Carlos Mejía Godoy
Carlos Mejía Godoy

Y el verbo se hizo canto

3 octubre, 2022

Entrevista al cantautor Carlos Mejía Godoy


Carlos Mejía Godoy es sin duda uno de los grandes iconos de la música popular nicaragüense en el mundo; desde su exilio que amargamente comparte junto a otras sobresalientes figuras de nuestra vida cultural, Carlos conversa con Carátula sobre la relación entre literatura y creación musical en su obra. Artista irrefrenable, se dedica en California a pintar, componer, escribir una novela satírica y prepara también la publicación de sus memorias.

-Carlos: Tu padre y otros músicos de la familia te transmitieron la veta artística y musical: ¿Cómo fue tu descubrimiento de la literatura y qué influencia ejercería en tu creación musical?

-Tanto la literatura como la música entraron a mis sentidos por el cauce de la oralidad, más que propiamente de la escritura. Desde niño me subyugó la música instrumental y cantada (obviamente la música popular, porque la clásica vino más tarde), así como la musicalidad de la poesía. Por el lado de mis parientes maternos Armijo, que vinieron de Honduras y fueron fundadores de Somoto, mi abuela recitaba coplas picarescas, un género muy interesante, con su rima y su ritmo tradicional; por el lado paterno, Chá Mejía, mi padre, decía -más que recitaba- versos de diversos autores: poemas de Rubén Darío, Amado Nervo, Gutiérrez Nájera, Salvador Días Mirón, José Santos Chocano y alguna que otra rima de Bécquer. En esa época aparecieron en la radio dos famosos declamadores: El Indio Duarte, que recitaba poemas gauchescos, sensibleros y lacrimógenos; el otro, Manuel Bernal, que interpretaba poemas de mucha sonoridad. Entre ellos La Marcha Triunfal de Darío. De ahí nació mi inquietud de decir versos, en la antesala de mi vocación de cantor.

En la casa de mi tía Evelina tuve acceso al viejo piano, en cuyo teclado aplicaba lo que había aprendido de la marimba. En un cuarto contiguo descubrí una inmensa biblioteca, donde devoré mis primeras lecturas literarias: Balzac, Salgari, Dumas y Hugo. Y en la vieja Catedral de Managua, bajo la tutela de mi tío Monseñor Mejía, una antigua edición de El Quijote y la obra Piraterías del Padre Azarías Pallais, en cuya lectura quedé deslumbrado por los alejandrinos perfectos.

En el Cuarto Año de bachillerato en el Colegio Calasanz de León escribí mis primeros poemas románticos en la revista literaria del colegio. Eso me permitió hacer contacto con los escritores de la ciudad.  El más importante, el Poeta Descalzo, como nombraban a Antenor Sandino Hernández. Su famoso soneto María de las Mercedes me habría de inspirar mi canción Aquel almendro de onde la Tere.

En ese entonces descubrí las formas clásicas en las que volqué mi pasión por la poesía sonora: el soneto, el madrigal, la décima y el ovillejo. Mi facilidad para hacer acrósticos me granjeó la simpatía de mis compañeros; me pagaban cinco pesos por esas travesuras en las que, verticalmente, se leía el nombre de las novias.

Durante las vacaciones en Estelí, mi primo José Floripe me introdujo en la poesía latinoamericana de vanguardia: Neruda, Vallejo y el cubano Nicolás Guillén, cuyos versos repletos de ritmo y cadencia me alucinaron. En ese tiempo aún no había descubierto la literatura nicaragüense posterior a Darío. Fue al iniciar mis estudios de periodismo en Managua, cuando hice amistad con los poetas de la generación del 60. A través de ellos, empecé a saborear los versos de Joaquín Pasos, Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra. Y por supuesto: Cardenal, Mejía Sánchez y Martínez Rivas.

Carlos Mejía Godoy en Cuba, 1980.

– ¿Cómo descubriste tu vocación musical y te dedicaste ya por entero a la música? ¿Tuvo algo que ver en ese proceso tu encuentro con escritores y poetas nicaragüenses?

-El terremoto del 72 es un parte-aguas en mi vocación de cantor.  En ese periodo aun no me atrevo a cantar lo que escribo; hago canciones para que otros las canten. Y, a partir de Alforja Campesina, voy venciendo el pudor natural de crear en los ritmos regionales nicaragüenses. Hay un suceso singular que deseo destacar y es que, cuando dicha canción va adquiriendo popularidad, surge un caballero que se dedica a machacarme sin piedad. Por respeto a su familia, nunca menciono su nombre. Se vuelve un crítico feroz y me acusa, en plan inquisidor, de «atentar contra la pureza del son nica». Me llama «destructor, dañino, depredador del folklore». Salen en mi defensa dos ases del canto popular: Otto de la Rocha y Erwin Krüger. Y cuando yo ya he decidido replegarme y echar una palada de tierra sobre esos brotes iniciales, logro vencer mi timidez y sigo luchando para obtener un sitio, modesto pero firme, dentro de la familia de la trova nacional.

Pero hay otro capítulo, que para mí representa una auténtica transfusión de vigor y entusiasmo. Y es que, cuando la dictadura me impone una multa salvaje contra mi programa radial Corporito, la voz preclara de Pablo Antonio Cuadra, desde el diario La Prensa, sale en defensa «del joven juglar que -por elevar sus coplas satíricas en defensa de los más débiles- es condenado a pagar una suma monstruosa, que es un verdadero crimen contra la libertad de expresión».

El «Escrito a máquina», la columna dominical de PAC, me acercó al poeta y humanista. De esa amistad profunda y entrañable nació la iniciativa de musicalizar los versos de su poema Los entierros. Y más tarde, la Barcarola, poema que inaugura los célebres Cantos de Cifar.

Esa conexión, que por muchos años se mantuvo a través de las Guitarreadas periódicas, en que nos reuníamos artistas e intelectuales, despertaría en mí la decisión de hacer realidad aquel viejo sueño de nuestro más ilustre intelectual y periodista, que había quedado plasmado en su artículo Canciones en busca de una Guitarra.

Chale Mántica lo comentaría en uno de sus libros: Pablo Antonio había lanzado ese reto desde los años 40, dirigiéndolo a los músicos y compositores de aquella época. Y aunque en ese entonces no hubo respuesta, treinta años más tarde un cantor somoteño recogería el guante.

En definitiva, es justo manifestar que sin la influencia determinante de la literatura nicaragüense, mi canción no habría tomado ese derrotero que devino en mi lucha por la identidad. Y más tarde, con el compromiso orgánico a favor de la justicia y la libertad. Valores que hasta el día hoy sigo sustentando.

Después del terremoto de Managua, músicos, pintores y poetas se unieron en el Grupo Gradas llevando al pueblo su mensaje de protesta. ¿Qué significó para vos esa experiencia que unió a la música, la literatura y el arte?

-Realmente para mí fue una experiencia muy intensa, a pesar de su cortísima duración (no más de cuatro o cinco meses, según recuerdo). Acababa de pasar el terremoto y Somoza se adueñó de toda la zona afectada por el sismo, para usufructuar hasta el hierro, incluyendo los bienes de los terremoteados. Para ese entonces escribí dos canciones: una con sabor sentimental y nostálgico, llamada Entre los escombros, donde recreo el dolor de un hijo que no puede rescatar a su madre atrapada entre las ruinas; la otra es Panchito escombros, hecha con humor satírico, denunciando el latrocinio descarado del dictador y su camarilla. Ambas canciones fueron exitosas y pasaron a formar parte de mi primer disco de larga duración Cantos a flor de pueblo, que fue como mi bautismo de fuego. Y precisamente cuando ya preparaba mi segundo disco La calle de en medio, en 1974, aparecieron los jóvenes del Grupo Gradas, cuyas cabezas visibles y fundadores fueron Rosario Murillo -entonces secretaria de Pedro Joaquín Chamorro y Pablo Antonio Cuadra en La Prensa- y el poeta costeño David McFields, padre del ahora célebre Arturo McFields, exembajador de Nicaragua ante la OEA. Yo me integré a ellos espontáneamente y pasé a ser una de las caras visibles del grupo, gracias al éxito de mis discos. Fue una vivencia muy rica y original; muy diferente de todo lo que hasta entonces se había hecho. El arte se tomó las calles: de manera pacífica salíamos y, como su nombre lo indica, nos tomábamos las gradas de los parques, de las iglesias, de los monumentos públicos -y si no había gradas, en las calles nos las inventábamos. Se recitaban poemas, se estrenaban canciones y los pintores plasmaban lo que llamamos murales efímeros, con materiales económicos, que finalmente regalábamos a los presentes. ¡El éxito fue total! Visitamos los departamentos y parte esencial de nuestro mensaje fue la consigna No hay por quién votar, ya que Somoza preparaba su reelección. Rosario y yo fuimos encarcelados durante 24 horas en la famosa Cárcel de La Aviación y aunque no nos agredieron físicamente, fuimos amenazados con énfasis represor para que no volviéramos a las calles con nuestros chechereques. Esta experiencia artística, musical y literaria fue para mí muy importante por el contacto orgánico que logré con escritores, poetas, narradores y artistas plásticos.

  • Cantante y paisaje por Carlos Mejía Godoy
  • Baile por Carlos Mejía Godoy

-Creo que uno de tus grandes aportes ha sido rescatar el habla popular nicaragüense. ¿Te nace eso de tu propia cosecha o va entreverado con tus lecturas? ¿O te viene acaso de la tradición oral que asimilaste creativamente?

-Cuando decidí dejar la música romántica para entregarme a los ritmos tradicionales (son nica, son de toros, mazurca, polka, vals etc.) asumí la tarea de recoger con papel y lápiz todos los dichos, modismos y refranes, es decir, el cogollo de nuestra habla popular, tanto campesina como urbana. También el chingaste del castellano antiguo, que las abuelas nos transmitieron y toda esa pulpería de colores, que es la imaginería verbal del habla cotidiana.

Obviamente, escritores de la talla de Fernando Silva, Manolo Cuadra, Juan Aburto y el propio Chale Mántica, me dieron en poesía, narrativa y ensayo, todos los nutrientes para saciar mi hambre y sed de nicaraguanidad. Por supuesto, El habla nicaragüense de Chale fue como el Máster de Picardía para graduarme en Nicañol. Por ejemplo, mis mazurcas Cuando yo la vide y La guitarra y la mujer, fueron como ejercicios de creación leyendo a Chale.

-¿Qué otras obras has acometido en relación a la literatura nacional?

-Musicalicé poemas como Las Bodas del Carpintero de Joaquín Pasos, El Paraíso Recobrado de Carlos Martínez Rivas y los Poemas Nicaragüenses de Pablo Antonio, que inicié y se me quemó el pan en la puerta del horno. Estoy entotorotando a Pedro Xavier Solís para que me envíe los textos de su abuelo, pues me vine al exilio sin mi amada biblioteca de literatura nacional.

El reto es soltar la madeja con la mayor espontaneidad y fluidez. Para ello hice dos cosas fundamentales: poner el oído en el corazón de nuestra gente. Y, sobre todo, no remedar al pueblo, sino ser el pueblo. Que coincide con lo que decían Stanislawsky y Chejov: El actor no debe actuar imitando al personaje, debe ser el personaje. No basta ponerse la piel, hay que calzarse el alma.

Si lo logré, no lo sé. Pero hice todo lo posible.

-¿Cómo fue la creación de la Misa Campesina y qué quisiste expresar con ella en el plano poético y musical?

-Sin lugar a dudas la Misa Campesina fue para mí la experiencia más intensa y apasionante de creación textual (por no decir literaria) y musical. Aunque otras obras como El Canto Épico y La Pastorela Nicaragüense fueron tareas de una gran densidad, en la Misa volqué mi mayor entusiasmo y entrega. Recorrí los territorios del Pacífico y parte de los del Caribe y dejé que el pueblo hablara, como hacía Ernesto Cardenal en Solentiname. Algún día mostraré todo lo que se «quedó en el tintero»: material para tres misas.

Esa obra es como una gran retahíla, que arranca en El Dios de los pobres y remata en El canto de despedida. No exagero cuando canto:»No es chiche decir adiós…»Literalmente, mi corazón soltó en sollozos. Y esperé más de una hora para traducir ese instante en la frase: “Aquí siento un torozón en mitad de la garganta”.

Decía García Lorca que ese ser mágico que te dicta la poesía no es ni el angelito bueno ni el diablito malo, es el duende, que es la suma de ambos. Mi duende se llama Juan Pueblo. Y es el verdadero autor de la Misa.

Comparte en:

Teólogo y escritor nicaragüense. Obtuvo una maestría en filosofía y un doctorado en teología en las Universidades de Heidelberg y Tubinga, en Alemania. Es autor de una biografía del poeta y sacerdote Azarías H. Pallais y de obras didácticas de amplia divulgación. Con el Equipo Teyocoyani ha promovido la formación de líderes laicos en la Iglesia de Nicaragua.