo de la alfombra. Se dio cuenta de que algunos lo habíamos visto, así que se dio la vuelta y nos dijo:

Solo por si acaso, ya saben que vamos a entrar a un área bastante activa.

Sí que lo era. La guerrilla estaba muy presente en las Verapaces y la respuesta del ejército había sido brutal. Masacraron y destruyeron pueblos enteros, aunque en ese tiempo todavía no se conocía el alcance. Me acuerdo que al entrar a Baja Verapaz había cada vez menos carros de civiles; la mayor parte del tráfico era jeeps militares y camiones con soldados. Manejamos por más de dos horas en un caminito que serpenteaba entre montañas de rocas tan ricas en minerales que se miraban rosadas, púrpura, de verdes intensos. Yo pensé que estaba alucinando, era increíble eso.

Al principio todo eran chistes y escuchar historias en el busito, pero luego ya nos fuimos callando. Paramos a la orilla del camino para comer nuestros almuerzos. No había ni un alma, solo selva tupida y un gran silencio. Ferraté nos dijo que sería bueno hacer un alto en el próximo pueblo y tomar algo antes de que anocheciera. Así que encontramos un área que estaba un poquito más poblada y seguimos un rótulo hasta San Pedro Carchá.

Cuando llegamos, el mercado y la calle principal estaban completamente vacíos. Todas las ventanas cerradas, abandonado parecía. Bajamos de los carros frente a una tiendita. La ventanilla estaba cubierta con una persiana de madera pero Ferraté tocó con los nudillos hasta que un señor atendió, pero sin levantarla del todo, solo por un hoyito. El pobre estaba bien nervioso y nos dijo que nos fuéramos porque los kaibiles estaban en el pueblo y ya se habían llevado a «unos muchachos», pero que iban a regresar. Todavía le compramos unas aguas.

Estábamos terminándolas cuando tres jeeps militares aparecieron a media calle y vinieron a coparnos. Nosotros nos quedamos paralizados mientras los soldados saltaban de sus jeeps apuntándonos con sus ametralladoras. El comandante se bajó y nos gritó que subiéramos las manos y que nos pusiéramos de cara contra la pared.

Yo estaba aterrorizada, no sé cómo pude mantenerme de pie. Ya te imaginás, nosotros jóvenes y universitarios y con botas y vestidos como para ir a meternos a la montaña. Y con la cara contra la pared y sin poder voltear y sabiendo que nos estaban apuntando con ametralladoras. El comandante fue con Ferraté y empezó a interrogarlo, que quiénes éramos y qué estábamos haciendo ahí. El tipo no era ningún baboso, se expresaba bien. Ferraté le explicó que estábamos haciendo unos estudios ecológicos de la universidad y no sé qué babosadas y que teníamos el aval de las Naciones Unidas, y que por eso veníamos con un conductor y un carro de la FAO. El comandante no estaba convencido pero pidió ver los papeles del conductor y la documentación de la FAO y nos dijo que volteáramos a verlo, pero sin bajar las manos.

Durante todo este tiempo los soldados no habían dejado de apuntarnos. Entonces el comandante le dijo a uno de mis compañeros de clase, a Federico —que era un tipo grandote y bastante ingenuo, con cara medio de baboso— que se acercara para abrir el baúl del busito. Lo hizo sacar las mochilas una por una y vaciarlas sobre la calle. Ahí fueron cayendo las brújulas, los binoculares, las cámaras. ¡Imaginate, puros guerrilleros! Yo pensé que eran mis últimos minutos sobre la tierra. El comandante recogió uno de los binoculares y le preguntó a Federico, «¿Y para qué son estos?», y Federico lo vio con su cara de ingenuo y le respondió, «Son para ver los pajaritos.» ¡Para ver los pajaritos!

A saber ni qué pensó el comandante. Probablemente se dio cuenta de que éramos demasiado idiotas como para ser guerrilleros. Ni siquiera siguió buscando en el carro, de hecho la pistola de Ferraté quedó todo el tiempo bajo la alfombra. Nos dijo que nos fuéramos rápido de ahí y que no condujéramos de noche, algo que de todas formas no planeábamos hacer. Nos metimos en los carros y salimos volando hasta Cobán, donde pasamos la noche en un hotelito. Al día siguiente Ferraté nos despertó a las cinco de la mañana y nos dijo que ese día nos tocaría una «comida celestial». Pensamos que estaba fregando, considerando que casi habíamos muerto el día anterior, hasta que llegamos a unas casetas que estaban en lo alto de la montaña, como a una hora de Cobán, y ahí nos dieron un estofado de cabro acompañado de tortillas moradas. Fue increíble, de verdad parecía que habíamos llegado al cielo.

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Guatemala, 1984.
Es autor de Trucha panza arriba, publicado en Guatemala, Bolivia, Chile, Colombia y El Salvador, y traducido al francés y al inglés. Rodrigo recibió el Premio Carátula de Cuento Centroamericano (2014) y vive entre Providence y Guatemala. Su segundo libro, Mapa de otros mundos, fue publicado en mayo de 2022 por Sophos.