Manuscrito de Rubén Darío
Manuscrito de Rubén Darío

«Horrendas carcajadas se oyeron resonar”. La Segua, un mito prehispánico en Rubén Darío

1 abril, 2023

Hace un tiempo visité con cierta asiduidad la Casa Museo Rubén Darío de la ciudad de León, Nicaragua. Miguel Ángel Martínez Buitrago, su Director, siempre solícito y dispuesto a aclarar las dudas de quienes se acercan para conocer con mayor profundidad la vida y obra del poeta, me mostró el Cuaderno de escritura en el que Darío trabajó hasta poco antes de marcharse a Managua, en diciembre de 1881. Uno de los textos que llamó mi atención fue el cuadro dramático titulado La Segua, cuya lectura somera, en primera instancia, me sorprendió por la arraigada conexión entre el adolescente Rubén Darío y la ciudad de León. Gracias a la atención del señor Martínez Buitrago, quien con un enorme compromiso resguarda celosamente los objetos que pertenecieron al poeta, he podido leer la versión original de este texto y que ahora pongo a disposición del público. Agradezco a mi maestro, Günther Schmigalle, sus oportunos comentarios e indicaciones bibliográficas sobre el enredado tema de las Obras Completas de Darío.

La lectura del manuscrito aludido revela un texto que su autor no llegó a revisar de manera concienzuda y que apenas tiene correcciones. Como cuadro dramático en verso no fue considerado por Darío para que apareciera en sus Primeras notas, también llamado Epístolas y poemas, que publicó en Managua en 1888, después de la aparición de sus Abrojos en Chile[i].   Al cotejar este original con los textos aparecidos en las Obras Completas que se empezaron a publicar a partir de 1923, se puede apreciar los cambios que los editores realizaron y que alteran la comprensión del significado de la obra y la relación que tiene con el cuento La Larva que Darío publicó en 1910.

Las primeras Obras Completas del autor leonés que vieron la luz fueron las publicadas en Madrid por Mundo Latino (1917-1919) con un prólogo de Alberto Ghiraldo y que todavía no incorpora la poesía que Darío escribiera entre 1880 y 1886. No es sino años más tarde que el poeta Alfonso Cortés recopila la obra de juventud de Darío dispersa entre los amigos de León y los periódicos de la época con los que el poeta acostumbraba a colaborar. De esta manera, aparecen en 1923 las Obras Completas, bajo el cuidado de Alberto Ghiraldo y Andrés González-Blanco[ii], en las que recogen, en el segundo volumen, los Poemas de juventud, entre los que se encuentran La Segua con diferente ortografía, el número de las escenas cambiadas, el subtítulo con algunas alteraciones y la sustitución de algunos vocablos (1923: 125-140), aunque se respeta la indicación de cuadro dramático. A partir de las Obras Completas editadas, otra vez en Madrid, por M. Sanmiguel Raimúndez en 1953 y llevadas a la imprenta por Afrodisio Aguado, pierde la referencia de cuadro dramático, por lo que pasa a ser un poema, conservando la ortografía de Ghiraldo y González-Blanco. Las Poesías Completas publicadas por Ernesto Mejía Sánchez en 1952 para Fondo de Cultura Económica de México y en 1977 para Biblioteca Ayacucho bajo el título de Poesías no incorporan los trabajos de 1880 a 1886 por respeto a la voluntad de Darío, que no supervisó ni autorizó la publicación de los trabajos de juventud. En ese sentido, Mejía Sánchez puntualiza que:

“…durante su última permanencia en Guatemala, entre abril y noviembre de 1915, Darío tuvo en sus manos el original de sus precoces Poesías de adolescente (1879-1882); él, emocionado, lo reconoció como suyo, antecedentes de sus Primeras notas, pero no dijo palabra sobre una posible o futura publicación. Antes bien, cuando se lo ofrecieron en obsequio, de inmediato quiso destinarlo a su amigo Archer M. Huntington, fundador de The Hispanic Society of America, de Nueva York…” (1977: LIV)

El regalo del Cuaderno de trabajo con las Poesías de adolescente al que Majía Sánchez se refiere no se produjo y permaneció en León hasta que Alfonso Cortés lo incluyó en el álbum con el que Ghiraldo y González-Blanco trabajaron. En la edición de Sanmiguel Raimundez este conjunto de poesías se clasifican bajo unos acápites que Darío nunca escribió[iii].

Es evidente que, de entrada, los hechos que se han señalado hasta aquí planteen la problemática de la inclusión de estos textos a los editores de futuras obras completas del poeta, ya que, una vez conocidos por el público los textos de 1879 a 1886, es imposible negar su existencia. Ello implica la necesidad de ediciones críticas que recuperen las versiones originales y ofrezcan explicaciones abundantes sobre la génesis de esos trabajos literarios. Por otro lado, hay que reconocer que, de no haber sido expuestos a la luz pública, los lectores se perderían de saber cuáles eran los intereses del Darío adolescente, muy vinculados, por cierto, con el acontecer sociopolítico y cultural nicaragüense de su tiempo. Sacar a la luz pública esos poemas ha permitido la lectura de trabajos como El libro, largo poema de cien décimas en el que el joven Darío expresa su ilustrada fe en la ciencia y el conocimiento. Quizás, el conjunto de poesías de esta etapa de la vida creativa de Darío no tenga la sonoridad de sus versos parnasianos ni el espíritu reflexivo de sus versos alejandrinos simbolistas o sus hexámetros, no obstante, dan cumplida cuenta de una etapa definitoria en la personalidad del poeta.

En cuanto a los aspectos formales, se puede destacar que La Segua es un cuadro teatral de 293 versos entre octo y eneasílabos en los que aparecen de forma irregular rimas asonantes y consonantes. La forma de las estrofas varía y algunas veces los versos están agrupados en cuartetos, sextetos, octavillas, décimas o en series indefinidas, como en una silva. A su vez, las rimas son variadas y, a veces, se pueden identificar abrazadas (ABBA) o cruzadas o encadenadas (ABAB). En otras ocasiones el poeta opta por no usar rima, pues, a la manera de Shakespeare, los parlamentos de los personajes populares no la tienen en contraposición a los del narrador, que sí la exhiben.

Darío escribe el título de La Segua utilizando la letra s en lugar de c, lo que, aparentemente, puede interpretarse como un error o como la falta de una revisión profunda. Sin embargo, se debió tener en cuenta las siguientes consideraciones al momento de corregir al maestro: segua o cegua es un vocablo evolucionado de cihua, de origen náhuatl que significa mujer, de acuerdo con Molina [(1571) Gran Diccionario del Náhuatl]. Por ser esta una lengua sin norma, la palabra en cuestión puede aparecer escrita con c o con s[iv]. En el caso de Nicaragua se escribe utilizando la grafía c, aunque en Honduras y Guatemala se escribe con s. Es muy probable que Darío, conociendo a estudiantes universitarios hondureños que vivían en las casas de la vecindad de su infancia  (o en la suya propia porque su tía abuela aceptaba pensionistas (Buitrago, 1966: 27) para contrarrestar “la escasez”) (Darío, 1966: 12), con quienes había conformado un humilde cenáculo literario (Valle, 1956: 5); o quizás lo aprendiera en sus conversaciones con los estudiantes hondureños Liberato Moncada y David Díaz, quienes al terminar los estudios abrieron una escuela en el convento de San Francisco, muy cerca de su casa (Valle, 1956: 7). La siguiente corrección al texto original que aparece en la edición de 1923 es el título de la escena V, que en realidad en el original es la VI, ya que en la primera escena Ghiraldo y González-Blanco se saltan la numeración, Sobre la tal Seguanarana está suprimido, quizás con la intención de hacer más accesible el texto al público español, aunque esta elisión hace que se pierda el matiz de la presencia de indigenismos en la obra primeriza de Darío. Nuevamente, la utilización de la palabra seguanarana sitúa al poeta haciendo un uso similar a la declinación siguanaba que se ha mantenido en Guatemala y Honduras, aunque cabe la posibilidad que esa fuera la forma de llamar al personaje en lengua subtiava. Otra de las alteraciones al texto original es la palabra que en el original aparece como cusuza, es decir, aguardiente casero hecho de maíz, y que en la edición de 1923 escriben “cususa” y en 1953 la transcriben como “casusa”, en ambos casos entre comillas[v].  Finalmente, la última enmienda de Ghiraldo y González-Blanco es la sustitución del vocablo carnegüe por caracol. De acuerdo a Valle (1948: 52), esta es una palabra de origen azteca que deriva de calli, casa y necuiloa, transitar, es decir, caminar con la casa a cuestas. El carnegüe es un molusco de la familia de los helícidos, que vive en una pequeña concha que tiene forma de espiral y pulula en las playas nicaragüenses, siendo también llamado calnegüe por los pueblos ubicados al sur de la ciudad de León. 

Como ya se dijo, esas pequeñas modificaciones sustraen el sentido de la proximidad de la cultura indígena con la que Darío convivió en León. Alfonso Valle, amigo de la infancia del poeta, al referirse a la etapa de la niñez que compartió con el pequeño Rubén, cuenta que, los lunes santos de cada año algunos indígenas se acercaban a la iglesia San Francisco a tocar un pito y un tambor durante el día entero y que él, cansado del sonsonete monocorde les mandaba callar en lengua subtiava: dágasdu demi ranga, uishá (1956:  s.p.). De modo que no es de extrañar que Rubén Darío no solo estuviera familiarizado con la lengua de los indios subtiava sino que también, como es evidente en su Cuaderno de escritura, incorporara algunos términos para referirse a un mito de origen prehispánico como la cegua.    

Milagros Palma (1987), considera que el pensamiento mestizo se ha ido conformando gracias a la tradición oral que expresa la memoria colectiva en la que “el pasado se vislumbra como una impresión aterradora” (p.6) debido a los constantes ciclos de violencia padecidos desde la época precolombina y que han tenido continuidad durante la colonia y la vida republicana. Por ello no es de extrañar que los seres fantasmagóricos que emiten alaridos o risotadas, mujeres que pueblan la noche con su llanto desconsolado, carretas que transportan fantasmas en pavorosos recorridos nocturnos o animales de la noche que atosigan al viajero, hayan permanecido como historias míticas. Al catálogo se van añadiendo nuevos personajes en la medida en que se producen acontecimientos sangrientos: la injusticia social como “fuente inagotable de revoluciones” (p. 15). Entre todas las ciudades de Nicaragua, León se destaca por sus noches pobladas de espectros que mantienen en la zozobra a sus habitantes. Darío alude a este fenómeno en su Vida…: “me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo” (1991: 10) y explica el desasosiego que le producía la noche en la vieja casona familiar.

La imagen de uno de esos espantos corresponde a una mujer, conocida como la cegua. Este personaje mítico pertenece al repertorio de entes espeluznantes que aún hoy en día generan incomodidad entre la población leonesa y de otras zonas de Nicaragua. Se trata de una hermosa mujer que se aparece en los caminos a los hombres que trasnochan a causa de alguna parranda. Se les aproxima y les besa envolviéndolos con su baba, que les produce un atontamiento del que jamás llegan a recuperarse. Los silbidos estridentes que emite contribuyen a caer en ese estado. De ahí la frase hecha de estar o parecer jugado de cegua. Las versiones de la leyenda de este personaje varían en Guatemala, Honduras y El Salvador, donde le llaman siguanaba o cihuanahual, que significa mujer hechicera. En los países del triángulo norte centroamericano esta aparición, después de engatusar a los hombres, toma la forma de una yegua. En cambio, en Nicaragua y Costa Rica no se altera en su morfología.

Zepeda Henríquez identifica al mito de la cegua en Nicaragua como el resultado de la aparición de la pasión desmedida del hombre sobre el que la aparición actúa: “pretende ser un remedio de la lujuria, mostrándose ella misma lujuriosa” (2000: 52). Se puede interpretar el mito de la cegua desde la conexión sororal que el espectro establece con la mujer del hombre trasnochador y parrandero que pasa las noches lejos de la familia. No se sabe cuál es el nivel del estado de bobería en que quedan los hombres: ¿se trata de imbecilidad, pérdida de la capacidad para la persecución erótica de otras hembras o de simple prudencia ante las tentaciones nocturnas? Al parecer, la cegua puede hacer que sus víctimas también desarrollen el sentido común.

Sin embargo, para el joven Rubén, que al momento de escribir su cuadro teatral contaba con 14 años, y pese a que la noche nunca dejó de causarle miedo (“así se me nutría el espíritu, con otras cuantas tradiciones y consejas y sucedidos semejantes. De allí mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables”) (1991: 10), mantiene un tono cómico con diálogos ingeniosos que no dejan de provocar en el lector cierta hilaridad[vi]. La Segua cuenta que un par de amigos borrachines caminan por la ciudad con la intención de ponerle una trampa al espectro para atraparla, por lo que deciden salir de noche en su búsqueda. Comienzan a escuchar ciertos ruidos que les causan inquietud, aunque no desisten en su empeño. Después de un rato recorriendo varias calles de la población uno de ellos llega a la conclusión que el sonido que escuchaban no era otra cosa que el viento. La obra finaliza con la reflexión de que la maldad de la Segua se puede encontrar en cualquier persona común y corriente.

De esta forma, Darío toma distancia de sus propios temores, le resta importancia al fantasma y adopta una postura crítica hacia la sociedad leonesa por su afición a las ideas oscurantistas sobre las que se yerguen las creencias en visiones y aparecidos. Un dato relevante es que sitúa la acción en “el año 44, cuando la guerra de Malespín” (escena II), quizás intuyendo la relación entre los sucesos sangrientos y el estado de terror en el que la población queda inmersa como señala Milagros Palma. Otro aspecto sobre el que se debe fijar la atención es que la acción comienza en una casa en el límite entre León y Subtiava, el pueblo indígena que en esa época estaba segregado a la periferia de León. De allí llegan los dos hombres al centro de la ciudad a cazar a la Segua.

El poeta muestra una actitud que pondera la racionalidad frente a las creencias engañosas de los leoneses y de las suyas propias. Aparece en esta obra el pensamiento de lo que podríamos llamar el primer Darío, acérrimo convencido en sus ideas democráticas, educado en la casa de un coronel y ahijado del caudillo del partido liberal de León, a quien, durante esos años de adolescencia, no duda en elogiar en tres de sus composiciones: Máximo Jerez (1953: 53-44)[vii], Himno a Jerez (195 81-82) y Soneto cívico  (p. 82). No se debe perder de vista que el poeta crece escuchando la discusión de la tertulia vespertina en la casa de su tía Bernarda, tal y como lo narra en su Vida…:

“Por las noches había tertulia, en la puerta de la calle. […] Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el ‘vendedor de arena’… me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo.” (1991: 11)

Es evidente que la filiación política del joven poeta quedó definida en los primeros años de su vida, en la conversación, quizás reiterativa, de lo que pudo ser y no fue que sostuvo en sus convicciones al bando de los perdedores de viejas, aunque actuales, contiendas y al que con orgullo pertenecía la familia del coronel Ramírez Madregil, marido de la tía Bernarda. Darío hace patente su solidaridad con este grupo en su soneto A los liberales (1923: 113-114)[viii] en quienes reconoce fidelidad a las ideas de libertad a pesar de la adversidad de los tiempos:

Porque gritáis que es libre el pensamiento;
que no tiene cadenas la consciencia
y proclamáis con fuerza y ardimiento
que hoy impera no más la inteligencia
la muchedumbre criminal y necia,
os escupe, os odia y os desprecia.

Por ello, no duda en la defensa de la idea de que por medio de la luz de la razón y la ciencia se llega al progreso, ideal que persigue para su país en esos años de manera entusiasta. En A la razón (1923: 119) escribe:

Al contemplarte augusta te venero
al ver tu luz, mi corazón se inflama
pues al fulgor de tu radiosa llama
se estremece la faz del mundo entero.

Cayó la fe con su terrible fuero
ya tu voz por doquiera se derrama
se hunden Vichnú, Cristo, Bhuda y Brahama,
y las naciones van por tu sendero.

Sus declaraciones de adhesión al pensamiento científico, conocida por todos en la pequeña ciudad de provincias, lo inducen a escribir el poema Al Ateneo (37-43) que lee, como invitado emérito en la inauguración de la Academia de Ciencias. En este texto repasa una nómina de autores que van desde Virgilio, Juvenal, Galileo, Cervantes, Gutenberg o Mirabeau, entre otros. Concibe al Progreso en Libertad y Luz (las mayúsculas son del autor) que acabarán con las tinieblas del fanatismo oscurantista de donde deviene la paz:

Por todas partes fecundo
brota el Progreso fulgente,
tanto en aquel continente
como en este Nuevo Mundo;
ya de la ciencia el profundo                                               
y desconocido arcano                                                          
se abre, y da paso a la mano
de un genio de bendición
que brinda celeste don
a todo el género humano.

En la inauguración de la Biblioteca Nacional en enero de 1882 lee su extenso poema El libro (49-78) en el que expresa su fe en la emancipación del ser humano por la acción del conocimiento científico:   

El libro, ¡bendito sea!…
pues con afán inaudito,
vuela por el infinito
con alas de la idea;
el libro que vida crea,
pan de las inteligencias,
luminar de las consciencias,
y que hoy está en todas partes,
sublimando con las artes,
redimiendo con la ciencia.

Tal es el ideario liberal con el que el joven Darío se apresta a conquistar Managua y que seguramente le traerá algunos disgustos, en el país de la eterna polarización política, y que lo empujan a buscar otras latitudes más acogedoras.

Veintinueve años después y desde otra perspectiva, Darío retoma el mito de la cegua en su cuento La larva, publicado en 1910 en la revista bonaerense Caras y Caretas. En esos años, ha vivido una progresiva evolución de las formas poéticas que van de los versos en estilo castellano como el soneto, la décima y la silva de sus trabajos de juventud, a los textos de ¡Azul…! En esos textos de 1888 se leen poemas y cuentos con una enorme influencia en los temas y motivos de autores parnasianos como Catulle Mendès o Leconte Lisle, propuestas temáticas evasivas sobre la belleza, los jardines, la mitología griega, los cuentos parisinos, enunciadas por los autores del parnasianismo y evidentes en las Prosas Profanas (1896), como señala Feria (2016). Esa búsqueda posteriormente se encamina desde los descubrimientos del ritmo y la musicalidad de sus versos decadentistas hacia el desentrañamiento del misterio de profunda influencia simbolista. Estos cambios en la forma develan así mismo una progresión en el pensamiento del poeta y un cambio radical de postura ante las verdades que defendía en su juventud temprana. Dicha evolución mental se observa de forma más clara en sus artículos literarios y crónicas periodísticas.

Cuando Darío parte para Chile desde Nicaragua en 1886 se va defraudado de las estrecheces económicas en la casa de su tía Bernarda, los entuertos familiares, las quimeras políticas y los amores imposibles. En el artículo literario que Darío escribe sobre sus Cantos de vida y esperanza y que aparece en Historia de mis libros de 1913, al referirse a su juventud la describirá como una etapa:

“llena de tristezas y de desilusión, a pesar de las primaverales sonrisas; la lucha por la existencia, desde el comienzo, sin apoyo familiar, ni ayuda de mano amiga; la sagrada y terrible fiebre de la lira; el culto del entusiasmo y de la sinceridad, contra las añagazas y traiciones del mundo, del demonio y de la carne; el poder dominante e invencible de los sentidos, en una idiosincrasia calentada a sol de trópico en sangre mezclada de español y chorotega o nagrandano; la simiente del catolicismo contrapuesta a un tempestuoso instinto pagano” (2015: 22)

Esta amalgama de sufrimientos lo predispone paulatinamente a la alienación de esas realidades que le afectan, es decir, a la sustracción de su propio ser, para refugiarse en el mundo alternativo de la belleza que ha creado, en el que puede interpelar a la naturaleza y dejarse llevar por el embeleso de su contemplación; en el que puede amar sin el fisgoneo pacato de los ojos provincianos. En ese sentido, el acercamiento a la obra de sus estimadísimos autores Raros le permite cambiar de perspectiva porque se hace consciente de que el ideal de modernidad que desea para su país, y el resto del continente, no solo no se alcanza, sino que, además, en la etapa de entre siglos debe convivir con la sombra amenazante de los Estados Unidos como una tutela cuando menos fastidiosa de la que es imposible deshacerse.

De acuerdo con Cathy Login (1986: 119)

“a lo largo de su carrera, Darío alude, en ocasiones en términos sumamente personales, al problema de la enajenación.  Su poesía se centra en la lucha moderna de las personas por ganar un paraíso del cual han sido expulsadas y que suele estar, al parecer, fuera de su alcance. Sin embargo, el lenguaje de Darío para describir esta lucha implica una fe persistente en la posibilidad de salvación”.

Por ello, las certezas de la primera juventud van dando lugar, primero a la sospecha y después al convencimiento de que habrá que librarse de los subterfugios y los cantos de sirenas si se quiere lograr la verdadera redención del ser humano.

En la etapa finisecular del XIX debe partir de Buenos Aires con rumbo a España donde se propone escribir sobre las consecuencias de la pérdida de Cuba y Filipinas en la sociedad española. Llega a Barcelona en enero de 1899 desde donde viaja a Madrid, a Andalucía, a Extremadura. En fin, recorre la península para contar a los lectores de La Nación de Buenos Aires la situación de caos y desvalimiento que padece la población por el triste final del imperio en el que nunca se ponía el sol, esa etapa dolorosa de la historia española que Unamuno llamó el Desastre. Su mirada de cronista topa con una realidad desigual según las regiones por donde se mueva. En Barcelona se entusiasma con la consciencia social de los trabajadores:

“Por la Rambla va ese mismo obrero, y su paso y su gesto implican una posesión inaudita del más estupendo de los orgullos; el orgullo de una democracia llevada hasta el olvido de toda superioridad, a punto de que se diría que todos estos hombres de las fábricas tienen una corona de conde en el cerebro”. (1953, vol. XIX: 10-11)

Mientras que en Madrid el tono de la crónica se vuelve más pesimista y manifiesta la influencia del Desastre en la capital del reino:

“En la Corte anda esparcida una de los milagros; los mendigos, desde que salto del tren me asaltan bajo cien aspectos; resuena de nuevo en mis oídos la palabra «señorito»… […] Acaba de suceder el más espantoso de los desastres; pocos días han pasado desde que en París se firmó el tratado humillante en que la mandíbula del yanqui quedó por el momento satisfecha después del bocado estupendo: pues aquí podría decirse que la caída no tuviera resonancia. Usada como una vieja «perra chica» está la frase de Shakespeare sobre el olor de Dinamarca, si no, que sería el momento de gastarla. Hay en la atmósfera una exhalación de organismo descompuesto.” (1953, vol. XIX: 19-20)

Si en sus años chilenos y argentinos ha dejado que el ensueño se apodere de su espíritu disfrutando con fruición las lecturas de la poesía francesa y España es el espacio para la crítica social, París ciudad de la luz, que era la metrópolis mundial del arte y del conocimiento, debía ser su destino indiscutible. Cabe recordar que Darío había realizado su primera visita a París en 1893, en una estadía que duraría seis semanas aproximadamente, según estimaciones de Günther Schmigale (2005), tiempo insuficiente para adentrarse en las profundidades del alma y la mentalidad de la sociedad gala.   Y hacia allá se dirige en 1900, porque, tal y como le confiesa a su amigo Miguel de Unamuno aludiendo a su permanencia en España: “yo continúo aquí en una soledad mental desesperante” (Torres, 2010: 417).

Arriba a Paris en abril de 1900 para dar cobertura noticiosa a la Exposición Universal. En una de sus primeras crónicas, recogida posteriormente en Peregrinaciones, describe de manera entusiasta los pormenores de la feria en un relato que rezuma gozo:

“y el mundo vierte sobre París su vasta corriente como en la concavidad maravillosa de una gigantesca copa de oro. Vierte su energía, su entusiasmo, su aspiración, su ensueño, y París todo lo recibe y lodo lo embellece cual con el mágico influjo de un imperio secreto. Me excusaréis que a la entrada haya hecho sonar los violines y trompetas de mi lirismo; pero París ya sabéis que bien vale una misa, y yo he vuelto a asistir a la misa de París, esta mañana, cuando la custodia de Hugo se alzaba dorando aún más el dorado casco de los Inválidos, en la alegría franca y vivificadora de la nueva estación.” (1953, vol. XII: 13)

Ocho meses más tarde, cuando le toca pasar las primeras fiestas de fin de año en la ciudad y gracias al ojo crítico con el que observa, escribe con el tono de la pérdida de la ilusión y el desencanto Reflexiones de año nuevo parisiense, también aparecida en Peregrinaciones:

“…mientras París no hace sino quitarse su traje de color de rosa para ponerse otro color de amaranto: la Miseria. Peor que la miseria de los melodramas, esta es, cierta, horrible y dantesca en su realidad. Y no hay mayor contraste que el de esta riqueza y placer insolentes, y ese frío negro en que tanto pobre muere y tanto crimen se comete…” (1953, vol. XII: 133)

Si la democracia es un espejismo que no resolverá las limitaciones económicas de las masas de trabajadores pobres y los problemas que aquejan al ser humano, la ciencia, en la que otrora había depositado su fe como única vía hacia al progreso, ya tampoco le convence. En 1902 escribe para los lectores de La Nación la crónica Los modernos ícaros, en la que advierte de forma contundente sobre el peligro inminente al que se somete quien confía totalmente en ella:

“Un hombre más en la larga lista de los devorados por la ciencia, de los rechazados y destruidos por la fuerza secreta de la naturaleza, que no quiere dejarse conocer y vencer. […] Enorme es el martirologio de la ciencia” (2001: 147-148).

No obstante, en su poesía adopta un tono reposado, reflexivo y esperanzado, filosófico en definitiva. En Cantos de vida y esperanza (1905)  aborda cuestiones sobre la ensoñación literaria en Cyrano en España, poema en el que el enamorado narizón se quita el sobrero frente al Quijote, los temas políticos como en su Oda a Roosevelt, la posibilidad de redención en su Canto de esperanza; el diálogo con la naturaleza que le permite establecer correspondencias entre el ave y la necesidad de supervivencia de la voz poética como en Augurios y, por supuesto, el beatus ille que se distancia del tema horaciano, revirtiéndolo, porque el poeta visionario se horroriza con lo que ve, Dichoso el árbol que es apenas sensitivo en Lo fatal. Quizás, de manera silogística, Darío había llegado a comprender que, si la ciencia empujaba el progreso y sin embargo no era capaz de desentrañar los misterios y las complejidades de la vida, el progreso, y con ello la mejora de la vida de la gente, era un espejismo. 

En esta etapa de su vida el poeta se muestra cada vez más interesado por los enigmas, el misterio, el significado de las cosas que se vuelve esotérico, impenetrable: Saber ser lo que sois, enigmas siendo formas, escribe en Filosofía (Cantos, 1905). Desde sus años en Argentina se había interesado por el ocultismo, tal como explica en su Vida…: “Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios, y los abandoné a causa de mi extremada nerviosidad y por consejo de médicos amigos.” (1991: 96).  Esta inclinación por lo recóndito lo conduce, eventualmente, a escribir cuentos fantásticos[ix] como El extraño caso de la señorita Amelia, La extraña muerte de Fray Pedro, Thanatopía, Huitzilopochtli, Cuento de Pascua, entre otros, que perturban al lector con sus finales insinuantes y sus misterios sin develar. La Larva pertenece a este grupo de narraciones. Escrito en la cuarentena de su vida, su manera de aproximarse al mito ya no es desde la razón, pues, como se ha visto, sus sospechas acerca de sus credos pretéritos, en ese momento, ya son una convicción.

El texto tiene como protagonista a Isaac Codomano quien cuenta que de adolescente vivió un suceso extraordinario en un país americano tropical, en el que se creía en la hechicería. Desde niño, explica, escuchó las historias sobre fantasmas y apariciones diabólicas. Una noche, a los quince años, Isaac está invitado a una serenata que ofrecerán unos amigos suyos. Espera a que los habitantes de su casa se duerman, roba las llaves y sale de su casa en silencio. El joven anhelaba vivir la experiencia de la noche, participar de las canciones y romanzas y se encamina hacia el lugar donde suena la música. Durante la serenata los participantes degustan de licores y los cantantes los deleitan con hermosas canciones de amor. El grupo decide llevar la serenata a otra muchacha y en el camino, Codomano mira lo que a él le parece que es una mujer y la sigue. El joven, de manera imperiosa, trata de insistir ante la resistencia de la aparente mujer hasta que ella le muestra el rostro y él, horrorizado, grita, por lo que los amigos de la serenata regresan en su auxilio.

Se puede observar la similitud del argumento de este cuento con el mito de la cegua que se cuenta en León.  Al ser este un relato corto (de 1105 palabras), no se puede pasar por alto ninguno de los datos que ofrece.   Codomano es un quinceañero que sale de casa por la noche para irse de juerga. En realidad, es un adolescente y la cegua del mito no asusta a los adolescentes, sino a los hombres trasnochadores y borrachos, pero Isaac dice “me consideré un hombre” (2000: 328) cuando traspasa el dintel de la puerta de su casa.  Las serenatas pueden ser consideradas actividades inofensivas y agradables que forman parte del cortejo de un joven a la muchacha que pretende, sin embargo, el protagonista cuenta que “mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cervezas y licores” (329). En ese sentido, Darío deja la cuestión de si el personaje había bebido, pues él efectivamente era un concurrente más, aunque la persona gramatical en ese enunciado es la tercera del singular. Una cuestión que no deja de inquietar es la actitud de Isaac que busca la justificación de su conducta aludiendo a los efluvios de la naturaleza tropical del lugar: “en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia…” (329) y dada las características represivas de su casa que le impiden el conocimiento de la vida, “ignoraba, pues, todos los misterios” (329), que ha decidido descubrir esa noche con osadía y denuedo. Eso lo lleva a pensar que la que tiene delante es una “aventurera” (329) y por eso se dirige a ella en tono poco amable y “como no obtuviese respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo.”

Llegados a este punto del cuento se puede concluir que el joven Codomano se ha portado mal y por eso “la larva o la ampusa” (2000: 327) le da su merecido. Si para Darío la simbología del mito es lo punible es porque piensa que hay actos humanos que deben ser castigados. Por otro lado, en el cuento aparecen elementos naturales que en primera instancia pareciera que establecen correspondencias con los deseos del protagonista: la noche y la aurora. No obstante, la fuerza del misterio se impone y los deseos eróticos del joven Codomano se abortan.  Para Cathy Login, Darío retoma la perspectiva católica de su juventud al final de su vida (1986: 122), lo más probable es que considerara que el único camino para redimir al ser humano, más allá de la ideología, la ciencia y el progreso, era el de Dios. Así lo deja consignado en su poema Spes, que significa esperanza en latín, de 1905:

Dime que este espantoso horror de la agonía
que me obsede, es no más de mi culpa nefanda
que al morir hallaré la luz de un nuevo día
y que entonces oiré mi levántate y anda. (1952: 266)

Al parecer, la culpa nefanda de Isaac Codomano merecía punirse. Quizás eso explicaría la necesidad de Darío de insistir en el aspecto autobiográfico del cuento que ya había consignado en el nombre del personaje: Isaac es el hijo de Abraham, quien no duda en matarlo cuando el Dios bíblico se lo pide; Codomano es el segundo nombre del que posteriormente llegó a ser el rey Darío III de Persia. No obstante, en su Vida… refiriéndose a las cosas ocultas, explica que la revista Caras y Caretas había publicado un cuento sobre un hecho que le había sucedido a él (1991: 96).

Ferran Riego (2016: 207-208) ubica el origen de la palabra ampusa en el panteón y bestiario griegos y lo identifica como un espectro infernal que es causa de frecuentes terrores nocturnos, de tal manera que Darío al hacer uso de este vocablo en su cuento universaliza el mito de la cegua, pues la utilización de la conjunción disyuntiva o niega la relevancia de que sea una o la otra porque cualquiera de las dos es igualmente infernal. En algunos de sus poemas Darío utiliza la palabra gusano como símbolo de muerte, las larvas que suceden a la muerte y que se convierten en gusanos como muestra en uno de los últimos poemas que escribiera, Pasa y olvida (1952: 494):

No llegarás jamás a tu destino
llevas la muerte en ti como el gusano
que te roe lo que tienes de humano…,
¡lo que tienes de humano y de divino!

o como hace en Los bufones que pertenece al Tríptico de Nicaragua (1952: 461) en donde gusano se relaciona con espectro:

Recuerdo, allá en la casa familiar, dos enanos,
como los de Velázquez. El uno varón, era
llamado “el Capitán”. Su vieja compañera
era su madre. Y ambos parecían hermanos
Tenían de peleles, de espectros, de gusanos; 

Para finalizar, se hace evidente la fuerte presencia del mito en la consciencia del poeta. Hay un cambio de perspectiva en el tratamiento literario que hace de la cegua, aunque, en definitiva, al final se manifiesta como parte de las estructuras profundas de su consciencia. Entre 1907 y 1908 Darío visitó Nicaragua y sus amigos y conciudadanos lo agasajaron con homenajes en distintas ciudades del país. En el discurso que pronunció en el Teatro Municipal de León el 22 de diciembre de 1907, el poeta dijo:

“León, con sus torres, con sus campanas, con sus tradiciones; León ciudad noble y universitaria, ha estado siempre en mi memoria, fija y eficaz: desde el olor de las yerbas chafadas en mis paseos de muchacho; desde la visión del papayo que empolla libre sus huevos de ámbar y de oro […] y es un hecho que casi fisiológicamente se explicaría, de cómo en el fondo de mi cerebro resonaba el son de las viejas torres, y se escuchaba el acento de las antiguas palabras.” (2008: 139)  


A continuación se presenta la transcripción del manuscrito original del cuadro dramático de 1881


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NOTAS

[i] En la edición de Ernesto Mejía Sánchez de Poesías Completas de 1952 se afirma que Primeras notas se publicó en 1885, aunque, de momento, no se conoce esa edición y sí la de 1888 editada por la Tipografía Nacional de Nicaragua.

[ii] Una descripción detallada de esta colección está recogida en Saavedra Molina, Julio. (1946). Bibliografía de Rubén Darío. Santiago: Revista chilena de historia y geografía.

[iii] Iniciación melódica que comprende: Los sollozos del laúd, L’enfant terrible, El poeta civil, Nicaragua entre sus hermanas, Las campanas de León, Álbumes y abanicos, Vaso de miel y mirra, Homenajes y estelas, Libélulas y avispas, Crónicas y leyendas, Arte y naturaleza, Del cercado ajeno, Poesías griegas.

[iv] En la actualidad, el DRAE – ASALE ha estandarizado el uso del vocablo con escrito con c.

[v] El DRAE – ASALE ha estandarizado el uso de cususa.

[vi] Se puede ver un amplio análisis sobre el humor en las obras de Darío en García González, S. (2011). “Nicaragua en los cuentos de Rubén Darío” en Anales de la literatura hispanoamericana, vol. 40. pp 149-157 https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/37403

[vii] Se citará siempre por la edición de Sanmiguel Raimundez de 1953 a menos de que se indique lo contrario.

[viii] Los poemas citados por la edición de 1923 no aparecen en las Obras Completas de 1953.

[ix] Un análisis completo sobre el cuento fantástico en Rubén Darío y La Larva puede leerse en Riesgo Ferrán (2016).

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Managua, 1965, es doctora en filología hispánica por la Universidad de Barcelona, donde presentó la tesis El proyecto intelectual de la narrativa nicaragüense, de la utopía a la paradoja (1970-2018). Es docente de lengua y literatura de los Departamento de Educación y Ciencias Sociales de la Universidad Centroamericana de Managua. Dirige el grupo de creación literaria de la Universidad Centroamericana. Ha trabajado como editora de revistas literarias y culturales. Es co-autora del libro Franz Galich. El legado artístico y humano de un subalterno letrado (2021), editado por Werner Mackenbach. Ha escrito y publicado diversos artículos sobre cultura nicaragüense en revistas nicaragüenses y centroamericanas. Sus líneas de investigación son: campo cultural nicaragüense, lecto-escritura en el sistema educativo nicaragüense y producción artística y literaria en Nicaragua.