Rozar el seno mismo del deseo (Elogio de la madrastra, de Mario Vargas Llosa)
1 diciembre, 2010
Porque somos sangre y pasión, porque somos vísceras, porque somos razón, pero también porque somos eros, los humanos debemos defender el deseo, rasguñar la carne y mantener viva la llama doble, que hablaba Octavio Paz. Corea Torres invita, desplegando sus palabras, después de una placentera lectura, a visitar la ínsula de nuestro erotismo, descubriéndonos la hermosa vitalidad de la matrona Lucrecia, su entenado Fonchito y el ingenuo don Rigoberto, en esa obra maestra de la literatura que es Elogio de la madrastra, de Mario Vargas Llosa, un libro de grandes alcances, pero sobre todo perturbador.
Sencillamente deliciosa, ese sería la adjetivación adecuada para calificar Elogio de la madrastra, de Mario Vargas Llosa.
Con acostumbrado oficio para armar historias, el peruano, ahora español por naturalización -siempre de todos, por fortuna, porque nacionalidad no significa calidad escritural-, se regodea en los visos estéticos de la palabra con el propósito de provocar, entregar un retrato suspicaz de conductas humanas y entretener.
Doña Lucrecia, don Rigoberto, y el efebo adolescentario Fonchito, hijo del matrimonio anterior de Rigoberto, conforman la tríada de protagonistas -¿menage a trois?- vinculados en este juego de Eros, que mantiene despierto el interés y la tensión sobre todos aquellos que se dejan rozar por la narrativa de Mario. Aunque no puede descartarse a Justiniana (Justita, a veces), personaje periférico cuya misión consistirá en incidir por sobre las acciones de los implicados y que, realiza, para el autor, el aporte de la intriga iniciática como vehículo consecuente del desarrollo de la historia. Otro protagonista de la novela se encarna en la palabra: el verbo como sustancial co-equipero de la trama, argamasa indisoluble del estilo narrativo-descriptivo.
Quiso Vargas Llosa ocupar el elemento de la ingenuidad como puntal del andamiaje en la trama: existe en doña Lucrecia porque la fémina se deja llevar por la voluptuosidad ofrecida bajo el antifaz de inocencia del precoz Fonchito, su entenado, pensando que no se aparecería ningún contratiempo; se hace evidente en Don Rigoberto, embriagado con la idea de ser sujeto único del deseo de la matrona, sin percatarse en momento alguno del otro universo sexual a sus espaldas. Por otra parte interesa también a Justiniana, quien con sus opiniones al margen acerca de lo que dice y deja de decir el imberbe, inyecta, acaso exenta de intencionalidad malévola, en la frondosa Lucrecia: el aguijón de lo prohibido, de ahí que ese entrecruzamiento de ingenuidades posibilita situaciones con inminente disposición a la sensualidad, al regusto por las relaciones inundadas del líquido sensorial, abre las represas del cuerpo y los arrimos se tornan profusos, de tonos encendidos, subyugantes, en tanto la paradoja se deja asomar: ese accionar de Fonchito, niño travieso, de repente barrunta inclinaciones perversas, tutelado por su inocencia implanta en el lector aquella sensación de malicia erótica, cargada de juego infantil que tan bien supo trabajar con belleza y sugerencia Nabokov con su implacable Lolita.
Elogio de la madrastra está construida con elementos que sostienen el sopor de una atmósfera cuya porosidad da cabida para llegar a los entresijos más personales de sus moradores, los guiños son frecuentes: ventanas abiertas de par en par donde se dejan ver esas profundidades tan poco expuestas del ser, y así como Fonchito transmuta en voyeurista cuando se oculta en el techo para observar el baño de Lucrecia su madrastra, también el auditorio asiste por intermedio de su mirada al espectáculo.
La novela se convierte en un teatro abierto donde la recámara matrimonial que ocupan Rigoberto y Lucrecia, el cuarto de Fonchito y el baño en el cual don Rigoberto practica sus abluciones, funcionan a modo de foros autónomos, territorios a la intemperie sujetos a las intransigencias de inquisidores ojos, morbosos y alebrestados ojos como brasas que tocan el seno mismo del deseo por sobre la piel madura de una Lucrecia encendida, incandescente criatura maravillada por el descubrimiento de su eros y llevado más allá de la satisfacción vulgar.
Cuando la arquitectura de un texto se sostiene en el basamento de la sugerencia, cuando se deja al auditorio participar de la trama, convertirlo en cómplice, hacerlo culpable del pecado que se expresa de modo implícito, a veces manifiesto; inducirlo a cargar con el clandestino gozo de la perversión, mientras en los entretelones de la urdimbre anecdótica se busca la felicidad del cuerpo, tanto como la del espíritu, sin ocultar las turbiedades de sus motivaciones, significa que dicha narración es propietaria del exquisito placer de la seducción. Elogio de la madrastra está permeada por todos sus costados de tentaciones, cada intersticio se puebla de signos y desde esas oquedades se murmuran con aquiescencia las electrizadas terminales nerviosas, se cimbra el territorio epidérmico, las sensaciones se multiplican y magnifican, están a flor de poros reventando lujuriosas como flores en primavera.
Vargas Llosa con Elogio de la madrastra logra penetrar al corazón mismo del erotismo, pero además hurga y devela las inquietantes personalidades de sus protagonistas, hasta dar con la destilada gota de ese licor que convierte al ser humano en el barco ebrio aquel de Rimbaud, objeto y sujeto de los vaivenes, sacudido por los “embates de las mareas contra los arrecifes…” hasta que “La tempestad bendice el despertar…”
No es fácil admitir que las conductas tratadas en los habitantes de Elogio a la madrastra, convergen en un ente que de algún modo nos representa, es decir, somos cada uno de los lectores, somos: tú que atisbas este comentario, yo que lo escribo, el autor de la novela, y todo aquel que se deje anegar por el embeleso de las palabras, por esa otra forma de mirar de Mario expuesta en esta bella como inquietante historia, y digo que somos nosotros, porque la madrastra con su deseo pulsante, Fonchito angelical espécimen capaz de corromper con su inocente actuar, a la mujer de su padre y como puede observarse también a la criada; don Rigoberto aturdido por la pasión hacia Lucrecia; padecen, son portadores de las cualidades, virtudes y defectos que cualquier ser humano posee, de tal suerte que Mario Vargas Llosa tornado en -y aquí me aprovecho de un poema de Juan Carlos Canales, poeta poblano, para expresarlo-: “…Dios inasible/ que alcanza todo sin tocarlo/…” nos pervierte.
Chichigalpa, Nicaragua, 1953.
Poeta, escritor, crítico literario. Reside en Puebla, México, donde estudió Ing. Química (BUAP). Mediador de Lectura por la UAM y el Programa Nacional Salas de Lectura. Fue editor y colaborador sección de Crítica, de www.caratula.net. Es Mediador de la Sala de Lectura Germán List Arzubide. Ha publicado: Reconocer la lumbre (Poesía, 2023. Sec. de Cultura, Puebla). Ámbar: Espejo del instante (Poesía, 2020. 3 poetas. Ed. 7 días. Goyenario Azul (Narrativa, 2015, Managua, Nic.). ahora que ha llovido (Poesía, 2009. Centro Nicaragüense de Escritores CNE y Asociación Noruega de Escritores ANE). Miscelánea erótica (Poesía colectiva 2007, BUAP). Fue autor de la columna Libros de la revista MOMENTO en Puebla (1997- 2015).