Víctor

1 agosto, 2013

«Morir es, a fin de cuentas, lo que de más normal y corriente hay en la vida», señaló el Nobel portugués José Saramago en su novela Las intermitencias de la muerte. En este cuento breve de Jesús Galleres, la muerte ronda las vacaciones tropicales de una pareja californiana.


En la víspera de la Nochebuena del año 2004 una ola de frío azotó el sur de California. A pesar del mal tiempo, los angelinos formábamos colas larguísimas en las puertas de las tiendas por departamentos, en búsqueda de los últimos regalos navideños. Se respiraba un ánimo de preparativos y estrés. A Víctor y Emanuelle Maese, en cambio,  un vapor cálido y agradable les humedecía la cara  mientras bajaban las escaleras del avión en una isla tropical. Para ellos no existían ni el drama de las compras navideñas ni el frío. Ese año, lo habían decidido, sería diferente.

Los pasó a buscar un autobús de cristales polarizados que los llevó a recoger el Mercedes descapotable con el que conducirían al hotel. Una vez en el auto, manejaron por la costa soleada, llena de palmeras y flores. A la mitad del camino ella le tomó la mano: mi amor, este lugar es de ensueño. Él sonrío, le acarició la mano con el pulgar y siguió pensando en unos negocios que no había logrado cerrar antes de salir de Los Ángeles.

El veintiséis de diciembre amaneció más azul que nunca. No había ni una sola nube en aquel cielo tropical, siempre tan inestable. Se veía venir un día espléndido. El matrimonio Maese se había levantado muy temprano y había salido a caminar por la orilla del mar. El cielo parecía haber contagiado su quietud al océano. Las medianas olas que se advertían los días anteriores habían dado paso a la calma absoluta. La marea estaba muy baja y el mar ligeramente retirado, lo cual favoreció la caminata de la pareja que se aventuró un poco mar adentro, o mejor dicho, orilla adentro para recoger  caracolas varadas  sobre la arena húmeda.

Alrededor de las ocho de la mañana, los Maese caminaron de vuelta al hotel. Fueron por el auto, y ahora conducían hacia el otro lado de la herradura para desayunar en un Bed and Breakfast  “fenomenal”, era lo que habían dicho amigos suyos al recomendarles el lugar, y luego ahí mismo, por la tarde, al  SPA para sus respectivos masajes y tratamientos epidérmicos con barros multicolores. Tomaron la ruta paralela al malecón, que aunque era más larga, ofrecía una vista impresionante de la parte occidental de la isla y el mar. El verde esmeralda uniformaba el paisaje. Siendo una isla de poca y en partes de ninguna elevación, el mar y el llano verde, por ratos, se confundían.

Eran casi las nueve de la mañana cuando entraron en una curva gordísima que tristemente, triste para sus ojos, los alejó unos setecientos metros del malecón. Mira a toda esa gente corriendo y gritando allá al fondo, le dijo Víctor a su esposa. ¿Qué está pasando?, dijo ella. El mar se está saliendo, gritó Víctor Maese, y se odió por nunca haber aprendido a nadar. Aprovechó la curva y se alejó manejando perpendicularmente al mar. Víctor, más rápido que el mar se sale, nos va a alcanzar, gritó Emanuelle. Sus ojos buscaban alguna loma o colina, algún accidente geográfico que los alejara de su asesino, pero todo a  su alrededor era un llano infinito. El griterío de la gente era aterrador. Víctor Maese sacó calma y sensatez, no sé de dónde, porque la cosa estaba para morirse del susto, y condujo derecho hasta un edificio amarillo. Pegó el auto a la pared, se paró sobre el capó y de un salto alcanzó la escalera de emergencia. La tiró hacia abajo y luego subió a su esposa. Después trepó él. Detrás de ellos, en la ascensión, los seguían siete personas, cuando la octava intentaba alcanzar la escalera, una corriente de agua de una fuerza inenarrable la tumbó estrepitosamente y la ahogó en el acto. Desde el techo del cuarto piso donde se encontraban los nueve sobrevivientes, se divisaban flotando boca abajo, este hombre, unos doscientos cadáveres a su alrededor, el Mercedes, otros autos, techos de calamina, árboles arrancados de raíz, botellas y escombros de todo tipo.

Nos salvamos, dijo uno. La ola ésa no nos alcanzó, dijo otro. Bendito sea Dios que nos puso este edificio en el camino, dijo un tercero. El edificio lo puse yo. Yo mismo lo construí, sépalo usted, dijo el dueño de la propiedad de muy mal gusto, porque era ateo.

Hacía poco más de una hora, un terremoto de nueve grados en la escala de Richter había remecido el suelo marino del noroeste de Sumatra. Una masa de millones y millones de metros cúbicos de agua había empezado su feroz travesía por el océano Índico. Parte de Indonesia había quedado sumergida para siempre. Una ola asesina acababa de azotar Phuket.

Unos veinticinco minutos después de la llegada de la primera ola a Phuket, el litoral de la isla se oscureció a causa de una gran nube. ¿Pero si el cielo estaba despejado? Y en efecto lo estaba, esa sombra gigante, que  obstruyó tres cuartas partes del horizonte era un bloque cuadrangular de agua, y luego multiforme y altísimo que arremetió con furia contra la costa, y en segundos lo inundó todo. La segunda ola, y la más poderosa, había llegado a Phuket. Tal era la magnitud del monstruo que era presenciar lo imposible. Al rematar contra el edifico, remeció los cimientos y lo hizo vacilar como porfiado. El nivel del agua ascendía. El edificio estaba inundado hasta el segundo piso. Los nueve, incluido el ateo, se tomaron de la mano y oraron esperando su muerte. Treinta minutos más tarde una ola menor, no obstante grande también, asaltó la isla. El agua seguía subiendo, ya estaba casi a la mitad del tercer piso. Víctor que hasta entonces había reprimido el miedo y había servido de apoyo moral  a su esposa y a toda la tropa, empezó a desesperarse y a gritar:  ¿por qué? No quiero morir aquí. Yo vine de vacaciones, a lo que me habían dicho sería un paraíso. ¿Qué mierda es todo esto? ¡Por qué no mandan a un helicóptero y nos salvan! El agua empezaba a bordear la base del cuarto piso. Víctor se asomó a la orilla del techo y vio que el peligro era inminente. Corrió hacia su esposa y la abrazó. Empezó a temblar, a enfriarse y a ponerse fantasmalmente pálido. Estrujó a su esposa más fuerte y luego la fue soltando de a pocos. ¿Víctor, Víctor, qué te pasa?, lo abofeteaba su esposa para que reaccionara, para que enderezara los ojos. Pero Víctor no reaccionó, el corazón se le había partido en dos. El agua ascendió un poco más y se detuvo a ochenta centímetros del techo. Por unos segundos se paralizó todo. Después, un rugido ensordecedor precedió a un retiro siniestro. Millones de objetos, centenares de cadáveres y gentes a medio ahogar regresaban hacia el mar, como si una aspiradora gigante los succionara desde el vientre del océano.   No hubo más olas. Ocho sobrevivientes había sobre el techo. Víctor Maese pasó a las estadísticas de las muertes causadas por el tsunami asiático del veintiséis de diciembre del 2004. Lo que no reveló el conteo fue que no murió ahogado, ni por traumas, sino completamente seco. 

Comparte en:

Lima, Perú, 1975.
Cursó estudios de Derecho y Letras en la Universidad Católica del Perú. Obtuvo la licenciatura en Literatura Comparada en La Universidad de California, Los Ángeles, en la que actualmente estudia el doctorado en Lengua y Literaturas Hispánicas.

Desde el 2004 trabaja como traductor independiente, profesor de español y corrector de ensayos académicos.