Madame Bovary y el perfeccionamiento de las formas
11 octubre, 2021
Cuando leemos Madame Bovary quedamos maravillados por todos esos grandes temas que Gustave Flaubert trató a partir de la historia de Emma Bovary: las trampas del autoengaño, el poder (a veces perjudicial) de la literatura y la imaginación, la mediocridad e hipocresía de la sociedad burguesa y, sobre todo, aquel que constituye el asunto central de esta novela: la contraposición entre la realidad gris -la mezquindad humana, el aburrimiento, las convenciones- y la ilusión o la fantasía romántica -los amores idealizados, los goces-. Más allá de esto, sin embargo, la novela cumbre de Flaubert nos maravilla por la forma en que los asuntos están presentados. Al leer Madame Bovary con la atención requerida es imposible no sentir admiración por las técnicas discursivas, por cómo todos los recursos parecen nunca estar empleados al azar sino, muy por el contrario, estar utilizados con finalidades específicas, estar planificados con la brillantez y la inteligencia propias de un gran narrador.
Uno de los elementos más antiguos y que en Madame Bovary me parece uno de los más logrados es la descripción. Es curioso que cuando nos hablan de descripciones solemos pensar en un recurso generalmente decorativo y accesorio, en algo que está en la escritura a veces para embellecer, para crear un telón de fondo, para rellenar espacios, en algo de lo cual, en ocasiones, se podría incluso prescindir. En Madame Bovary no es así; incluso podríamos decir que todas las descripciones tienen una razón precisa, que son tan esenciales para la obra como la narración, puesto que Flaubert consiguió que ellas mismas “relataran” algo (a veces el estilo de vida de un personaje, su carácter o su historia). Así ocurre en aquel pasaje tan citado y alabado por los críticos: el de la descripción del gorro que el pequeño Charles lleva en su primer día de escuela. Allí, con mucha maestría, sin haber dicho cómo era este joven -no hay presencia de un solo adjetivo que lo califique; solo se dice que está “vestido a la burguesa” (3)-, el narrador se encarga de perfilarnos su carácter al describir esa parte de su indumentaria como un “triste objeto” de rombos y con una borla tal vez demasiado grande para el delgado cordón que la sostiene (algo sin duda ridículo). Como en este pasaje, las descripciones alcanzan a veces en Madame Bovary una importancia y una funcionalidad mayor, puesto que, más que ejemplificar y ampliar una realidad -como sucede, por ejemplo, cuando nos describen en el capítulo VIII la indumentaria lujosa de los hombres que ya suponíamos opulentos por frecuentar la mansión del marqués de La Vaubyessard (52)-, se encargan de mostrarla por primera vez.
Esta curiosa descripción se ve complementada, igualmente, por las referencias a esas situaciones ridículas en las que está Charles y que demuestran su timidez y su torpeza: recordemos que el gorro (ya ridículo de por sí) se le cae al suelo -él, al levantarse, distraído y miedoso, no recordaba que lo tenía entre sus piernas- y un compañero malicioso le frustra el intento de recogerlo; todo esto ocurre en medio de las risotadas de los otros jóvenes. Como hemos visto, gracias a la descripción magistral y oportuna de un objeto (y a la alternancia de esta con el relato de una breve escena escolar), tan solo este episodio nos ha posibilitado catalogar a Charles de tímido, ridículo, torpe, distraído y miedoso, sin que para ello el narrador haya tenido que comprometerse al emitir un juicio o una valoración sobre el personaje. Por tanto, el perfeccionamiento de pasajes descriptivos como este no solo le posibilitaron al narrador “relatar” y mostrar una realidad con unas pocas imágenes, sino que, además, le permitieron hacerlo de la manera objetiva que quería. Así pues, tal como dice el catedrático Jordi Llovet (con el que estoy totalmente de acuerdo), este estilo del narrador caracterizado por la objetividad, por no dejar escuchar nunca su voz, garantizaba que las cosas manifestaran un estado “pre-literario” (“Flaubert” 626), es decir, que mostraran ser así desde antes de que el narrador se encargara de presentarlas en el texto; es casi como si las cosas y los personajes se narraran ellos mismos. En palabras de Llovet: en Madame Bovary “son los hechos los que derivan en un cuadro suficiente para que el lector pueda forjarse, por su propia cuenta, una opinión de las cosas o para que pueda instalarse ‘moralmente’, según su propio criterio, en el interior del texto” (624).
Todos los especialistas que han estudiado la escritura de Flaubert han coincidido en destacar este logro; todos afirman que uno de los mayores aportes de este escritor a la novela fue el de llevar la objetividad de la materia narrada y del narrador a límites no alcanzados antes. Mario Vargas Llosa expone en La orgía perpetua que el narrador que relata la mayor parte de la obra es un “relator invisible”, indiferente y distante, “glacial y preciso que no se deja ver, que se confunde con el objeto o el sujeto relatado (…) [que] carece de subjetividad” (217-218) y al cual Flaubert -como hemos comprobado- “prohíbe entrometerse en el relato para sacar conclusiones o dictar sentencias” (218). A pesar de esta verdad, en determinados momentos de la obra percibimos ciertas señales discursivas que muestran valoraciones subjetivas; por ejemplo, en un episodio, el narrador nos dice lo siguiente: “Por lo demás, Emma se volvía sentimental (…) Le consolaba [a Rodolphe] con un lenguaje mimoso hasta lo cursi, como hubiera hecho con un niñito abandonado (…) Pero… ¡estaba tan guapa!” (169). Además de los calificativos con que se describe la nueva actitud de Emma (“sentimental”; usa un lenguaje «mimoso”, «cursi”), ciertas marcas discursivas como la conjunción “pero” (que en este caso presenta un enunciado que, de acuerdo con la subjetividad del texto, se opone al anterior) manifiestan que hay una conciencia, una subjetividad funcionando detrás del pasaje. Si atendemos al contexto (que nos ha presentado los pensamientos de Rodolphe), podemos concluir, sin embargo, que esas señales de subjetividad no pertenecen a la voz del narrador (aunque parezcan confundirse con ella), sino a la del propio personaje (al cual ya le empieza a hastiar los excesos de su amante pero sigue sintiendo una fuerte atracción erótica por ella).
Numerosos pasajes en Madame Bovary están “salpicados” de valoraciones como estas, incluso de dudas, de indicios de un conocimiento limitado que hacen pensar que el narrador omnisciente e invisible que nos relataba los hechos ha cedido su voz. Pensemos en estas palabras que pronuncia el narrador justo después de que Lheureux le mencione a Emma, con evidente mala intención, los artículos de viaje que esta había encargado para fugarse con Rodolphe: “(…) [Lheureux] sonriente y silbando por lo bajo, la miraba cara a cara, de un modo insoportable. ¿Sospechaba algo, acaso? Emma parecía perdida en un mar de cavilaciones” (251).
No es un secreto que el narrador conoce las sospechas que tiene el comerciante: además de ser un narrador omnisciente (todo lo sabe), se ha encargado de mostrarnos en páginas anteriores los pensamientos perspicaces de Lheureux tras los encargos extravagantes de Madame Bovary -“Decididamente -pensó Lheureux-, aquí hay un gran lío” (195)-. Por tanto, no cabe duda de que aquella incertidumbre (“¿Sospechaba algo, acaso?”) es una interrogante que molesta a Emma y no al narrador y de que, por ende, tenía razón Vargas Llosa al opinar que esta técnica (el “estilo indirecto libre”) de deslizarse inadvertidamente del narrador omnisciente al narrador-personaje producen en el lector la impresión “de estar escuchando, viendo una conciencia en movimiento antes o sin necesidad de que se convierta en expresión oral” (239), sin necesidad de atiborrar el texto de monólogos que, según señala Vargas Llosa, eran la forma clásica de conocer la subjetividad de los personajes sin la interrupción de un narrador (238). Así pues, con Madame Bovary, Flaubert consiguió que el narrador “encarnara” la voz de los personajes, se fundiera con sus perspectivas y nos mostrara directamente las impresiones, pensamientos y conciencias de estos, tal vez con el objeto de darle cierta completitud a la novela al permitir que allí confluyeran diversas perspectivas, lo cual posibilitaría al lector tener una mirada más amplia de la realidad ficticia. Y es que, como dice Vargas Llosa, quien considera esta técnica como el gran aporte de Flaubert, este método brinda flexibilidad a la novela, “permite las constantes mudas, esa armoniosa conjugación de perspectivas diferentes que va estructurando la realidad ficticia en muchos planos a la vez (…) sin que se alteren el ritmo y la unidad narrativas” (237- 240).
Pero volvamos a un asunto que hemos mencionado en los párrafos anteriores en los que hablábamos de la descripción flaubertiana: la capacidad de este escritor de “relatar” y mostrar las cosas tan claramente apenas con unos pocos elementos. A mi parecer, episodios como los que refería en las primeras páginas demuestran que otro gran logro del autor fue la precisión en el decir, el saber encontrar siempre “la palabra justa” (como dice Llovet), la imagen precisa que reflejara más concisamente la realidad, que permitiera al lector comprender cabalmente lo que se le presentaba (sin que el narrador tuviese para ello que hacer presencia en la obra para “orientar” con sus apreciaciones).
Ya hemos visto cómo unos pocos elementos han esbozado al joven Charles Bovary; de forma similar, un recorrido somero por el matrimonio de sus padres, por su pasado y su infancia, ayudan a que el lector, por sí solo, se haga una idea más clara del personaje, como tal vez no lo haría toda una reflexión del narrador al respecto. Con solo referir el descontento que Madame Bovary madre padeció en su matrimonio (soportaba las infidelidades del marido vividor y perezoso y su inutilidad mientras ella se encargaba de la administración de la casa), Flaubert nos hace comprensible el consuelo que esa mujer encontró en ese único hijo en el cual proyectó sus fantasías y, por tanto, nos lleva a entender la solicitud y cuidado extremados con que lo crió y mimó hasta hacerlo un ser pusilánime. Por otro lado, también las “analepsis” que remiten a la infancia y adolescencia de Emma Rouault son notablemente elocuentes: gracias a ellas comprendemos el porqué de su carácter romántico -originado por sus lecturas)-, y conocemos su deseo de emociones elevadas y excitantes -de niña fingía haber cometido pecados para decirlos en el confesionario-, lo que nos lleva a comprender la desilusión del personaje ante el matrimonio tranquilo y mediocre que le tocaría vivir después.
Sería incorrecto hablar de este afán de Flaubert de encontrar formas para narrar y referir las realidades ficticias de manera concisa y clara sin mencionar también el uso que logra darle a las metáforas y a las comparaciones en Madame Bovary. Vargas Llosa opina que las imágenes metafóricas tan empleadas por Flaubert a lo largo de su obra le parecían “obstructoras”, una suerte de desacierto en medio de todos los logros que conquistó con su novela (236). Acaso este sea el único punto en el que se me hace imposible estar de acuerdo con él; es verdad que en Madame Bovary abundan las comparaciones, pero, como veremos luego, son presentadas siempre en el momento oportuno y poseen una exquisitez y la mayoría de las veces una precisión tal que es difícil no ver su uso tan apropiado como uno de los tantos triunfos de Flaubert.
Atendiendo a estas consideraciones, creo conveniente concebir las comparaciones, las metáforas y las imágenes flaubertianas, no tanto como accesorios con los cuales Flaubert embellecía la prosa y le daba un aspecto “más artístico” (como él soñaba), sino, sobre todo, como recursos de los que el autor se valió para dar una idea más precisa acerca de lo que estaba relatando. Para mí no hay duda de que, por ejemplo, decir que el corazón de Emma “al igual que sus zapatos [cuyas suelas estaban amarillentas por la cera del parquet] , se había cubierto con el roce de la riqueza, de algo que ya no se borraría” (57), aunque una forma tangencial y un tanto poética, es al mismo tiempo una manera precisa y poderosa de expresar la marca imborrable que significó el contacto de Emma con el lujo en La Vaubyessard. De forma similar, las imágenes y metáforas empleadas para describir el aburrimiento y la desazón de Emma siempre me han parecido grandiosas por lo sutiles y a la vez concisas que son: acerca de Emma, dice el narrador que “en el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los marinos en apuros, paseaba sobre la soledad de su vida unos ojos sin esperanza, buscando a lo lejos alguna blanca vela (…) Ignoraba cuál sería aquel azar, el viento que lo impulsaría hacia ella, hacia qué costas la llevaría…“ (63). Por esto, aunque Flaubert expresa por medio de su narrador que “nadie, nunca, pudo dar la medida exacta de sus deseos ni de sus dolores, pues la palabra humana es como una caldera rajada con la que tañemos melodías buenas para hacer bailar un oso cuando quisiéramos conmover las estrellas” (190), me parece que él mismo se sobrepuso a las limitaciones de la palabra y consiguió muchas veces expresar lo más inefable de sus criaturas.
Hasta aquí hemos constatado que todo en esta novela -hasta las “analepsis”, las descripciones y las imágenes que hemos explorado- está destinado a ampliar la comprensión de la misma y que, por ende, las formas discursivas empleadas en Madame Bovary no son nunca producto del azar o el capricho. Teniendo en cuenta este provecho que Flaubert supo sacar a lo formal, no debería extrañarnos que en ciertos momentos de la novela la narración parezca acelerarse o desacelerarse de acuerdo a lo que se está narrando. No hay duda de que, por ejemplo, el tedio de Emma Bovary es referido en muchas páginas, al menos en comparación con las pocas en las que parecen estar narrados otros sucesos como sus aventuras adúlteras con Rodolphe y León, aventuras que, por las emociones que las rodean, tanto ella como nosotros los lectores sentimos que “pasan volando”. Es, pues, como si el autor no se hubiese contentado con solo narrar los hechos, sino que hubiese buscado además “reflejar” su naturaleza en la forma misma con la que los refería, creando así una suerte de maridaje entre el fondo y la forma de la novela y produciendo en nosotros efectos de calma pesada y de emoción descontrolada según lo experimentara la protagonista. Así, todo lo que formó parte de la vida marital de Emma y de su decepción son presentadas lentamente en más de cinco capítulos, mientras que todo aquello que estimuló su entusiasmo, aunque pudo haber durado meses, ocupa en el relato unas pocas páginas: conoce y se casa con Charles en apenas una decena de páginas, sus amoríos con Rodolphe son referidos en apenas cuatro páginas, y, más tarde, desde su reencuentro con León en la ópera hasta que ella se entrega a él en el tílburi transcurre poco más de un capítulo.
Según hemos visto, con el objeto de hacer palpable la pesada lentitud de la realidad gris de una mujer de provincia Flaubert ha sabido aprovechar los recursos; pero su perfeccionamiento de la función de las formas va mucho más allá de lo explorado hasta el momento y se evidencia incluso en la forma en que el autor (o, mejor dicho, el narrador) hace uso de los tiempos verbales. Creo que uno de los autores que mejor ha explorado este asunto de las mudas temporales y su funcionalidad en Madame Bovary ha sido Vargas Llosa (en La orgía perpetua), para quien la novela posee cuatro planos temporales (a los que generalmente corresponde un tiempo gramatical) que se alternan de forma práctica, cada uno acorde con la materia narrativa que está distribuida en ellos (194-211). Aunque se podría creer que la existencia de cuatro tiempos diferentes dificulta la comprensión de la obra y vuelve a esta compleja e intrincada, lo cierto es que, como veremos, sucede lo contrario, pues la naturaleza que los hechos adquieren según estén narrados en uno u otro plano temporal permiten al lector comprenderlos y saber cómo debe apreciarlos.
En primer lugar, los hechos que se sitúan en aquel plano que Vargas Llosa denominaba “tiempo singular o específico” están narrados con el pretérito perfecto y, por tanto, son sucesos que quedan en la memoria del lector por su carácter perfectivo (es decir, por haber ya terminado), y, sobre todo, por su singularidad; dice el autor peruano: “Lo forman primordialmente quehaceres humanos (…) sensaciones que el narrador quiere destacar por su excepcionalidad (…) Integran este plano temporal las sorpresas de la novela, acontecimientos concretos (…) Aquello que el narrador narra ha ocurrido así, una sola vez, y no volverá a ocurrir” (198). De acuerdo con esto, no sorprende, pues, que en este tiempo esté narrada gran parte de la agonía de Emma -“Sus labios se apretaron más (…) se puso a gritar horriblemente…” (314)- y los funerales por su muerte -“La gente se alineó alrededor (…) Charles miró cómo iba bajando, bajando [el ataúd]” (332)-: son sucesos concretos que forman en la novela un pasado irrepetible.
Contrapuesto a este plano, destaca aquel en el que se narran los hechos que, por el contrario, son cotidianos o se repiten en la realidad ficticia; se trata del plano que Vargas Llosa califica de “circular” o “repetitivo”, cuyo tiempo verbal es el pretérito imperfecto y con el cual está narrada, por ejemplo, la rutina tediosa de Emma Bovary -“cuando él se levantaba y se iba, ella se ponía en la ventana para verle marchar; permanecía de codos en el antepecho…” (34). Ciertamente, como apunta Vargas Llosa, el uso de este tiempo le permitió a Flaubert ser práctico y condensar en frases concisas costumbres que duraron meses o años, como los hábitos matrimoniales de Charles y Emma (que si se hubiesen narrado con fidelidad quién sabe cuántas páginas hubiesen abarcado). Veamos lo que dice el crítico al respecto:
- [Las] particularidades y diferencias han desaparecido en el relato. El narrador, en vez de describirlas una por una, las ha resumido en una escena arquetípica, que no es ninguna de las ocurridas pero que las condensa y simboliza a todas (…) Esto] (…) permite reducir a un mínimo de palabras un máximo de hechos, sintetizar una larga serie de acciones en una sola, dando, al mismo tiempo, la idea (…) del avance de la historia. (199-200)
Tras todo lo que he señalado, no queda duda de que ciertamente, como tantas veces ha señalado la crítica, Flaubert con Madame Bovary dejó una huella imborrable en la historia de la literatura por todos los logros formales que consiguió en su novela. Algunos de estos logros representaron innovaciones, como la técnica del estilo indirecto libre o el predominio en la narración de la impersonalidad y el objetivismo; por otro lado, otras técnicas, aunque ya conocidas, fueron usadas por Flaubert con una maestría tal que igualmente son dignas de resaltarse: es el caso del uso de las metáforas e imágenes, las mudas temporales, las “analepsis” y los otros recursos que he explorado. Atendiendo a la significación, al uso experto y a las funciones que este autor supo darle a los recursos formales, puedo concluir diciendo que Flaubert con Madame Bovary demostró su genio novelista al ser capaz de construir una obra de una estructura formal bastante acabada y evidentemente superior a la de novelas previas de otros autores; tal como opina Jordi Llovet: Flaubert superó a todos los novelistas anteriores por la “pasión del estilo” que llevó al límite en Madame Bovary (623).
REFERENCIAS
- Flaubert, Gustave. Madame Bovary. Edición especial para El Nacional, España: Editorial Planeta, 2000.
- Llovet, Jordi. “Flaubert”. Lecciones de literatura universal. Madrid: Ediciones Cátedra, 1995. pp. 623-632.
- Vargas Llosa, Mario. La orgía perpetua. Barcelona: Seix Barral, 1981.
Caracas, Venezuela, 1998.
Licenciada en Letras (Summa Cum Laude), por la Universidad Central de Venezuela. Ha colaborado con artículos y reflexiones sobre obras literarias en los medios digitales Letralia, Revista Carátula, Blog de la Fundación Sala Mendoza y Revista Penélope. Su artículo más reciente es “Picaresca: la victoria en la alimentación” (Revista Nexo IEHCAN, 2022). Twitter: @gabyteortega