Los alimentos en Rómulo Gallegos. Un recorrido humanista y civilizador por la geografía de Venezuela

1 junio, 2024

Si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle
mejores alimentos. El hombre es lo que come.

Ludwig Feuerbach

Con autocracia, injusticia, corrupción y latifundismo bárbaros, el general Juan Vicente Gómez sometió a Venezuela desde 1908 hasta su muerte en 1935. La obra de Rómulo Gallegos se opondrá a su tiranía con planteamientos reformistas o progresistas que parten de la necesidad de una educación técnica y un equilibro de los grupos étnicos que produzcan un verdadero hombre nuevo. Es claro, para Gallegos, que el país se encuentra dividido en dos grupos sociales muy diferenciados: por una parte, está la burguesía comercial que habita las ciudades y representa la civilización y, por la otra, las clases dominadas que habitan en el campo y que encarnan la barbarie.

La literatura de Rómulo Gallegos surge como un instrumento de ilustración y educación moralizante para humanizar al pueblo y propiciar la unificación nacional. En su búsqueda de la identidad venezolana, plasma la realidad histórica de un pueblo escindido que necesita integración social y económica. Sus novelas destacan la dicotomía entre civilización y barbarie, campo y ciudad, Estado y sociedad civil, progreso y explotación económica extranjera. Un país con potencial de progreso, pero detenido por la constante competencia más allá de su gobernante.

La inclusión de elementos culinarios en la narrativa buscaba inscribir señales de diferenciación, de afirmar una identidad local y nacional, pero también revelaba la desigualdad social en la Venezuela del siglo XX. Aunque las líneas que separan las clases sociales son constantes, en ciertos momentos se desdibujan debido a los sentimientos de amistad, agradecimiento, atracción física o amor entre los personajes.

En su obra, el autor muestra que los bárbaros llevan una dieta distinta a la de sus patrones, los civilizados. Lo que comen los primeros está impuesto muchas veces por los segundos, no solo por lo que es repartido durante la jornada laboral o por lo que dejan en sus sobras, sino por lo que les es permitido sembrar o comprar en las bodegas de las haciendas.

Estas presencias de los alimentos en las novelas de Rómulo Gallegos unieron y diferenciaron la civilización de la barbarie, conectaron las estructuras del gusto regional, y el consumo determinaba la posición del yo frente al otro. Quien come con mayor abundancia, más variado, más sofisticado y más europeizado, tendrá más oportunidades de cambiar su entorno social, político, moral y construir la Venezuela del progreso.

Marisela a fuego lento

El llano puede ser peligroso y generoso a la vez. Exige fortaleza, ingenio y reciedumbre a quienes viven en él. A cambio, les ofrece alimentos sencillos pero sustanciales para enfrentar sus arduas y arriesgadas labores. En ese entorno crece Marisela, quien en los comienzos de Doña Bárbara (1929) es como una fruta silvestre, de sabor áspero y crecida entre espinos. Su supervivencia depende de los alimentos más básicos que le proporciona la tierra.

Con la llegada de Santos Luzardo, Marisela inicia un proceso de transformación. Pasa, progresivamente, de un estadio tan primitivo como alimentarse de las yucas y topochos que encuentra en el campo, o los frutos que arranca de los árboles, a un primer grado de complejidad. Empieza a comer los platos simples que salen de esas sobras que le regala su protector Juan Primito, provenientes de la única comida al día de los peones de El Miedo después de la jornada, la cual consistía básicamente en ternera asada, yuca y topocho sancochados, acompañados con ají de leche. Al final del proceso, su paladar refinado en la hacienda Altamira repugna los alimentos rústicos y comienza a cultivar ingredientes, elaborar recetas y alimentarse para vivir mejor.

Ella completa su evolución hasta convertirse en una dama, tal como esas preparaciones más complejas, cocidas a fuego lento, son capaces de ofrecer experiencias sensoriales insospechadas y memorables.

El pan ilustrado

La arepa es el pan de los indios y fue el primer alimento del Nuevo Mundo reseñado por Cristóbal Colón en una carta fechada el 15 de octubre de 1492:

Y estando a medio golfo de estas dos islas —es de saber de aquella de Santa María y de esta grande, a la cual pongo nombre la Fernandina— fallé un hombre solo en una almadía que se pasaba de la isla de Santa María a la Fernandina, y traía un poco de su pan, que sería tanto como el puño, y una calabaza de agua […] Yo le hice entrar, que así lo demandaba él, y le hice poner su almadía en la nao y guardar todo lo que él traía; y le mandé dar de comer pan y miel y de beber.1

Desde entonces, el español menospreció el maíz y trató de imponer el pan europeo, elaborado con harina de trigo, como un marcador social. Este carácter clasista del pan en América lo explica Germán Carrera Damas en su Elogio de la gula (2014):

Si bien es cierto que el estómago de los peninsulares recién llegados toleraba mal, en algunos casos hasta enfermar, “los panes de la tierra”, no es menos cierto que el consumo de pan de trigo marcaba una diferencia de rango social y cultural respecto del pueblo llano, de la que participaban los criollos identificados también en esos aspectos con la metrópoli.2

En Reinaldo Solar (1920), Rómulo Gallegos retoma el tema de la supremacía del trigo al enfrentar la idea de la civilización europea y la barbarie criolla. El protagonista de la novela defiende y asegura que la indolencia del venezolano se debe a que en Venezuela no se come pan de trigo. Según esta “teoría del cereal civilizador”, como es llamada por José Rafael Lovera en su Historia de la alimentación en Venezuela (1998)3, se consideraba que sembrar este grano “mejoraría la raza” ya que “los pueblos que se alimentan con trigo son más capaces de cultura que los que se alimentan con maíz”4.

Reinaldo Solar decide hacer patria y entre las acciones que está seguro se deben tomar para sentar las bases de una Venezuela próspera, honrada y laboriosa está la de sanar los estómagos de sus compatriotas. Para él, mejorar la alimentación del venezolano definitivamente contribuiría al triunfo del bien sobre el mal. Sin embargo, el protagonista de esta novela es un burgués culto y refinado, a quien le sobran las ideas, pero le falta voluntad, y este será uno de sus tantos proyectos fallidos.

El llano en una llama

Cantaclaro (1934) es también la novela del corazón de nuestra tierra: el inmenso llano. Desde las galeras del Guárico hasta el fondo del Apure, desde el pie de los Andes hasta el Orinoco, es allí donde vive el hombre que conquistará el futuro. Un hombre como Florentino, aventurero, arriesgado, apasionado, muy buen llanero y trovador errante.

En su eterno viajar, el protagonista aprenderá que, debido a las carencias que tenían que afrontar las familias rurales, los viajeros no siempre serán atendidos espléndidamente, consecuencia de la situación de semiesclavitud en la que viven los campesinos sin tierra en la década de los 30, producto de la corrupción y el abuso de poder que marcaron a la Venezuela afectada por el paludismo entre finales del siglo XIX y principios del XX.

Las complejidades de la vida en esa región y las luchas sociales se hacen evidentes en la diferencia entre el escaso convite ofrecido por Juan el Veguero y su mujer, quienes, habiendo perdido todo por la codicia del Jefe Civil, apenas tendrán para brindarle a Florentino topocho asado y yuca sin sal, sin siquiera un café; alimentos comprados en la bodega del hato, “porque plata no la mira el veguero”5, y el abundante desayuno preparado por doña Nico, la madre de Florentino, para su futura nuera Rosaura, que incluye arepas, caraotas negras, carne asada, lomo de cerdo, lapa adobada con orégano, huevos recién puestos, suero picante, chireles en leche y queso de mano, reflejando así la disparidad social de la época.

La detallada descripción de las comidas en la novela permite representar la diversidad de clases sociales a las que pertenecen los personajes, ofreciendo una mirada profunda a la estructura social y a las diferencias en el trato y las costumbres alimenticias según el estrato social.

De la misma manera que los rasgos del habla en los personajes permiten la tipificación de las distintas regiones del país de las que provienen, en Cantaclaro la detallada descripción de lo que comen los personajes posibilita la representación de la clase social a la que pertenecen.

Cena en El Paraíso

Como refiere Rafael Cartay en su libro El pan nuestro de cada día (1995), las gallinas llegaron a América con Colón en 1493 y en Venezuela las convertimos en sancocho. “¿Hay algo más criollo que un sancocho de gallina?”,6 afirma Cartay que claman algunos nacionalistas. Y no podía ser otra cosa lo que sirviera Hilario Guanipa en la celebración de su boda con Adelaida Salcedo para acompañar la res y sus guarniciones. Este convite del enlace matrimonial en la hacienda cafetalera Cantarrana, en los Valles del Tuy, resulta ordinario y rústico si se compara con la cena de bienvenida a Nicolás del Casal en la imponente Villa Alcoy ubicada en la caraqueña urbanización de El Paraíso, servida en una fastuosa mesa resplandeciente con cristalería y vajilla de plata.

La descripción detallada de la cocina y la preparación de los alimentos en el convite de Cantarrana resalta la vida rural y las costumbres más simples de la época, mientras que la cena en la Villa Alcoy muestra un ambiente de opulencia y refinamiento, destacando la influencia de la clase alta y el “cosmopolitismo gastronómico” presente en la población de Caracas, que no ha llegado con la misma variedad a otras ciudades cercanas, según lo mencionado por José Rafael Lovera en su texto Geografía cultural regional alimentaria de Venezuela (2009)7.

La Trepadora (1925) es la novela de Gallegos de los más marcados contrastes, la de la lucha entre lo plebeyo y lo noble, lo criollo y lo exótico, lo fuerte y lo débil. También es la que muestra más explícitamente que con determinación y empuje es posible el ascenso económico y social, una de las promesas de la socialdemocracia en Venezuela.

La salazón de la guerra

Pobre negro (1937) ejemplifica la Venezuela exportadora de cacao de mediados del siglo XIX, desde que da el paso definitivo para la abolición de la esclavitud hasta los días finales de la Guerra Federal. Es, por tanto, la novela del enfrentamiento entre negros y blancos, de liberales y conservadores. Representa el duelo entre la barbarie de las masas y la civilización de las élites. En ella, el mestizo barloventeño Pedro Miguel Candelas se debate entre el llamado de venganza de su raza fuerte, indómita, guerrera, y el ascenso social posible gracias al “blanqueamiento de su sangre” y al amor de una mantuana.

La educación formal de Pedro Miguel, analfabeta hasta los 12 años, está a cargo de los Cecilios, el viejo y el joven. Es emblemática de la lucha por la igualdad y la unificación nacional. Cecilio, el viejo, es un Rousseau del Caribe venezolano, cuyo conocimiento enciclopédico e ideas revolucionarias son depositadas en Cecilio, el joven. En una de esas tantas conversaciones relevantes, como una metáfora de la necesidad de unificación nacional, Cecilio, el viejo, le habla a Cecilio, el joven, sobre la igualdad que reinaba en los campamentos durante las comidas entre los mantuanos y los llaneros, negros, mulatos, zambos e indios que se unieron a las tropas independentistas de Simón Bolívar, en contraste con la jerarquía colonial.

Por su parte, el padre Rosendo Mediavilla, en diálogo con Pedro Miguel, también utilizará la comida como ejemplo de la necesidad de unión, ya no entre razas sino entre bandos políticos opuestos para enfrentarse al gobierno de José Tadeo Monagas, lo que resalta la lucha por la identidad y la dirección del país.

Estas conversaciones entre los personajes de la novela ponen de manifiesto cómo el lenguaje y los ejemplos utilizados por las élites políticas, que le son tan ajenos al pueblo como una ensalada, influyen en su preferencia por líderes más cercanos y genuinos, como los caudillos del machete.

Levadura fresca

“El amor ansía ser correspondido; busca las lágrimas que le respondan. Y cuando el alma de un gran pueblo sufre, su vida entera acusa el dolor; tiembla toda alma viva y los de corazón puro van al sacrificio”. Así comienza la novela de Leonid Andreyev, Sascha Yegulev: La historia de un asesino (1911), que los jóvenes de El Forastero (1941) leen después de que se fuera de la ciudad un exótico extranjero cuyo lugar de origen, sospechaban todos, era Rusia. 

Estos curiosos lectores pronto usurpan los personajes de la novela de Andreyev. Mientras que Elio era el Sacha que tanto los tenía impresionados por ser un joven de alma pura que había tomado el camino del sacrificio, a Martín Campos le corresponde ser el Kolesnikov que inicie al grupo adolescente en la senda revolucionaria. Porque como acertadamente cita el Dr. Basilio Daza la Epístola de San Pablo a los Gálatas: “Un poco de levadura leuda toda la masa”.8

Y es que El Forastero (1941) es la novela de la revolución social, del despertar, de la agitación popular y las reivindicaciones definitivas. De hacer del tiempo detenido un tiempo nuevo. Hacer de la mentira e iniquidad política, esperanza y libertad. Hacer de la indiferencia y la apatía, decisión y valentía. Hacer de la inquietud repentina y vehemente, una obligación adquirida.

Más allá de su impaciencia, los estudiantes no están seguros de cómo deben iniciar esta revolución. Los ojos y la fe de todos están puestos en ellos. Quizás el único camino es el señalado por el capitán Arguinzones y Juan Salinas: el de las armas. Y es que no es momento de andar desprevenidos, ya que caudillos como Hermenegildo Guaviare y los Parmenión Manuel, enfermos de poder, abundan en esta tierra. Es entonces cuando aquella frase de alerta dicha por el forastero a su llegada a la ciudad cobra mayor sentido: “Porque uno come mosca adentro de la olleta si se descuida”9. Esta metáfora de la mosca en la olleta cobra un significado profundo, aludiendo a la necesidad de estar alerta y preparado ante la corrupción y el peligro que acechan en la sociedad.

Gallegos explora en esta novela el significado cultural de la olleta, un plato tradicional venezolano derivado de la olla española, que refleja la riqueza gastronómica y regional del país, y que puede incluir carne de pato, gallo, cerdo y res, todas cocidas en agua de maíz y sazonadas con ajo, ají, papelón y yare. Aunque realmente se trata de una comida típica de la región central, ya que el territorio de la región Lara-Falcón, donde transcurre El Forastero, sobresale la agricultura y la cría de caprinos, dándose preparaciones exclusivas como el mute, una suerte de mondongo de chivo.

El Forastero es un llamado a la participación, a la innovación y a la acción de la juventud. A ser activistas políticos para cambiar las cosas y enfrentarse a los caudillos que merodean como moscas alrededor del poder. En los jóvenes está puesta la fe del pueblo para liberar al país, pues son ellos los elegidos, tal como lo enseña la parábola de Jesús: “No se ponga el vino nuevo en odre viejo; sino en odre nuevo”.10

Duras circunstancias del desierto

Michel Perrin ha dedicado mucho de su tiempo de etnógrafo a los wayúu, una de las sociedades indígenas más vastas de Suramérica que habita la península Guajira, territorio de 16.000 km2 dividido entre Colombia y Venezuela. Esta zona semidesértica padece una gran sequía durante nueve meses al año, lo que pone en peligro la vida de los seres humanos y de los animales domésticos. Su hábitat está muy diseminado, tal como lo describe Perrin: “En un grupo local hay varias decenas o varios centenares de personas que comparten los mismos pozos de agua y ocupan viviendas esparcidas en un amplio espacio. Cada una abriga a una familia y consta de una casa donde se cuelgan las hamacas, un recinto que sirve de cocina, limitado por una cerca de cardones o de ramas, un cobertizo (o enramado) bajo el que se desarrollan las actividades cotidianas y, más allá, uno o varios potreros y un jardín protegido por una estacada”.11

Es este el escenario escogido por Rómulo Gallegos para ambientar su obra Sobre la misma tierra (1943), transcurrida al inicio del auge petrolero en Venezuela, donde se denuncian los actos incorrectos, las apropiaciones indebidas y los atropellos de derechos ajenos en los que incurrían las compañías petroleras norteamericanas que operaban en el Zulia y que eran concesiones ventajosas solamente para los petroleros. Esto generaba, entonces, un contexto de profundos contrastes: “La estupenda suerte ajena junto al descuidado infortunio propio, sobre la misma tierra”.12

Pero La Guajira misma es una tierra de contrastes. Un ejemplo de ello es la abundante comida que se distribuye entre las personas que asisten al velorio de la alegre, generosa y honesta Cantalaria, donde a cada familia o grupo de visitantes se entregaba un cordero, llegando a más de quinientos los corderos sacrificados, en contraposición con la estrechez de los miembros de su clan durante los tiempos de sequía. Y es que, como explica el antropólogo Otto Vergara González: “Es costumbre en estos funerales que los parientes del muerto distribuyan animales a los dolientes que no son parientes del difunto. Dicen que estos animales son una compensación a los dolientes por el dolor que sienten al perder al difunto. Se cree que cuando los dolientes sacrifican estos animales, el difunto reúne todas las almas de los animales sacrificados y se las lleva con él a Jepirra, el lugar de los muertos”.13

Además de la comida ritual del velorio, Gallegos recoge la del matrimonio de la rebelde y soñadora Remota, el personaje principal de la novela, con su no deseado pretendiente, Epieyú, donde los julaes de chicha fermentada y los asadores de terneras y corderos se desbordaban para obsequiar a la concurrencia.

Esta variedad de alimentos presentes en los rituales de los velorios y los matrimonios desentona con la sobria alimentación de arepa y guarapo de papelón con los que Remota intenta ayudar de manera solidaria a sus coterráneos, quienes en los momentos más críticos llegaban a consumir la pulpa del cardón y pequeñas lagartijas cazadas en el desierto. Fue esa imagen de su pueblo muerto de hambre y de sed la que empujó definitivamente a Remota a abandonar su próspera vida neoyorquina y entregarse a una causa que aspiraba salvar a su pueblo de la esclavitud y mendicidad en la que había caído.

No sabemos si las intenciones y los esfuerzos de Remota encontraron suelo fértil, pero lo que es seguro, tanto en la novela como en la realidad, es que puede suceder “un despertar de humanidad recuperada, una emoción de gratitud y de esperanza”14, a través de los buenos propósitos y la ayuda mutua.

Paloapique guayanés

En Canaima (1935), la novela de la selva de la Guayana venezolana, se plantea la lucha entre el hombre y la naturaleza, entre lo humano y lo salvaje, entre la razón y el devaneo, entre la justicia y la iniquidad, entre los opresores y los oprimidos. Su protagonista, Marcos Vargas, un joven de Ciudad Bolívar educado en Trinidad, muestra una vocación para realizar grandes obras y mejorar la situación de los peones caucheros y unificar tribus indígenas. No obstante, le falta el conocimiento claro de lo que debe hacer y, sobre todo, la fuerza de voluntad para llevar a cabo acciones correctivas.  

Es Canaima una amarga queja contra el caudillismo y la iniquidad sufrida por los peones del caucho y los indígenas. Y una vez más, esa gran injusticia se muestra en sus comidas, como en esta de los carreros camino a las minas de El Callao, como el trago de caña, el plato de paloapique, el frasco de chireles y la taza de guacharaca, que reflejan la dura realidad de los trabajadores en la región.

El paloapique, plato principal de la novela, es conocido por los trabajadores de los sarrapiales y jornaleros que laboran en las minas. Se describe como un plato de cecina gorda de res, frijoles y arroz cocido todo mezclado. Sin embargo, para el trabajo forzado de sacar el caucho de los árboles, el paloapique no es suficiente alimento, lo que conduce a la desnutrición, la enfermedad y la muerte de los peones por beriberi.

Y esa hambre la comparte el peón con el indio. Como Rómulo Gallegos señala en la obra, son muchas las comunidades que “sólo conocían el cultivo de la yuca, de donde derivaban el alimento usual del ‘mañoco’ y extraían el ‘bureche’ o el ‘yaraque’ con que acostumbraban embriagarse para celebrar sus fiestas”.15

Estas bebidas artesanales desentonan con la champaña y el brandy que bebían los negros al salir de las minas y en los que dilapidaban la fortuna aurífera recién acumulada, así como la champaña que corría en las parrandas del caudillo José Francisco Ardavín. Del mismo modo se contraponen los opíparos festines de ternera que organizaba el antiguo empresario minero Mr. Davenport con la mísera alimentación de los peones y los indígenas.

Esta obra imprescindible habla del necesario gran viaje a la naturaleza primordial para entender nuestra propia esencia y encontrar la armonía interior. Rodeados del verde milenario de Canaima es muy posible que sí seamos capaces de reconocer nuestro propósito y descubrir nuestro destino. Porque, como dice Marcos Vargas, en la salvaje inmensidad del bosque profundo “se es o no se es”.

Las acciones, el amor, los ideales y la propia vida de Vargas son dominados por el espíritu maligno de Canaima. Su alma se extravía en la selva como la de Doña Bárbara en el tremedal. Pero el compromiso esperanzador revive con el hijo mestizo que sale de la barbarie para recibir una formación occidental. Se trata de un destino, que es a su vez individual y nacional, donde la educación es la principal protagonista del devenir social y político del país.

Conclusiones

Venezuela es única y diversa, y Gallegos la retrata a través de sus novelas, ofreciendo una descripción detallada del paisaje, así como de sus personajes, costumbres, hábitos sociales y detalles de la vida cotidiana, especialmente en relación con sus gustos y costumbres alimentarios. El alimento, en sus obras, es tanto singular como universal. Abarca desde la escasez, la repugnancia y la miseria, hasta la opulencia, la fragancia y la plenitud de luz y color.

Las formas de alimentarse pueden acercar o alejar a las personas de la civilidad o la barbarie. Si bien es cierto que con el estómago lleno se puede pensar mejor, es importante cuestionarse en qué se piensa y qué herramientas se tienen una vez que el estómago está satisfecho.

Sin embargo, es innegable que un pueblo hambriento ni siquiera tiene la opción de pensar. El hambre anula la participación política de los ciudadanos al enfocarlos únicamente en sus necesidades individuales, sin permitirles atender las necesidades de la nación. La miseria y el hambre prolongada destruyen el futuro al borrar el pasado, al concentrar las mentes en la penuria presente y debilitar cualquier referencia que pueda impulsar un reclamo de reivindicaciones. Esto constituye un mecanismo para mantener a las personas en situación de minusvalía, impidiendo el desarrollo de criterios debido a la hambre tanto física como intelectual.

Es evidente que el control social, político y militar sobre el acceso a los alimentos no es gratuito, sino que responde a un proceso de violencia alimentaria. Mientras tanto, la malnutrición se extiende como una condena sobre decenas de miles de niños venezolanos en una etapa crítica de su crecimiento. La falta de nutrientes obstaculiza su desarrollo físico y cognitivo, hipotecando su futuro y, por extensión, el del país.

Leer a Gallegos en medio de la crisis humanitaria que vive Venezuela es revelador. Es advertir cómo ese periplo iniciado en los años veinte, que mostró la marcada diferenciación social por una mesa desigual, se repite en una actualidad muy dolorosa.

Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿cuáles son las lecciones que no aprendimos en estos cien años y que hacen aún de Venezuela una tierra de contrastes sociales punzantes? Resulta imperativo diseñar un nuevo modelo de producción y distribución de alimentos, y cada uno de nosotros debe comprometerse a luchar por una seguridad alimentaria para todos. Se trata de una batalla que debemos librar, esta vez para reconquistar nuestras vidas. Una liberación que nos lleve al nunca más de una política de hambre y pobreza.

Porque el pan es un derecho indiscutible.


Fuentes

Carrera Damas, Germán. Elogio de la gula. Caracas, Editorial Alfa, 2104.

Cartay, Rafael. El pan nuestro de cada día. Caracas, Fundación Bigott, 1995.

Colón, Cristóbal. Relaciones y cartas de Cristóbal Colón. Madrid, Viuda de Hernando, 1892.

Gallegos, Rómulo. Novelas escogidas. Madrid, Aguilar. 1953.

Gallegos, Rómulo. Obras completas. Madrid, Aguilar, 1969.

Lovera, José Rafael. Historia de la alimentación en Venezuela. Caracas, Centro de Estudios Gastronómicos, 1998.

Lovera, José Rafael. Geografía cultural regional alimentaria de Venezuela. En: Geo Venezuela. Vol. 8. Caracas, Fundación Empresas Polar, 2009.

Perrin, Michel. Los practicantes del sueño: El chamanismo wayuu. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1995.

Vergara González, Otto. Los Wayu, hombres del desierto. En La Guajira, Gerardo Ardila (Ed.) Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1990.


Notas

1 Colón, Cristóbal. Relaciones y cartas de Cristóbal Colón. Madrid, Viuda de Hernando, 1892. Pp. 31-32.

2 Carrera Damas, Germán. Elogio de la gula. Caracas, Editorial Alfa, 2104. P. 310.

3 Lovera, José Rafael. Historia de la alimentación en Venezuela. Caracas, Centro de Estudios Gastronómicos, 1998.P. 126.

4 Gallegos, Rómulo. Novelas escogidas. Madrid, Aguilar. 1953. P. 390.

5 Gallegos. Op. cit. P.639-640.

6 Cartay, Rafael. El pan nuestro de cada día. Caracas, Fundación Bigott, 1995. P.194.

7 Lovera, José Rafael. Geografía cultural regional alimentaria de Venezuela. En: Geo Venezuela. Vol. 8. Caracas, Fundación Empresas Polar, 2009. P. 497.

8 Gallegos, Rómulo. Obras completas. Madrid, Aguilar, 1969. P. 839.

9 Gallegos. Op. cit. P. 692.

10 Gallegos. Op. cit. P. 839.

11 Perrin, Michel. Los practicantes del sueño: El chamanismo wayuu. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1995. P. 9.

12 Gallegos. Op. cit.P. 1002.

13 Vergara González, Otto. Los Wayu, hombres del desierto. En La Guajira, Gerardo Ardila (Ed.) Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1990. Pp. 159-160.

14 Gallegos. Op. cit. P. 1117.

15 Op. cit. P. 245.

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Comunicadora social con estudios de postgrado en Sistemas devInformación y en Literatura Latinoamericana. Desde 1993, trabaja en archivo y memoria, coordinando proyectos de digitalización de documentos relacionados con arte, arquitectura, literatura, música y prensa. Fue coordinadora y productora general de actividades educativas y eventos culturales de la Fundación Iberoamericana para el Nuevo Periodismo Gabriel García Márquez. Ha publicado artículos en la Revista Javeriana Cuadernos de Literatura y en Latin American Literature Today.