» Homenaje a Roberto Castillo: Nostalgia por los Dioses

1 febrero, 2008

Este texto, escrito en 1995,  forma parte de los ensayos recogidos en Del Siglo Que Se Fue.


“No somos mejores que los hombres de la antigüedad
pero hemos refinado nuestra barbarie”

W. Ospina

“Una vez más, ¿cómo expresar la frágil belleza de la Tierra?”, se pregunta Michel Serres, autor de El Contrato Natural, libro altamente representativo de la conciencia teórica de los años noventa y que vuelca su preocupación hacia nuestro vínculo con este mundo que tan brillantemente nos empeñamos en destruir. “Cambiando la Declaración de los Derechos del Hombre por una Declaración Universal de los Derechos del Mundo” podría contestarle William Ospina (Colombia 1954) desde su ensayo Es Tarde Para El Hombre. Norma, 1994

La idea-eje que lo recorre de punta a punta –desde los versos de Miss Emily Dickinson, que le brindan el título, hasta las esperanzadas palabras finales – critica la civilización que edificó esta supremacía despiadada de lo humano, tan poco respetuosa de los seres naturales, a la vez que postula la posibilidad de un orden distinto y orienta discretamente la mirada hacia la recuperación del sentido de lo sagrado, acompañante del hombre a lo largo de la mayor parte de su recorrido por esta “selva oscura”.

“En ausencia de los dioses reinan los fantasmas”, dice Novalis en sus Himnos a la Noche. Ospina invoca estas mismas palabras para recordarnos que más allá de lo que nos hace precisos, ingenuamente seguros de someterlo todo, poseídos por la estandarización y la vulgaridad, están la capacidad de entrega a valores superiores, la intensidad de la pasión, la maravilla del terror, lo divino, las fuerzas profundas de la naturaleza o la muerte. El hombre de hoy, asediado por la droga, la violencia de todo tipo y la sociedad de consumo, puede redescubrir en el romanticismo mucha de su grandeza perdida, porque ese vigoroso movimiento estético del siglo XIX supo depreciar la estrechez meramente utilitaria y el exceso de  falsa luz para ofrecer una más rica y vital opción al conocimiento.

Cegados por nuestro afán de progreso, poseídos por la manía perfeccionista que los esquemas evolucionistas alientan, hemos llegado al punto de ser víctimas de nuestra propia trampa, de no conceder a cada producción otro papel que el de ser desechada por la que vendrá después. Miramos como imperfecto y no suficientemente desarrollado lo que va quedando atrás, acicateados por una fuerte sensación de optimismo y de triunfo. Lo de hoy siempre es mejor que lo de ayer, de manera absoluta; pero hay algo que niega absolutamente esta creencia moderna: el arte. “No hay progreso en el arte. Los dibujos de Picasso no son superiores ni más avanzados que los que hizo en las paredes el huésped de Altamira. Moliére no es superior a Sófocles ni Rodin a Fidias. Cada obra de arte propone su propia ideal, establece su propio nivel de excelencia y no refuta ni supera otras obras”. Este recordatorio viene bien a una mentalidad que suprime la diversidad en nombre del progreso, que ha olvidado el costo (humano) y el agrado del hacer una obra, que expulsó desde hace mucho a los dioses de la música y ahora se propone exiliar al hombre mismo.

Lo que mejor indica que los dioses ya no están presentes aquí donde habitamos, su total ausencia, es el instrumento de que se vale el culto de nuestro tiempo: la publicidad. Ella maneja la entera cadena de apetitos y los azuza en oleadas cada vez más agresivas; disfraza y edulcora todo y lo vende; confundidos en sus extensas redes, los humanos han olvidado el sentido de la belleza, que alguna vez fue inseparable de la existencia diaria. La publicidad mantiene el lenguaje autoritario del siglo que termina, no pide ni propone, ordena. Con la ingente cantidad de imágenes que mueve y baraja constantemente, ha creado un paraíso consumista que como imán atrae a las masas. Lógicamente, los excluidos de él son los fracasados de hoy. De un lado queda la opulencia y del otro las montañas de desperdicios: aquí el ejército sonriente de los que persiguen animosos el canto de la sirena, allá el – más grande aún- de los miserables a los que ya no llega su música y ruedan por la inmensa pendiente de basura.

También los dioses se han salido del cuerpo humano, que ya no es templo de ninguna clase, ni siquiera templo en ruinas. Asclepios está jubilado y, sobre todo, olvidado. Desterrados los dioses de este ámbito, del cuerpo, ese antiguo saber llamado medicina – que otorga a su poseedor un extraordinario poder sobre los demás- se frota las manos: las “aflicciones de la carne” le abren un mercado prometedor, en incesante expansión.

“El frío universo sin dioses de la ciudad moderna”, dice Ospina en esa sección que llamó “El Naufragio de Metrópolis”. Atenas, Esparta, Roma y Tenochtitlán adquirieron sentido como ciudades dedicadas a divinidades que representaban  la inteligencia, la guerra, el poder o impresionantes fuerzas instintivas. Hace mucho que las ciudades han dejado de ser las “coronas de la civilización”, “proyección ideal del hombre”, “el gran sueño de la especie”, para convertirse en los espacios ensombrecidos de hoy día, tras haber alcanzado el límite con la llegada del siglo XX. En ellas, a todas luces, se concentran, agitan y anudan unas potencias que si no tienen interés en la conservación de la naturaleza, tampoco lo pueden tener en la del hombre.

Termina este libro hermosamente escrito, que se da a leer a través de una prosa llena de aliento, vitalidad y chispeantes reflexiones, con una visión de lo que su autor llama “Los deberes de América Latina”. En ella, a la vez que adelanta una crítica al eurocentrismo, hace una reevaluación de España en la que se perciben claros, rescatados e interesantísimos acentos unamunianos. Lo que mantiene a la cultura española del lado del “mundo elemental” es precisamente aquello que siempre se le ha echado en cara: su falta de racionalismo. “Porque frente a la tentación del racionalismo, ya incontenible, España opuso como discurso y como símbolos la insensatez, el delirio, la fantasía y la amistad: la cabalgata sublime de Sancho y don Quijote”.

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Hondureño, nacido en la frontera con El Salvador, en 1950. Se formó en Filosofía en Costa Rica, pero más tarde eligió la Literatura como vehículo de expresión del pensamiento, sin abandonar el ensayo. Escribió los libros de relatos Subida al Cielo; Figuras de Agradable Demencia y Traficante de Ángeles. También es autor de El Corneta y la novela La Guerra Mortal de los Sentidos en 2002, posiblemente su mejor libro. Su trabajo en revistas y publicaciones no ha tenido interrupción. Fue Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” de su país en 1992 y antes,, en 1984, Premio Latinoamericano de Narrativa Plural otorgado en México. Algunos de sus relatos han sido llevados al cine, entre ellos “Anita, la cazadora de insectos". Junto a Roberto Sosa y Julio Escoto, Roberto Castillo es uno de los escritores más conocidos de una Literatura poco conocida. Dicen que se encontraba escribiendo la que consideraba mejor de sus obras. Así mismo dicen que dejo inéditas unas 17 obras.