Tres cuentos de Lizandro Chávez Alfaro

1 octubre, 2009

El zoológico de papá

Desde que nací, o desde que tengo uso de razón, me está diciendo que yo nací para mandar; que el país me necesita como yo lo necesito a él. Yo era muy niño (ahora tengo trece años y hace mucho tiempo dejé de ser niño); me puso un juguete en las piernas y dijo que yo había nacido para mandar. Lo recuerdo como si hubiera sido hoy: él andaba con uniforme de gala, blanco; un grueso cordón de seda amarilla le colgaba del hombro izquierdo y medallas de todos colores en el pecho. El juguete era de lata y echaba chispas: un tanque tipo M-103. Pero esta mañana se puso serio conmigo porque le ordené al soldado que estaba de guardia en el jardín que metiera la bayoneta entre los barrotes de la jaula. Al principio el raso no quería obedecer; tal vez no recordaba que soy coronel. Después lo hizo. Cuando le dijeron lo que había sucedido, vino, y me miró como nunca me había mirado. No sé porqué. Me quiere mucho y siempre me deja hacer lo que quiero. Creo que ya se le pasó. Tiene tanto que hacer que de seguro ya se le olvidó. Desde aquí lo veo parado junto a una de las jaulas; ah, están metiendo a otro. Antes yo no sabía lo que era un enemigo, hasta que me lo explicó y me hizo sentir lo mismo que él siente con ellos. A veces me cuesta dormirme por pensar en esas cosas. Eso me sucedió anoche, aunque también es cierto que el león (el puma, quiero decir) estuvo rugiendo mucho. Creí que era porque está recién llegado. Lo agarraron en una de las haciendas que tenemos allá por el norte de la república; no me acuerdo cómo se llama la hacienda; nunca puedo recordar los nombres de todas. El me ha dicho cuántas son –creo que cuarenta y tres –pero no puedo retener los nombres. Con este puma ya son siete las fieras que tenemos en el jardín. A mi papá le gustan mucho, y yo creo que hasta las quiere; cuando menos le divierte darles de comer. A mí también me divierte verlo, siempre que estoy aquí. A cada una le ha puesto nombre. El puma se llama Nerón. Al principio no quería que se supiera que tiene colección de fieras, pero de todos modos se corrió la noticia por todo el país. Hace poco permitió que en uno de sus periódicos –creo que fue en “La Estrella” que es el más importante –publicaran un reportaje. Tenía muchas fotografías; se llamaba ADMIRABLE ZOOLÓGICO EN CASA PRESIDENCIAL. Decían que este zoológico es una obra que beneficia al país. De esto hace tres semanas y todavía no estaba el puma. Lo recuerdo muy bien porque recibí el recorte de periódico en la última carta que me escribió al colegio –me escribe en inglés –, poco antes que principiara el verano y yo saliera de vacaciones. Ojalá que aquí tuviéramos tan buen clima como en Schenectady, pero hace tanto calor. Una de las cosas que voy a ordenar cuando sea presidente es que construyan un gran tubo de aquí a los Estados Unidos para que por allí nos manden aire. Así ya no haría tanto calor, y a lo mejor, respirando ese aire, la gente de acá llegue a parecerse a la de allá. Seguramente mi papá pensó también en el clima antes de escoger el colegio al que me mandaría, y escogió el Union College de Schenectady. Mi mamá quería que yo hiciera el bachillerato aquí mismo porque todavía estaba muy pequeño; entonces mi papá dijo que si mi abuelo no lo hubiera mandado desde niño a educarse en los Estados Unidos, no sería el hombre que es. Ahora terminé mi primer grado de High School. Después de estar fuera un año tenía muchas ganas de volver, y de seguro que mis papás también tenían muchas ganas de verme. Mi mamá fue a traerme en un avión de la Compañía Aérea que tenemos. Hicimos el viaje en un Boeing 707. Yo quería venirme en barco, en uno de los barcos de la Compañía Naviera que tenemos y que hacen escala en New York, New Orleans y muchos otros puertos, pero mi papá no quiso porque son barcos de carga, muy incómodos, dice. Lástima, porque el mar es muy… exciting (no recuerdo cómo se dice en español) y uno se siente de veras pirata. Una vez, en un periodicucho, le dijeron pirata a mi papá y hubieron muchos muertos. Entonces no teníamos zoológico todavía, ni yo sabía lo que es enemigo, y no lo supe muy bien hasta esta mañana, y lo sé mejor ahora que veo las jaulas. Desde esta ventana se ve todo el jardín de mi casa –se oye mejor: Casa Presidencial –. Mi papá, el coronel Gómez, el capitán Bush, y Mayorga, que es jefe de la policía, y varios guardias, siguen parados alrededor de una jaula. Creo que están confesando a alguien. Parece que ayer quisieron matarlo cuando estaba en el palco presidencial del estadio, viendo un juego de baseball. Mayorga me cae bien. Siempre que nos encontramos se cuadra y me hace el saludo militar, porque él es capitán y yo coronel: fue el regalo que me hizo mi papá el día que cumplí doce años. Tengo mi uniforme con todas las insignias, pero casi siempre ando vestido de civil, como esta mañana que el guardia no quería obedecer. Y el maldito puma rugiendo toda la noche. Se me fue el sueño y me levanté muy temprano, cuando amanecía. Me vestí y salí al jardín para ver qué había de nuevo. Las fieras siempre amanecen muy bravas y es cuando hay que verlas. Gruñen, enseñan los dientes y tiran grandes manotazos por entre los barrotes que dividen la jaula, y entonces los hombres se hacen chiquitos en un rincón, tiemblan, sin quitarle los ojos al animal. Algunos hasta se orinan de miedo, dicen. Pero por más que se encojan siempre sacan arañazos en alguna parte del cuerpo. Tiene que ser así: la jaula está dividida en dos por una reja; en un lado está la fiera y en el otro un enemigo, acurrucado: la jaula está hecha para el tamaño del animal. Claro que no a todos los traen al zoológico, sólo a los más culpables, o a los que no quieren confesar, porque la reja que divide la jaula puede levantarse poco a poco para hacerle ver al preso que si no habla se lo puede comer la fiera. Cuando hay que hacer esto dejan al animal sin comer todo un día. ¡Qué hambre! Algunos de los presos dan asco, otros dan risa, y otros dan cólera, porque a pesar de estar como están no se les bajan los humos y siguen diciendo sus… sus cosas. Nonsense, se dice en inglés. Así era el nuevo que encontré esta mañana, en la jaula del puma. A todos los demás ya los conocía porque los trajeron hace varios días, pero a éste acababan de enjaularlo la noche anterior; un hombre con cara de indio, y por los arañazos que tenía en un cachete se veía más feo. Estaba descalzo y con la ropa hecha tiras, como si toda la noche hubiera peleado con la fiera. Me le acerqué y olía a algo rancio, o no sé cómo llamarlo, porque nunca había sentido ese olor que me dio miedo y cólera. Lo más extraño es que el olor parecía salirle de los ojos con que miraba al animal y me miraba, como si yo hubiera sido la cola del puma. El guardia también se acercó y allí estuvimos platicando mientras el puma daba manotazos y el hombre sumía el pecho, tratando de capearlos. Le pregunté al raso si sabía qué había hecho el hombre ese y no lo sabía muy bien, sólo de oídas. Pero platicando nos dimos cuenta de que era un periodista, y que estaba ahí por escribir una sarta de mentiras y ofensas. Escribió algo así como que nuestro país parecía una propiedad, una hacienda de los Estados Unidos, y que mi papá era solamente el mandador, el que administraba la hacien-da… y que el ejército del que mi papá es jefe sólo sirve para que no haya elecciones libres. ¡Mentira! Esta última vez mi papá fue elegido por el Congreso Nacional, y el Congreso Nacional representa al pueblo. Esto me lo enseñaron muy bien en el Union Collage. Así que por qué hablan. Entonces sentí más fuerte el olor, pero ya no tenía miedo. Me acordé que soy coronel y le ordené al raso que calara bayoneta y la hundiera entre los barrotes. Quería ver al hombre meterse en las garras del puma, a ver si así seguía pensando lo mismo. El guardia sonrió y se hizo el desentendido, creyendo que yo bromeaba, pero lo decía de veras. Le recordé que soy coronel. El soldado se puso serio y sin dejar de verme caló bayoneta. Cuando el enjaulado sintió el primer pinchazo en la espalda, gritó diciéndome algo de mi mamá. ¡Jodido indio! Esto me hizo ver chispas y puse la mano en la culata para empujar el rifle. Mientras el preso se hacía el fuerte, Nerón se había alborotado y metía las garras, y los jaspazos eran más rápidos. En una de esas la punta de la bayoneta le cayó en el espinazo (bueno, lo que en inglés se llama spinal column)Lo vi arquearse y un momento después oímos que algo se desbarataba entre las zarpas. Tratamos de detener al puma con la misma bayoneta, pero de seguro tenía mucha hambre y con todo y pinchazos siguió manoteando. Yo sólo quería que el hombre dejara de pensar lo que pensaba; nada más. Entonces llegó mi papá; me mandó que volviera a mi cama, pero antes me miró como nunca me había mirado. Yo creo que él tenía pensado otra cosa para el periodista, y yo se la eché a perder. Ahora está ahí junto a otra de las jaulas. Si levanto un poco más la vista puedo ver casi toda la ciudad. A esta hora de la tarde es bonita y me gusta más que Schenectady, tal vez porque sé que aquí mando yo.

Reproducido con autorización de © Heredero de Lizandro Chávez y © Ediciones Internacionales (Edinter), Managua, Nicaragua. Cuento incluido en Los monos de San Telmo, edición 2009 de Edinter.


Los monos de San Telmo

El sol había recorrido un cuarto de cielo. Sobre la brecha angosta y quebrada, un camión cargado de monos, corcoveaba, bufaba, penosamente embestía la tenue ola de polvo. La carrocería chisporroteaba y, al balancearse, despedía ráfagas de destellos que iban a estrellarse contra las ramas cercanas, achicharrando las hojas más tiernas. La carga de monos enjaulados chillaba, espantada por el interminable vaivén.
En la cabina, Rock Cooper y Doroteo, su criado-chofer-intérprete, se cocinaban al calor del motor. Desde el amanecer habían salido de un caserío cercano a los linderos de la selva virgen, y todavía faltaban varias horas de zangoloteo para llegar a la carretera. Destilando sudor, los dos miraban y maldecían en silencio el próximo bache, Doroteo asido al volante y Rock a una botella de ron. Era el hijo menor de una honorable y activa familia de Philadelphia, dedicada a la explotación de minas bolivianas de estaño hacía dos generaciones. Sólo Rock, contemplativo y proclive al alcohol, pasaba los días ocupado en revivir pasivamente al audaz y ambicioso abuelo Jehosaphat. Cuando cumplió treinta y siete años, decidió cambiar el desdén y el diario vituperio familiares por la gloria de sudar en una nueva empresa. Reencarnar la figura de Jehosaphat Cooper, reivindicarse y abrir una nueva línea en los negocios de la firma Cooper & Sucesores eran sus metas. Para alcanzarlas había escogido aquel mínimo y selvático país centroamericano.
Súbitamente Doroteo apagó el motor. Rock lo miró desde la lejanía en que flotaba su cerebro abotagado por el calor; levantó el mentón en un gesto perentorio.
–Me pareció oír un ruido raro allá atrás, jefe; como si se estuviera ahogando alguno de ellos.
Este maldito sol está muy bravo –contestó el criado, primero aguzando el oído y luego imitando al jefe que se precipitó a abrir la portezuela. Se encontraron frente a la parte trasera del camión y mutuamente se observaron la cara. Nada anormal sucedía en el cargamento. Los cincuenta monos saltaban, enseñaban los dientes, chillaban, se mordían los dedos, la punta de la cola, o se rascaban los sobacos excitados más que de ordinario por el balanceo, pero nada más. Iban repartidos en grupos iguales (cinco en cada jaula) y de una misma especie: Capuchinos, Monos Araña, Monos Aulladores. En la parte alta del cargamento, la que recibía el sol de lleno, un Capuchino tenía el pelo blanco de la cara mojado de lágrimas. Acurrucado en un rincón movía la cabeza de un hombro al otro, queriendo protegerse con las delgadas sombras proyectadas por las varas de la jaula. Pero dada la naturaleza melindrosa de los Capuchinos no había por qué alarmarse. Era precisamente uno de esta especie el que en viaje anterior había sufrido una hemorragia nasal que hizo cerrar los ojos a Rock. Ensangrentado de la nariz a la barriga, el carablanca tosía, se golpeaba el pecho y miraba al tratante con una expresión de viejo limosnero. Y ahora este otro lloraba. Un niño lapón puesto de pronto en aquella latitud no lo hubiera hecho con menos ganas.
–Un rato en la sombra nos caería bien a todos, jefe.
–¿Estás loco? –dijo Rock, con la voz sofocada y un temblor que hacía relucir sus mejillas. A zancadas cruzó el camino varias veces mientras gritaba que era preciso llegar al aeropuerto esa misma tarde, que al día siguiente, a las quince horas, debía entregar en Rochester cincuenta monos, ni más ni menos. Era idiota querer descansar. Miraba las jaulas y a Doroteo al compás de sus trancos. Se detuvo, con la nuca apretada por una mano y la otra apuntando al sirviente.
–¡Descansar! ¿Cuánto ganas?
Doroteo se pasó el dedo índice por la frente, limpiándose el sudor, y mantuvo la boca cerrada. Rock insistió, el cuello crecido y sudando con más abundancia.
–Veinte pesos diarios, jefe.
–Eso es. Descansar. Puedo meterte en una de esas jaulas y… ¡Vámonos!
Mientras Rock descolgaba de entre las ruedas traseras una bolsa de lona llena de agua y se mojaba la cabeza, Doroteo revisó las amarras del cargamento. El bamboleo era para sacar hasta un árbol de sus raíces. Caminando alrededor del camión fue dando tirones desganados a cada amarra y mascullando la vergüenza que le quedaba. Pero el jefe pagaba veinte pesos diarios, suficiente para tener tres hijos y dos queridas. Era cierto, ganaba más que cualquier chofer a cambio de hacer uso de su inglés aprendido en los muelles de Georgetown, en las Guayanas. También sabía limpiar las botas, llevar la ropa sucia a la lavandera y traer la limpia cuando estaban en la ciudad; tirar con la cerbatana espinas levemente envenenadas, cuando se presentaba el caso, y nunca se había escapado algún mono al que él apuntara. La espina iba derecho a un costado, el animal caía a plomo, y si no se despanzurraba venía a despertar dentro de una jaula. Doroteo se vio los brazos desnudos, negros, lampiños; echó una miraba furtiva al jefe que en ese momento hacía gárgaras, y luego miró a los monos. Recordó su cara: la mandíbula saliente, la nariz chata, la frente angosta, arrugada, y las orejas pequeñas. Le brillaron los ojos de risa al imaginarse en una jaula, entre un Capuchino y un Aullador. A él le faltaban pelos y era hombre. Era una buena broma del jefe, pensó, rascándose el trasero. Después de todo le pagaba veinte pesos diarios.
–¡Muévete! –gritó Cooper, acomodándose el cinturón del revólver, y Doroteo dejó de rascarse automáticamente.
Al tiempo que el criado-chofer-intérprete ponía en marcha el motor, Cooper tomó un largo trago de ron. Se colocó los lentes para el sol antes que se reiniciara el bamboleo. Al ver a Doroteo concentrado en su trabajo, manso y un poco agradecido por la reprimenda, sonrió, recordó las palabras del abuelo: “Mano de hierro, hijo, mano de hierro. La civilización se planta con manos de hierro”. Sí, Jehosaphat Cooper había legado una fortuna en estaño y en consejos. Rock se le parecía hasta en las proporciones físicas: dos metros de alto por uno de ancho. Pero aun así, no era fácil reencarnar a aquel viejo, el que había llevado a su país las mejor cotizadas pieles de Colobo de Abisinia, negras como el más negro de los africanos, y más todavía al contrastar con los mechones blancos y sedosos que colgaban a los lados, de hombros a cola.
Rock sintió subirle a los ojos un asomo de desvanecimiento. Sudaba hasta por entre las uñas. Calculó la temperatura en cuarenta grados centígrados. Sacó la cabeza por la ventanilla y el aire caliente le opacó los anteojos.
–¿Paro aquí, jefe? –preguntó Doroteo, parpadeando bajo el peso de sus pestañas mojadas.
–¡Sigue!
Si Jehosaphat Cooper había soportado peores temperaturas en África, Rock Cooper podía soportarlas en Centroamérica. “La voluntad, hijo, el genio creador de una raza. Podemos reinar hasta en el mismo infierno”, decía el viejo. Era un gigante con una máquina entre pecho y espalda, y en la cabeza una cohetería que siempre daba en el blanco. Europa había implantado la moda de los abrigos blanquinegros de Colobo de Abisinia y Norteamérica la había superado en el gusto por la piel de mono. Nadie que quisiera llamarse dama a tono con los gloriosos años de 1890 podía omitir cuando menos un ribete de África adornando el sombrero, las mangas o el cuello del vestido, pero faltaba el suministro directo, eficiente, y Jehosaphat dio en el blanco.
–Damn! Damn! –gritó Rock, y otra vez destapó la botella de ron. Él no había podido movilizar a los indios zumos para que le entregaran siquiera setenta monos al mes.
–Hágame caso, jefe –murmuró Doroteo, creyendo que maldecía al sol.
Sin prestarle atención, el jefe sacó del bolsillo una libreta. Los números hablaban. Necesitaba elevar su producción mensual cuando menos en un cien por ciento para absorber las compras de los Laboratorios Sexmill Corp. El consumo de hormonas producidas a base de orines de mono crecía en proporción aritmética y el mercado sería de quien pudiera abastecer con eficacia la demanda de los laboratorios. Nadie necesitaba ese mercado con mayor urgencia que él mismo, que la firma Cooper. Y los indios se limitaban a atrapar los monos que casualmente pasaban cerca de su choza.
A través del parabrisa, entre los árboles prensados bajo la luz, surgió la figura de Jehosaphat, con botas federicas, sarakof, y un fuete largo y lustroso en la mano. Iba seguido por diez parejas de negros que cargaban sendas pacas de pieles perfectamente curtidas, sin un sólo agujero que menguara su valor. Cuando los Colobos de Abisinia quedaron casi exterminados y la moda declinó, el viejo había vendido cerca de un millón de pieles. Pudo comprarse varios cerros de estaño en Bolivia.
Un ruido de peso muerto y varas rotas sobresalió entre los soplidos del motor y el chillar de los monos escandalizados. Doroteo tiró del freno de mano, el jefe soltó la botella, y antes que el camión terminara de asentarse en la curva donde lo habían frenado, los dos estaban fuera. Las amarras se habían aflojado y una jaula rota se mecía entre las yerbas, a la orilla de la brecha. De los cinco monos, dos habían escapado y los otros tres se abrazaban aterrorizados en el fondo de la jaula. Doroteo quedó como suspendido en un movimiento indeciso que Rock cortó con la orden de que tapara la avería, y el sirviente se arrojó a cubrir el hueco con su cuerpo.
Aligerada por la inminente frustración y una súbita furia contra la hostilidad que la acosaba, la mole de carne, blanca y resollante, se hundió en el monte, el revólver en la mano y buscando a su alrededor. Vio los dos monos araña saltando de un árbol a otro. Les gritó, como en un suplicante y desesperado aviso. Los monos huían, arriba y un poco delante de él. Se detuvo en seco para apoyar el brazo en un tronco. Fueron dos, tres disparos seguidos por el siseo de las ramas que tocaba un cuerpo exánime en caída, y luego el golpe bruto en tierra. Rock reclinó la cabeza sobre el mismo tronco, los brazos perpendiculares, sintiendo la pesada redondez de sus rótulas. Odió, maldijo el inmenso silencio. Escupió. Contuvo la respiración largamente, en un esfuerzo por dominar las contracciones estomacales.
Cuando regresó a la brecha, Doroteo ya había rehecho la jaula y aflojaba las amarras para volver a colocarla en su sitio. Por las mangas y el cuello de la camisa de Rock salían unos velos de vapor. Se humedeció los labios, miró al sirviente con ojos de metal en fusión.
–¡Es tu culpa! ¡Bueno para nada! ¡Ni un maldito nudo, ni eso sabes hacer!
–No, jefe. Yo amarré bien.
Rock pateó con rabia una de las llantas, y sus gritos sobresalían entre el alboroto y el ruido del caucho castigado. Con la cabeza echada hacia atrás, parecía que era al aire aplomado o a los árboles relucientes a quienes decía que eran cincuenta monos los que tenía que entregar en Rochester, a las quince horas del día siguiente, que él era un hombre de negocios y que nadie paga una excusa por buena que sea.
Con la alegría contenida del buen sirviente, Doroteo recibió la descarga de una idea. Se relamió antes de comunicarla.
–En San Telmo tienen monos, jefe. Los he visto amarrados en el patio de una casa. Podemos comprarlos. –Rezongando, Rock fue por la botella, caviloso. Volvió a plantarse frente a Doroteo, limpiando distraídamente el pico de la botella–. –En un cuarto de hora estamos allí –insistió el chofer mientras el jefe tragaba el resto de ron.
–¿Sabes? Algo extraño cruzó tus sesos. Puede ser. Debe resultar. ¡Vamos, muévete!
Lanzó la botella vacía con todas sus fuerzas, y con las manos en alto se quedó viéndola hasta que fue a perderse entre unas lianas.
Reaseguraron el cargamento y arrancaron a toda velocidad que permitía la brecha.
“¿Y si se rehúsan venderlos? Los conozco”, se decía Rock Cooper, ansioso por divisar las casas de San Telmo. “¡Ah, Dios nos dio la fuerza de la fuerza!”, sentenciaba el abuelo, y daba de puñetazos sobre la Biblia que siempre estaba en el brazo de su sillón favorito. Los cerros de estaño no le habían sido entregados por los bolivianos sin que antes hubieran sentido una ligera presión del puño férreo. “Pero soy un hombre honesto y antes ofreceré el precio justo”, reconsideró el tratante, y se sobó un brazo.
Al interrumpir los ruidos del camión en el estancado silencio de San Telmo, las gallinas y los cerdos que merodeaban por la calle corrieron a refugiarse en los huertos. Con la semidesnudez propia de la hora y su perenne languidez, la gente salió a las puertas para verlo pasar; los niños, desnudos y con la piel quemada por siglos de sol, corrieron tras él. Era un poblacho de una sola calle, en el que dos casas de adobe destacaban como castillos entre la miseria de unas cien chozas.
Doroteo frenó frente a una de las casas de adobe.
–Aquí es –murmuró. Transpiraba superioridad al saberse observado por los pueblerinos.
–Yo pago un peso y veinticinco centavos por cada mono. Puedes ofrecer hasta uno cincuenta.
Armado de estas instrucciones Doroteo bajó a negociar. En la puerta de la casa de adobe, la mujer y las hijas del cacique del pueblo lo recibieron con mohines y sonrisas. Pero antes que se tomaran alguna indebida confianza, Doroteo les espetó su propuesta. Las mujeres se encorvaron, entre ofendidas y tristes.
–Véndanos dos; nada más dos –ellas se miraron entre sí, resolviendo qué contestar –. Uno cincuenta y uno cincuenta son tres pesos –dijo el criado, y sacó del bolsillo varios billetes húmedos.
–¿De dónde quiere que los saquemos?
–Yo los vi en el patio. Tomen. Negocio es negocio.
–Era uno; Napoleón.
–Pero tan bueno. Jugaba con las gallinas.
–Estamos de luto.
–¿Qué diablos están diciendo.
–Se le enredó el mecate y amaneció ahorcado.
–Quién sabe cómo, pero ayer Napoleón amaneció colgado.
–Y no lo hubiéramos vendido
–¡Ah, gente mañosa! ¡Por eso viven así, porque no saben que el dinero es dinero!
Desde puertas, ventanas y cercos, toda la población participaba en el acontecimiento.
Con pasos calmados, parpadeando desganada-mente, Rock se acercó a la puerta. Pidió explicaciones a su chofer y sin perder más tiempo apartó a las mujeres de un manotazo.
–¡Dale sus tres pesos y sígueme!
Atravesaron la casa como un huracán y su cola. En el patio encontraron a un cerdo echado en un charco, un gallo que le picoteaban las pulgas y un trozo de cuerda amarrada a un tronco. Doroteo se pasó la cuerda por la nariz y asintió con la cabeza maliciosamente.
–Sí, aquí hubo mono, jefe. Han de tenerlos escondidos.
En la troje sólo había una culebra dormida entre las mazorcas. En el excusado –porque era una casa lujosa –el cacique dormitaba, sentado en cuclillas sobre el banco. Ni entre los sacos de frijoles, ni en el cofre, ni bajo los catres había monos.
Remojado en furia, Rock salió arrastrando un catre, pateando los taburetes que encontraba a su paso, al mismo tiempo que ensartaba blasfemias. Doroteo trotaba tras el amo y traducía sus palabras en leal adhesión a su furia.
–¡Voy a hacer añicos este cochino pueblo si no me entregan dos monos! –terminó vociferando Doroteo, a media calle, haciéndose eco de lo que el amo decía.
Las casas se tragaron a los habitantes de San Telmo, con todo y animales, y el pueblo se sumió en la espesura del silencio. En la calle no quedó más que el sol bailando entre las yerbas. Por un momento se oyó el zumbar de un enjambre de avispas construyendo un panal bajo un alero, y luego los ruidos del camión que se alejaba.
Al salir del pueblo, Rock Cooper hizo una apremiante señal para que el chofer se detuviera. Una y otra vez se restregó los ojos y siguió viendo lo mismo: a un lado del camino, dos monos se rascaban la panza y comían guayabas, sentados en una misma rama, a poca altura. El criado no entendía.
–Toma tu cerbatana –susurró el jefe, y con el mayor sigilo abrió la portezuela –. Sígueme. Si los espantas te parto en pedazos.
Arrastrándose entre los arbustos dieron un rodeo hasta tener a tiro a los monos. Masticaban sin prisa y miraban el camión con curiosidad. Intrigado por el extraño aspecto de lo que a primera vista parecía una pareja de simios, Rock revisó mentalmente las familias, subfamilias, géneros, especies y subespecies en que hasta el día se había clasificado a los cuadrumanos que habitan el continente americano. En ninguna encajaban. ¿Catarrinos en América? Las proporciones encuadraban dentro de las características del simio, pero la piel no estaba descrita en ninguno de los manuales de zoología que había leído. Los ojos hundidos y la cara huesosa parecía de Langur; la voluminosa panza, a punto de estallar, recordaba los Monos Araña. ¡Dios! ¿Una nueva familia de simios?
–No tienen cola, jefe –susurró Doroteo, apoyado en rodillas y manos.
–Cállate y dispara. Por todos tus antepasados apunta bien y dispara.
“A mí qué me importa. Me paga veinte pesos”, reflexionó el criado. Lentamente desenvolvió el ha-cecillo de espinas emponzoñadas. Estaban provistas de una pequeña dosis de veneno que actuaba en forma de poderoso analgésico. Entre uno y otro tiro de cerbatana medió un segundo. Dos guayabas mordidas rodaron por el suelo y los primates cayeron como fulminados. Mientras los dos hombres trotaban hacia donde habían caído las presas, el patrón regañó de nuevo al sirviente por opinar sobre lo que ignoraba. Mencionó el Macaco de Gibraltar, que tiene tanta cola como cualquiera de los demás habitantes del Peñón; las cuatro especies y quince subespecies de gibones, todas sin cola. Cuando Doroteo intentó explicar, le ordenó cerrar la boca e ir a abrir la jaula en que estaban los tres monos araña.
            “Jehosaphat. ¿Soy o no soy un Cooper?”, murmuró Rock, con un mono en cada mano. Al observarlos más de cerca les encontró atributos sexuales semejantes a los del Pan Satyrus ¡Dios, qué enorme vejiga deberían tener! ¡Qué formidables productores de orina y qué gran tajada de dólares se iba a dejar pedir por cada uno! En adelante no compraría más que esa clase de monos. Una nueva familia.
            Silbando una canción tan confusa como lo que pensaba y no quería pensar, Doroteo enjauló a los monos anestesiados. Era aterradora la semejanza entre los simios y tantas y tantos que él conocía. Decir que descendemos de monos podía ser algo más que una broma. Si en San Telmo había existido un mono llamado Napoleón, también podía haber existido otro que se llamara Adán, padre de otros dos que se llamaran Caín y Abel, abuelo de otro que se llamara… y así hasta llegar a él y a sus hijos. El jefe dijo que podía enjaularlo. Daba miedo andar por esa oscuridad. No quería saber más que a él le pagaban veinte pesos.
            En el camino Rock iba tan contento que se puso a cantar himnos religiosos. En el siguiente poblado compró otra botella de ron y su voz se volvió más heroica, más dominante, más potente que el motor del camión con sus miles de explosiones por minuto. Cantaba como si marchara hacia el cielo y no a un aeropuerto cualquiera, y Doroteo se sentía más criado y más mono, aplastado por el peso de aquella voz avasalladora. A medida que crecía su embriaguez, el jefe fue cambiando de canto por la prédica. Hizo ver a su criado la oprobiosa vida que llevaba, hundido en la poligamia, en la sensualidad que ningún clima justifica, cediendo a cada momento a las tentaciones de la pereza.
            Después de un silencio de varios kilómetros en los que no se oyeron más que los ruidos del cargamento, el motor, el gorgoteo del ron en una ancha garganta, las llantas silbando sobre el pavimento, Rock concluyó en voz alta:
            –Se llamarán Primatus Santelmensis. ¡Suena bien! ¿Eh?
–¿Qué? ¿Quién?
            –Ellos; los que vienen detrás, tonto –y llenó la cabina de una risa monótona con la que fue quedándose dormido.
            Despertó en el aeropuerto. Las jaulas quedaron apiladas al borde de una pista. Los empleados aduanales y de migración no tenían qué hacer en este caso. Un decreto del poder ejecutivo libraba al tratante de impertinentes intromisiones en su negocio que, después de todo, beneficiaría la economía nacional. La última instrucción de Rock a su criado antes de irse a su hotel fue que diera de comer a los animales. La Sexmill Corp. tenía opción de rechazar cualquier mono en malas condiciones físicas.
            Al regresar del mercado con tres racimos de plátanos maduros, Doroteo sintió la urgente sed en que se traducía el vago deseo de salirse del mundo, de ablandar el suelo que pisaba, cuando menos, y el camión se detuvo frente a la primera cantina.
            Encorvado sobre un extremo del mostrador, en silencio, bebió ávidamente una cuarta y otra cuarta de aguardiente, hasta tener un litro refermentándose en el estómago. De ahí surgieron los nubarrones que envolvían las cosas, la gente y mágicamente las hacían bailar, olvidadas de su mal olor, de sus narices chatas, de sus brazos largos. Quiso unirse al baile. Aulló, se rascó el trasero y los sobacos desesperadamente.
–¿Yo? Yo soy un Mono Aullador. ¡Congnnnn! ¡Congnnnnnn! Para servirle. ¿Y usted de qué clase es? Ah, no me diga. Yo sé –brincoteaba alrededor de un parroquiano reconociéndolo. Calvo, con el cuero rosado, bolsa debajo de los ojos. ¿Dónde dejó a su manada? Usted es Uácari. Oigo a mi jefe y aprendo muchas cosas. Extranjero, ¿eh? Porque lo Uácaris viven en Brasil. Enséñeme las manos. Sí, grandes y peludas. Saque la cola; no la esconda. Ustedes tienen cola corta y pachona –saltaba de una mesa a otra, dando mordiscos a un mango verde. Toda la clientela aullaba de risa –. Estamos en familia. ¿Verdad, amigos? ¡A quitarse la ropa! ¿Quién dice que los Aulladores no somos buenos bailarines? ¡Miren! Somos una sola manada. Arañas, los López, Hondureños, Saimiríes, Uácaris, Mexicanos, Colombianos, Carasblancas, Zaguíes, los Montoya, Brasileños, Nicaragüenses, Titíes, ¡somos una sola manada! ¡Pendejo el que se esconda! ¡Los macacos no tienen cola! ¡A quitarse la ropa!
            Subido en el mostrador, sin camisa, descalzo, brincaba de un pie a otro y se desabotonaba el pantalón, cuando la cantinera mandó que lo sacaran. A rastras fue llevado a la puerta, y desde ahí voló hasta la portezuela del camión.
Aullando y corriendo a velocidad de ebrio llegó al aeropuerto. En la oscuridad, mientras mascullaba baladronadas y se jactaba de su condición todopoderosa, repartió los plátanos equitativamente entre los monos. Para ser más equitativo aún, él mismo se sentó junto a las jaulas a comer plátanos. Oyó que los monos le hablaban con dos vocecitas enclenques y suplicantes. Nada de extraño había en que un mono amaestrado supiera decir “señor, oiga, señor”. No recordaba exactamente en qué punto habían quedado los Santelmensis, pero lo más probable era que estuvieran en la base de la estiba de jaulas, de donde llegaban las voces. Contestaba con monosílabos malhumorados, queriendo dar a entender a las vocecitas que no quería oírlas. Pero ellos insistieron en que se llamaban Jacinto y José, que eran hijos de Mercedes la planchadora, mujer de Rito el aguador; que siempre andaban desnudos, que su mamá decía que talvez tenían lombrices, y que todos los días iban a comer guayabas a aquel lugar. Doroteo se echó de espaldas sobre el pasto, a la orilla de la pista. Las vocecitas seguían gimiendo y preguntando dónde estaban, sin dejarlo dormir tranquilo, hasta que una lluvia de billetes de un peso, en grupos de veinte, lo cubrió de pies a cabeza, se quedó dormido.
            Al día siguiente, los mozos y empleados del aeropuerto desfilaron ante las jaulas para descansar un poco antes de iniciar la jornada. Los más ingeniosos hicieron monadas que irritaban a los monos, intentaron hacerlos fumar o mascar chicle. Doroteo andaba en busca de un trago medicinal y Rock Cooper desayunaba en su hotel.
Jocoso… vacilante… receloso… grave… alarmante… el rumor fue serpenteando por hangares, bodegas, pasillos y oficinas: había dos niños desnudos enjaulados con los monos. Las autoridades del aeropuerto exigieron seriedad a sus subordinados, y cuando la presión del rumor los obligó a ver a los niños, negaron tener autoridad para intervenir en el asunto. El señor Cooper tenía una concesión especial. A fin de cuentas había algo más importante qué atender: la entrada y salida de aviones. Los altoparlantes anunciaron la llegada del primer avión de pasajeros. Cada uno ocupó su puesto. Sólo una brigada de macheteros, contratada para rozar los zacatales crecidos entre pista y pista, permaneció cerca de las jaulas. Cuando se presentó Doroteo y le pidieron una explicación dijo que él ganaba veinte pesos diarios, nada más, y que las explicaciones las daba el jefe, con él como intérprete.
La brigada siguió afilando sus machetes.
Cuando apareció Rock Cooper, bien peinado, rasurado, oloroso a lavanda, con un traje de Palmbeach y un portafolio en la mano, se negó a dar explicaciones. Al ver centellear los machetes, cada vez más cerca, prefirió correr al teléfono y llamar a su embajador.
El embajador llamó al presidente, el presidente al director de policía y el director al cuartel más cercano al aeropuerto.
Con eficacia y rapidez insospechadas en un país tan pequeño, a unos cuantos minutos del llamado telefónico, un camión cargado de gendarmes entró aullando en el aeropuerto. Llegaron a tiempo de devolver al tratante en monos los dos Santelmensis que los macheteros habían rescatado de la jaula, y el avión con destino a Rochester salió con sólo siete minutos de retraso.
Los macheteros fueron sentenciados a seis meses de cárcel.
Rock Cooper demandó al gobierno de aquel país, reclamando una indemnización por daños y perjuicios causados por los siete minutos de retraso.

Reproducido con autorización de © Heredero de Lizandro Chávez y © Ediciones Internacionales (Edinter), Managua, Nicaragua. Cuento incluido en Los monos de San Telmo, edición 2009 de Edinter.

Sudar como caballo

Cuando Erasto oyó el chirrido de los frenos y que el motor se apagaba frente al edificio, el corazón le saltó como un perrito alegre. Se asomó a la ventana. Desde el séptimo piso, vio el camión cargado con la tonelada de plastilina.
–¡Es aquí! –gritó, agitando un brazo para que lo vieran mejor. Los peones del camión levantaron la cabeza, lo vieron fríamente y luego se miraron entre sí, incapaces de medir el tamaño del disparate.
–¡No podemos subirla! –contestó uno.
–¿Por qué?
–¡Es ilegal! –y sin más se pusieron a descargar el camión. Erasto bajó las escaleras corriendo, descalzo y con la camisa desabotonada. Inútilmente habló durante un cuarto de hora, porque los peones se habían taponado los oídos con plastilina. Apilaron los grandes cubos junto a la puerta, le hicieron firmar el recibo y se alejaron haciendo ruidos obscenos con el motor del camión.
Erasto pasó la tarde subiendo y bajando los siete pisos, pero eso y más hubiera hecho porque nada, absolutamente nada podía detenerlo en su propósito. Cuando subió el último cubo tuvo que sumir el abdomen y caminar de lado para entrar en su cuarto. Estiró los brazos y se empinó para colocarlo arriba. Prensado entre la pared y aquella montaña obscura, pensó en su cama, en su mesa, en sus bocetos, en su ropa, en sus zapatos, en todo lo que había quedado sepultado bajo la tonelada de plastilina. Estaba exhausto. Hizo un gran esfuerzo, escaló la montaña y se acostó bocarriba. Se asustó un poco al ver el cielo raso tendido sobre él, como la tapa de un ataúd. Fue un temor instantáneo, porque inmediatamente pensó en lo que seguía: ablandar la plastilina; una tonelada. Pero apenas era suficiente para modelar la monumental obra. Cada detalle y el monumento en su totalidad había quedado resuelto a fuerza de trazarlo y retrazarlo en centenares de bocetos. Vio crecer la figura de El Inconforme, con cada uno de sus músculos retorcidos de ambición. Sus proporciones eran demasiado grandes para el cuarto, y la figura rompió el techo para sacar medio cuerpo. Lo más probable era que el dueño del edificio lo demandara por daños y perjuicios. Pero todo carecía de importancia ante la trascendencia de la obra que estaba a punto de realizar. Dichoso de sentirse tan cansado se durmió, con un pie en la gigantesca estatua como almohada.

Erasto despertó al amanecer con sus fuerzas recuperadas. La plastilina era dura; poco le faltaba para ser piedra. No sabía por dónde principiar a amasar la montaña. Arrastrándose sobre la espalda encontró un hueco en el que cupo sentado de cuclillas. Sin pensarlo más, allí dio los primeros golpes. Al principio la montaña rugió secamente. Se negaba a ser ablandada. Y poco a poco fue cediendo a causa del calor de la piel de Erasto más que de sus golpes.
Era una pelea a muerte en la que sin duda el triunfo estaría de parte del domador. “Lo que estoy golpeando puede ser el hígado, las orejas, o un brazo de El Inconforme”. Y por enésima vez visualizó la estatua. Se elevaba por encima de los techos, con el pecho amplio, sólido; los labios abultados por una sonrisa sensual, la sensualidad del que vive constantemente aventado hacia la acción. Sintió cierto ardor en los nudillos, levantó las manos rápidamente y las vio sangrando. Era cualquier cosa, pero para dejarlas descansar siguió golpeando con los pies. Sintió hambre. El pan y la leche que había comprado el día anterior estaban sepultados. Los jugos gástricos no alcanzaban a entender eso y se puso a mascar un poco de plastilina para engañarlos.
Al anochecer Erasto era un trapo empapado de fatiga. Había ablandado una sección muy pequeña. Multiplicó, dividió, sumó, restó mentalmente: en un mes la tendría preparada, lista para obedecer lo que le ordenaban sus manos. Esa noche vio que el monumento se movía de su sitio y se iba por las calles hablándole a las multitudes. Él lo seguía de cerca. Se escondía detrás de los postes para gozar a solas de la revolución que estaba provocando El Inconforme. El gobierno no quiso tolerar por más tiempo aquella incitación al desorden y destacó un batallón de lanzallamas para contenerlo. Erasto despertó sobresaltado. Estiró el brazo para tocar el trozo ablandado: no estaba. Se apresuró a encender un fósforo. “Me he desorientado”, se dijo, y lo buscó a su espalda, pero ahí tampoco estaba. La masa inerte resistía y había vuelto a endurecerse.
–¡Maldita mole! ¿De dónde sacas frío? ¡Yo estoy sudando como un caballo! –gritó encolerizado, y acometió de nuevo la tarea de ablandamiento.
Naturalmente que el hombre estaba decidido a salirse con la suya. Terminaba los días embadurnado de plastilina hasta las axilas, atiborrado de gloria: había amasado otro cubo, golpeándolo con la cabeza cuando las rodillas, los pies, o las manos estaban demasiado ensangrentadas.
Pero hubo un error de cálculo. De esto hace cuarenta años, y su cama sigue sepultada.

Reproducido con autorización de © Heredero de Lizandro Chávez y © Ediciones Internacionales (Edinter), Managua, Nicaragua. Cuento incluido en Los monos de San Telmo, edición 2009 de Edinter.

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