Ficción: La carta de Cervantes

2 agosto, 2021

Señor: aquellas coplas antiguas que fueron en su tiempo celebradas, y comienzan: «Puesto ya el pie en el estribo», quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras las puedo comenzar diciendo:

“Puesto ya el pie en el estribo,

con las ansias de la muerte,

gran señor, ésta te escribo”.

Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies de V. E., que podría ser fuese tanto el contento de ver a V. E. bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero, si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos y, por lo menos, sepa V. E. este mi deseo y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía, me alegro de la llegada de V. E.; regocíjome de verle señalar con el dedo y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas dilatadas en la fama de las bondades de V. E. Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Semanas del Jardín y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía (que ya no sería sino milagro), me diere el cielo vida, las verá, y, con ellas, el fin de la Galatea, de quien sé está aficionado V. E., y con estas obras continuado mi deseo; guarde Dios a V. E. como puede”.

Miguel de Cervantes.

Cerré el libro sin marcar la página acabada de leer, lo dejé caer sobre mi escritorio, me levanté, respiré profundo y me dirigí a la ventana. Desde ella, observé las copas de los árboles que adornan la llegada del verano. El propio Cervantes me enseñó a no mirar de soslayo. Esta carta anónima y sin fechar, escrita con el don de la humildad, llamaba las cosas por su nombre.

Lo imaginé arreglar el pedazo de mundo que no tiene arreglo. Pero no intenté filosofar. Me vestí lo más rápido que pude y salí a la calle en busca de un V. E., parecido al de la carta acabada de leer. No buscaba cómplices, ni aplausos a favor de las verdades.

Confieso que tuve que andar más de media tarde tras un sujeto parecido. Casi al anochecer regresé a casa. No pude resistir la tentación y volví al libro donde apareció la carta para chequear ciertos giros idiomáticos propios de un maestro de la lengua. Me fascinaba su identificación con su otra mitad en tiempos donde se olvida todo. Era un libro bastante grueso. No tanto como la vida de Alonso Quijano, pero se las traía. Algo raro noté mientras revisaba sus páginas. Primero las letras se movían. Pensé en el fragor de mis ojos, lo cerré, me lavé la cara y volví a abrirlo. La situación volvió a la normalidad, pero la correspondencia desapareció de la página indicada. En vano pasé horas enteras frente al extraño tomo, hojeando sus espacios. Nada encontré. Y me aplastó el sueño. Al siguiente amanecer emprendí su búsqueda y mi sorpresa fue inmensa al volverlo a ver sobre la mesa de mi escritorio sin que nadie pudiera darme razón de su presencia, ni mucho menos, de su ausencia el día anterior.

No era la primera noticia de que un volumen sorprende tanto por su lectura, como por el movimiento de sus letras en algunas páginas. Mi mente intentaba dibujar recuerdos de su procedencia, acerca de su dueño anterior, de la forma de ocultar el rostro ajeno, y de su elección por un nuevo elegido.

Era la primera vez que descubrí algunas páginas confundidas con otras y saltando de su sitio original para fundirse con otras y de esa forma inaugurar nuevas posibilidades de lectura.

Decepcionado, volví a cerrar el volumen. No sé si hubiera sido mejor tirarlo al zafacón o volverlo a hojear para descubrir otras cartas cervantinas marcadas por letras apócrifas, confundidas con otros documentos o escondidas dentro de la maraña del tiempo.

Decidí la segunda opción, pero fue inútil. Al siguiente día, y en otros más, relucía el mismo resultado. De pronto, la realidad llamó a mi puerta en forma de amasijo. El diarismo me impidió proseguir especulando la desaparición de páginas ilustres por lo que cierta mañana regresé el libro al lugar donde lo había encontrado con la esperanza del azar. No pude borrar de mi memoria la carta maldita.

Sin darme cuenta, sucedió el milagro: El tomo desapareció de mi escritorio, para siempre, como mismo ocurrió con su llegada. Según mis propias confesiones, la sorpresa devino un día feriado.

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Luis Beiro Álvarez (Cuba, 1950). Es poeta, narrador y periodista. Su novela más reciente es Nadie te vio morir (Banco Central, 2019). Su obra incluye, entre otros, las novelas La carnada en el anzuelo (Cañabrava, 1998 y 2002); y por Editorial Unicornio Luyanó (2009), Los elegidos de Miranda (2014) y Fula Abakúa (2016). Mereció el premio Caonabo de Oro (2000).