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El sótano del ángel

1 agosto, 2010

El sótano del ángel es la primera novela de José Adiak Montoya (Managua, 1987) y una de las ganadoras del Certamen para publicación de obras literarias convocado este año por el Centro Nicaragüense de Escritores. Sobre ésta, su autor comenta: «en mi cabeza tenía a un personaje que vestía siempre de luto y no podía librarse de sus culpas, pero no sabía dónde ubicarlo, hasta que hice que estas culpas fueran la causa de su locura y calzó a la perfección en la novela, así nace Leonidas Parajón y de él nace todo, hasta el pueblo mismo en que se desarrolla la historia”.

José Adiak Montoya pertenece a la generación del 2000, en donde a diferencia de generaciones anteriores, además de la tradicional creación poética, empieza a mostrarse un trabajo de nuevos escritores puliendo y apostando por la narrativa. «Quiero que la novela sea juzgada por su calidad y no por un azar generacional, quiero que este libro ponga su ladrillo al grito de presente que está haciendo la narrativa en mi país».

Sobre su novela, comenta: “la novela es el género al que me acerco más como lector y haber podido con ella es una gran satisfacción. Espero que los lectores la disfruten y la padezcan como la disfruté y la padecí mientras la escribía”. Carátula presenta la introducción y cinco de los treinta y cinco capítulos de El sótano del ángel.


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Algunos me preguntan qué se siente cuidar de un asesino. No respondo mucho. Qué tal si el asesino cuidó primero de mí. Es ahora extraño recordar todos los eventos que me llevaron a hacerme cargo de este hombre, de alguna forma mi vida siempre estuvo ligada a él, ahora no veo ninguna dificultad en tenerlo cerca, realmente fue lo que siempre deseé.

Lo veo ahora, tan distante al hombre que dicen que fue, digo dicen porque aunque estuve presente y de alguna manera formé parte de todo, para mí siempre ha sido esencialmente él, siempre el mismo, un hombre cuyos crímenes fueron empujados por querer cruzar la frontera del amor, por querer transgredir a una región donde solo encontró soledad.

Tal vez fue a causa de que él siempre había sido una sombra, tal vez porque aquel rostro pálido envuelto en un luto perpetuo nunca había estremecido a nadie, en aquellas perdurables calles de lodo, ninguno vio hincharse a la bestia dentro de su cabeza, tal vez había sido eso. Se levantaba dentro de su soledad cada día a la luz de los atardeceres, hasta que rostros nuevos y ajenos a su rutina demoledora comenzaron a poblar su cabeza delicada, hasta que sus horas muertas lo hicieron pensar demasiado, decidirse, aunque nunca había tomado grandes decisiones, a conquistar sus deseos grotescos, a envolverse en las fantasías crepitando en su mente.

Su vida fue una negrura, no podría abandonarlo a la suerte de sus días cuando todos piensan que es un monstruo del que hay que huir. A veces me reprendo a mi misma por no haber visto crecer en su cabeza esas ideas bizarras que lo llevaron a hacer lo que hizo. Tal vez yo pude haberlo detenido, aunque tal vez, siendo la niña que era también pude haberme unido a su plan maligno por muy increíble e imposible que pudo haber resultado la idea de atrapar un ángel de verdad. Sin embargo lo más extraño es que de cierta forma lo logró…

4

Don Heliodoro Parajón despertó con los albores del día como lo había hecho en casi todos los amaneceres de su vida, como siempre primero tomaba conciencia de estar despierto antes de abrir los ojos y desperezarse en un prolongado bostezo que estiraba cada fibra de su cuerpo. Advirtió que doña Eugenia ya no permanecía en cama y su lado del colchón estaba alborotado con las sábanas aún calientes del cuerpo de la mujer. Cuando abrió los ojos, el mismo sol de siempre le hirió las retinas sensibles. Se incorporó con un movimiento difícil para sus sesenta y cinco años cumplidos y pronunció la primera palabra de su día que había sido la primera palabra de muchos amaneceres solitarios de su cama recién abandonada:

—¡Eugenia!

El silencio pareció ser el mismo, se quedó quieto como esperando la respuesta tardía de su propio eco, erguido cuan largo era en sus calzoncillos celestes y su camisola holgada de minúsculos agujeros producidos por años de cloro, sus canas plateadas se resistieron toda la vida a la calvicie conservándole siempre una cabellera abundante. Tomó sus pantalones del día anterior puestos sobre su escritorio y repitió el llamado a su mujer mientras se los ponía sentado en la cama.

Eugenia de Asís, cinco años más joven que su marido, estaba en el piso de abajo ocupándose de las limpiezas matinales de la sala, barría al compás de la radio que despedía Duérmete, Curro, de La Perla de Cádiz, en el programa matinal de los domingos de antiguas bulerías y flamencos españoles, que doña Eugenia rehusaba a perderse a cualquier alto costo. Barría con ademán de bailes españoles que alguna vez le vio realizar con destreza a su madre andaluza cuando era una niña escuálida del pueblo remoto en el que seguía viviendo, en esa misma sala carcomida por el tiempo y los tantos desvaríos que había tenido que vivir con Heliodoro en cuatro décadas de matrimonio, esa casa la había visto en casi todos los amaneceres de su vida desde sus días infantiles y después de su noche de bodas cuando don Heliodoro se fue a vivir con ella y sus padres y habían consagrado como primer escenario de amor el cuarto pequeño donde ahora, años después dormía Leonidas.

Mientras la mujer cantaba inspirada por los coloridos recuerdos de su madre, Leonarda Balladares, don Heliodoro bajaba las escaleras y la sorprendía con la mirada nostálgica con que la había sorprendido tantas veces por tantas cosas.

—Eugenia tengo una hora de estarte llamando.

—Es que tenía el radio encendido y no te escuchaba, ¿cómo amaneciste?

—Bien, con el dolor de cuello, dormí en mala posición.

Los dos se vieron furtivamente, reconocieron sus rostros cotidianos y casi como por un instinto natural de la tristeza la mujer se atrevió a decir:

—Falta una semana.

—Yo sé, vos sabés bien que no se me olvida nunca.

—¿Y qué vamos a hacer?, —preguntó la mujer a pesar de ya conocer la respuesta.

—Pues lo mismo de todos los años.

Los dos tuvieron la extraña sensación que habían tenido otras veces de que la vida se les iba pasando acelerada mientras hablaban. Se percataron entonces de las arrugas del otro. Cuando estuvieron frente a frente, Heliodoro abrazó a su mujer que dejó escapar un ligero sollozo mudo.

Don Heliodoro Parajón desayunó engullendo lentamente sus eternos huevos revueltos mientras Eugenia terminaba de limpiar la sala con un lampazo empapado de líquido para piso que le molestaba la nariz a ella y que siempre tuvo sin cuidado a don Heliodoro tan acostumbrado a tantos y tantos olores de químicos y remedios en su larga vida de farmaceuta, el hombre había estudiado medicina cuando era un joven recién egresado del bachillerato en la única universidad que daba la opción de ciencias médicas en el país, apoyado por una beca directamente otorgada por el Presidente de la República y que Heliodoro supo malgastar al cabo de un par de años entre la vida fácil y despreocupada de los burdeles capitalinos y los juegos de azar. El padre de don Heliodoro nunca por el resto de su vida le perdonaría haber malgastado aquella oportunidad legendaria en la familia.

Cuando el hombre terminaba su desayuno, Eugenia de Asís acababa de limpiar con un trapo húmedo el retrato de Bruno Parajón que colgaba de la pared, cuando terminó quedó viendo la foto del infante con una nostalgia de madre indefensa, Bruno había sido el segundo hijo del matrimonio después de Leonidas cuando la vida aún les daba el rostro de la paz, en la foto Bruno Parajón sonreía convertido eternamente en un niño.

—Esa nostalgia te va a matar Eugenia, —el marido se había levantado de la mesa y abrazaba a su mujer, los dos observaban ahora absortos el retrato del hijo.

Leonidas aún dormía en su habitación, aún adolorido de los fajazos que la Pallina Pérez le había logrado atinar y continuaría su sueño profundo hasta los últimos resquicios de la mañana, mientras tanto sus padres se ahogaban en sus propias nostalgias de tiempos felices.

De pronto, frente a la foto, la antigua pareja tuvo la certera impresión de que habían pasado demasiados años sin que aquel niño sonriente correteara sobre el piso de aquella casa.

9

 La casa de los Parajón parecía ser eterna, no había cambiado salvo en minúsculos detalles desde que don Heliodoro con sus aires de esposo nuevo había entrado en ella cuarenta y un años atrás ante la vista complaciente de Alejandro de Asís y Leonarda Balladares, era una estructura de cemento de dos pisos, su espacio interior daba la sensación de inmensidad dentro de su pequeñez, se notaban varias capas de pintura en su fachada atractiva de casa española a la fuerza que don Alejandro había modificado desde que la compró para pasar el resto de sus días, era una casa sobria, sin pretensiones de aparentar más de lo que tenía: cuatro habitaciones medianas con pisos de madera y una ventana en cada una de las piezas para la ventilación del aire fresco de aquel pueblo elevado, una sala mediana de paredes altas con un piso embaldosado, llena de cuadros antiguos con fotos de antepasados anónimos, un solo cuarto de baño y un sótano sombrío bajo la habitación de Leonidas que todas las generaciones habrían de ocupar como bodega para cosas que la memoria tenía el afán grandioso de olvidar.

Había sido en esa casa de siglos apresurados donde había nacido Bruno Parajón en un parto difícil en el que se creyó por unos segundos que el niño había muerto asfixiado por su cordón umbilical enroscado en su cuello diminuto, hasta que el doctor Serrano con sus manos enjuagadas en sangre propinó una nalgada potente en el trasero del bebe arrancándole su primer llanto de recién nacido chillón.

Bruno había nacido sin que le afectara la sombra tenue de su hermano mayor de dos años de edad que se ocupaba más de sus juegos de ocio infantil que de poner atención a aquella criatura extraña que había llegado a la casa expulsada del vientre abultado de su madre. Todos en la casa, sin embrago, estaban fascinados con la nueva criatura que llenaba las madrugadas con llantos inconsolables.

Desde los primeros momentos Leonarda Balladares se hizo cargo, en su papel de abuela alcahueta, de darle cariños incontables al niño hasta el día de su muerte de anciana prematura cuando acababa de cumplir los sesenta años, la mujer siempre evocaba el sentimiento pesaroso de que su marido no hubiera conocido a su segundo nieto, ya que había muerto dos años antes en cama con los ojos llenos de esplendor por haberle alcanzado la vida para ver a Leonidas, se lo habían llevado unas cinco horas después de nacido a su lecho triste de muerto y lo había cargado con sus últimas lágrimas tibias escapándose por sus ojos, murió unos días después a sus casi setenta años vividos, sin haber regresado nunca a su patria de su exilio forzado y cómodo.

Y así ante todos aquellos años la casa daba la impresión de haber permanecido estática en el tiempo, como si al cambiar las cosas de lugar se fueran a ir volando en bandada los recuerdos de tantos años, así había permanecido, igual que aquella tarde, que ya comenzaba a parecer remota dentro de los caudales del tiempo, en que Bruno Parajón llegó con el brazo derecho cercenado frente el grito de espanto de doña Leonarda.

Había sido después de una tarde de escuela. Leonidas tenía once años, doña Leonarda empezaba a coser ferviente en su butaca unas calcetas gruesas para los inviernos del yerno, mientras el accidente ocurría a varios metros de la casa.

Bruno y Leonidas estudiaban la primaria en el colegio de la iglesia de Nuestra Señora de La Asunción, cercana a la casa, la escuela era una armazón de madera y concreto anexada a la iglesia añeja, allí habían pasado sus primeras risas cándidas, que habrían de ser las únicas en sus vidas de hermanos irresistibles.

La escuela terminaba sus clases antes del mediodía y la calle principal de “Los Almendros” se llenaba de escolares con los colores de la patria que corrían hasta sus casas. Los dos hermanos se iban caminando entre correrías y brincos hasta la casa a poco menos de dos kilómetros de la Iglesia de Nuestra Señora de La Asunción, aunque en contadas ocasiones los recogía durante su trayecto, a raíz de sus súplicas infantes, don Leandro Artola, un campesino que vivía en las afueras de “Los Almendros” y que todos los días cruzaba el pueblo en una carreta enclenque tirada por dos bueyes escuálidos en su tarea de acarrear leña. Los dos niños habían cultivado una amistad insigne con el carretero de sombrero imperecedero en las numerosas ocasiones en que el hombre los había llevado montados en la carreta hasta la puerta de su casa. Don Heliodoro y doña Eugenia nunca, hasta aquel día azaroso, se habían percatado de que don Leandro el carretero se ofrecía a veces para llevar a sus hijos. Aquella tarde don Leandro Artola los había alcanzado cuando habían avanzado pocos metros, los niños subieron en la carreta.

Los dos con su inquietud de jugarretas y de niños inestables no paraban sus brincos en la endeble carreta y había sido de esa manera de juegos inocentes como Bruno había tropezado. Cayó de bruces sobre la plataforma de madera de la carreta y había empezado a deslizarse cuando Leonidas lo asió del pie, medio cuerpo del niño había quedado suspendiendo en el aire, don Leandro no se había percatado de nada y los bueyes seguían su marcha, fue entonces cuando el brazo derecho de Brunito Parajón se enredó fatalmente en una de las ruedas de la carreta que con su peso potente se lo partió a la mitad ante un grito de espanto punzante y dolor eterno que se escapó de la boca del niño.

Don Leandro detuvo la marcha cuando escuchó el alarido, Bruno había sido derribado con un golpe colosal contra el piso por la fuerza de la rueda que no se había detenido aún, cuando don Leandro lo vio padeció la úlcera más aguda y el desfallecer más estremecedor que habría de padecer en su vida: el niño en el piso estaba al borde de la inconsciencia y soltaba unos tenues quejidos, le hacía falta el brazo derecho que había sido arrancado a la fuerza, se le notaban los huesos rotos en mil astillas bajo un charco de sangre espesa que no paraba de manar, la rueda de la carreta estaba chorreando unos espesos hilos de sangre oscura y bajo la rueda estaba el miembro infantil en una posición de descanso de sus infaustas fracturas. A don Leandro lo devolvió a la realidad los gritos desesperados de Leonidas.

Tomó al niño entre los brazos y lo subió de nuevo a la carreta, en medio de su confusión reaccionó ante la idea de rescatar el brazo cercenado, dio un golpe a los bueyes que caminaron unos cortos pasos perezosos y el brazo muerto quedó libre del peso del carruaje y la leña, lo tomó con sus manos y subió de nuevo presuroso, lo puso sobre su regazo y arrancó lo más rápido que pudo castigando a los bueyes raquíticos.

—Agarralo fuerte, ¡no lo soltés! —Aquellas palabras que le dijo don Leandro en esos momentos de confusa desesperación y dolor habrían de seguirlo por siempre.

Al carretero le temblaba el estómago junto con el resto de su cuerpo fornido, su cabello oscuro aún denotaba con esfuerzo una docena de canas desperdigadas. Su mente volaba con el niño muriéndose tras de sí en los brazos del hermano, apuraba la carreta al borde de la resistencia de los bueyes cenicientos hasta que al fin, en los que parecieron ser horas de largo desfallecimiento, llegó presuroso a la casa de los Parajón.

Leonidas lloraba en una mueca de dolor mientras su hermano ya inconsciente reposaba pálido y sereno sobre sus brazos, don Leandro se lo arrebató y corrió al interior de la casa gritando que le había ocurrido un accidente al niño, Leonidas con sus piernas débiles de nervios siguió al hombre.

Doña Leonarda Balladares empezaba a bordar las calcetas de don Heliodoro en el piso de arriba, que solo consistía en la habitación matrimonial, cuando escuchó los gritos desesperados que se abrían paso en la casa pero no distinguía las palabras confusas ni reconocía la voz. Entonces bajó. Allí vio la escena espantosa. El nieto yacía inconsciente con un brazo cercenado en una espantosa confusión sanguinolenta, en los brazos de un hombre anegado en lágrimas.

Su horror fue de proporciones espaciales, pensó que estaba muerto, no reconoció al hombre que lo traía, ¿dónde estaba Leonidas?, Heliodoro y su hija estaban en la farmacia, estaba sola. Un fuerte temblor la sacudió en una corriente violenta que subió por sus pies y se apoderó de sus piernas, cayó sentada en las escaleras y la idea de salvar al nieto no la hizo perder el conocimiento. Se levantó inmediatamente y pensó en el doctor Serrano.

El doctor Abelardo Serrano, había sido por algunos años el único médico establecido en “Los Almendros”, su consultorio de madera de pino tierno era visitado a caudales por todos los pueblerinos que le pagaban al doctor ya fuera con dinero, gallinas o cualquier otro favor, su consultorio estaba bastante dotado en equipos en contraste a la crisis médica que atravesaba el país. El doctor Serrano se había caracterizado por ser un hombre dadivoso y amable, que al igual que Heliodoro Parajón, era un capitalino que se había casado con una mujer del pueblo y habría de pasar el resto de su vida en “Los Almendros”.

Leandro Artola entró alterado a la farmacia Parajón de Asís, su cara estaba inmóvil en un gesto de cansancio y llanto. Cuando vio a doña Eugenia de Asís y a don Heliodoro, su garganta se atoró en un nudo pesado y las palabras le salieron cortadas. Les dijo al matrimonio entre lágrimas que Brunito estaba donde el doctor Serrano, les refirió todo sobre el accidente con la culpa que lo persiguió por siempre.

Cuando los padres del niño llegaron al consultorio de Abelardo Serrano entre lágrimas y pálpitos de corazones descontrolados vieron a doña Leonarda desplomada en una silla plástica rezando entre dientes.

Bruno Parajón yacía sobre la cama del quirófano improvisado del consultorio, el médico le había administrado unas inyecciones anestésicas en la herida brutal y le había administrado unos reanimantes al niño que comenzaba a recobrar la conciencia. Sin hacer caso de nada, don Heliodoro entró a la habitación y observó a su hijo de nueve años con el brazo amputado envuelto en unos vendajes empapados en sangre, un ajustado torniquete apretaba lo que aún quedaba de extremidad. Su primera reacción fue abrazar a su hijo aturdido por el desfallecimiento.

Los llantos potentes de Heliodoro le raspaban el corazón a doña Eugenia desde la otra habitación. Leonidas escuchó a su padre gritar improperios contra la providencia divina y se escabulló hacia el quirófano espontáneo, vio al hombre fundido a su hermano casi ido de la vida en la camilla vieja manchada de sangre, aquella imagen le revolvió las entrañas.

Había que llevar al niño a un hospital de la capital para que recibiera mejores tratos, como explicó el doctor Serrano, había sido un milagro que no hubiese muerto, había perdido una cantidad abundante de sangre, pero ya no había nada que hacer por su brazo que descansaba marchito, envuelto en unos trapos manchados de sangre. Esa noche misma se lo llevaron al Hospital Nacional de Pediatría donde rehicieron la sutura de la herida en lo que quedaba del brazo.

Había sido la tragedia más dolorosa en la familia, Bruno Parajón pasaba las horas en la cama como enraizado a las sábanas, sintiéndose un ser gris e inferior a los demás niños, la escuela había terminado para él, su nueva vida de triste niño amputado le había borrado las sonrisas diarias a toda la familia, doña Leonarda sentía que una parte de ella había muerto y pasó los últimos días inútiles de su vida intentando alegrar al nieto manco para que recobrara su vida perdida, pero Bruno Parajón había perdido entre las ruedas de la carreta sus risas inocentes.

Leonidas había entrado en una depresión estática que le quitaba toda su inquietud de niño y de pronto lo convertía en un adulto a la fuerza, sentía un mar de lágrimas anegadas en su garganta temblorosa cuando escuchaba a su hermano inconsolable llorando por su desgracia de manco adolorido.

Habían sido los días más difíciles para la familia, que solo serían superados por la muerte del mismo niño, un año y medio después, ahogado en la laguna en una tarde de juegos.

12

Al domingo siguiente por la mañana, don Heliodoro entró sin tocar al cuarto de Leonidas, lo miró durmiendo indefenso a su suerte de tragedias continuas, era un hombre adulto con tantas dificultades que nunca lo dejaron salir de la casa paterna. Era el día del aniversario de la muerte de Bruno Parajón.

—Despertate Leonidas, —dijo don Heliodoro acercándose a los oídos dormidos del hijo.

Leonidas se revolvió perezosamente aturdido en la cama y abrió sus ojos irritados de sueño, vio la cara de su padre y se impresionó de ver cómo los años habían hecho un anciano de él.

—¿Qué pasó? —preguntó aturdido.

—Hacenos el favor a tu mama y a mí de ir a misa hoy.

Hacía tantos años que Leonidas Parajón no visitaba una iglesia, contrariando las súplicas de su madre devota a aquellas liturgias maratónicas y monótonas de todos los domingos.

—No quiero, me desagradan esas cosas, —respondió cerrando los ojos y dando la impresión de volver a hundirse en las profundidades del sueño.

—El padre Miguel va a decir misa especial por Bruno.

De pronto se le vinieron a la cabeza imágenes pasadas de su hermano y él. Sintió, ya anestesiado por el tiempo, el dolor fatal de haberlo perdido de nuevo, de verlo muerto, frío y pálido, empapado en su desnudez.

—Voy a ir, —contestó por una inercia inexplicable, como favor a sus padres por tantos años de cuidados.

—Gracias hijo, tu mama y yo te lo agradecemos mucho —don Heliodoro sonrió con sus dientes amarillos y gastados —hay que vestirse, la misa es a las ocho.

Leonidas Parajón ya en el control de todos sus sentidos salió de su habitación, sintió un silencio frío que invadía la casa, en la sala había un arreglo de flores y unas veladoras ya a medio morir que adornaban la foto del muerto, Leonidas sintió los pasos de su madre tras de sí, se dio la vuelta y la observó: doña Eugenia de Asís iba de luto total con su vestido de funerales y velorios ya raído por los años y un velo negro de viuda ridícula de otros tiempos.

A Leonidas le recorrió un escalofrío, se sintió atrapado en aquella casa a la que la muerte jamás había podido abandonar, él mismo llevaba su luto perpetuo desde los quince años cuando un día como ese había decidido rendirle un tributo eterno al hermano con el que ya jamás iría a compartir una palabra y en condena a su muerte de la que se sentía tan culpable y la cual le había desencadenado aquellos difíciles desórdenes convulsivos que lo habían hecho perder más de un año de su vida entre alucinaciones esquizofrénicas.

La casa entera se conjugaba en una sinfonía de réquiem, Leonidas Parajón tuvo la certeza de que ese día sus padres se vestirían como él. Doña Eugenia de Asís se alegró de ver a su hijo dispuesto después de tantos años a asistir a las misas anuales por el alma de su hijo menor en vez de quedarse ahogando sus penas de culpabilidad frente al retrato icónico adornado con aquellos ramos de flores fúnebres.

Cuando don Heliodoro bajó las escaleras hacia la sala, ya vestido, eran las siete y media de la mañana y todos los longevos perdidos en el túnel del tiempo en“Los Almendros” ya debían de estar listos para las misas maratónicas del padre Miguel Salinas, el párroco vigoroso, joven y nuevo que se había venido a instaurar como la máxima autoridad eclesiástica en la Iglesia de Nuestra Señora de La Asunción.

Cuando todos estuvieron juntos frente al retrato, doña Eugenia ahogó sus lágrimas anuales y todos parecieron sentir la presencia fría de un fantasma viejo y vigorizado por el tiempo, aquella imagen de papel les había calado los ojos cada mañana desde hacía exactamente veinticuatro años.

En el momento que la familia Parajón llegó ese domingo a misa ya el edificio estaba concurrido de los fieles octogenarios de siempre y de varios otros costumbristas de la fe. La iglesia era una estructura mediana de techo elevado con dos torres a cada extremo, una sobre la que descansaba un inmenso crucifijo de concreto y la otra, un poco más baja, que funcionaba como campanario, y la cual, en los meses últimos antes del triunfo de la revolución, había servido como una torre de francotiradores contra la Guardia Nacional en los días de la liberación de “Los Almendros”.

La familia cruzó los portones con sus aires de duelo rezagado de casi un cuarto de siglo, ya la ceremonia se encontraba en sus primeros minutos, se ubicaron en la última banca para pasar desapercibidos en su falta de horario y observaron absortos los gestos y cada una de las palabras del padre Miguel Salinas vestido enteramente de blanco en sus hábitos de misas casuales.

Leonidas Parajón vagaba en otras dimensiones sin reparar en la palabras prolongadas y faltas de sentido del sacerdote a la cabeza del salón, vagaba en los minutos de aquel día fatídico, fue entonces cuando volteó la cabeza y sus ojos quedaron deslumbrados con la visón de su desventura y sus insomnios: Elia López estaba sentada en el bloque de bancas a su derecha, solitaria como siempre la había visto, con aquel viento de mujer única en el mundo, aquella gracia de flores que la coronaban en cada gesto en las tormentas de sus pasiones indómitas cuando recordaba su sonrisa de perlas perfumadas, la misma que la semana anterior se había apesarado por su gesto inútil de la serenata.

Leonidas Parajón sintió una vergüenza ardiente que le recorrió por entero el cuerpo, maldijo la hora en la que por compasión a sus padres ancianos había aceptado ir a la misa. Estuvo todo el resto de la liturgia tan pendiente de los movimientos frágiles de Elia, deseando que no lo viese nunca hasta que el incidente de la serenata fuese un asunto ya tan nebuloso que resultara difícil de rememorar, que ni siquiera puso atención cuando el cura hizo la petición por el eterno descanso del alma de su hermano.

Elia López estaba sentada junto al pedestal sobre el que descansaba con toda imperiosidad la estatua majestuosa de San Miguel Arcángel con el demonio retorciéndose a sus pies a punto de ser atravesado por el hierro fortísimo del alado.

Terminada la misa Leonidas salió apresurado para evitar cualquier contacto con la mujer de su desventura pero al verse obligado a esperar a sus padres en el atrio embaldosado de la parroquia sus ojos se tropezaron con los de ella entre el gentío gris que salía de la iglesia, una vergüenza hirviendo empezó a subirle desde los pies, aquellos oscuros ojos de morena limpia se habían prendido de su figura insignificante, un terror inmenso lo hizo sudar una agua fina y glaciar, Elia López se acercaba hacia él.

—¿Qué tal don Leonidas?, —la mujer inquirió tranquila y sin ninguna precipitación.

—Muy bien ¿y usted?, —las palabras le salieron de la boca desde lo más profundo de sus músculos de piedra.

—Bien, quería pedirle disculpas por la noche pasada —el rostro de Elia tomó un ápice de timidez desde el fondo de su sentido, —es que mi criada es muy impulsiva y no hay forma de controlarla.

—No se preocupe, —Leonidas decía las palabras no avergonzado sino queriendo escapar de la anchas brumas de un embrujo descomunal lanzado por la belleza de la mujer que tenía frente a él.

—Aparte de eso le quiero agradecer por el detalle, pero estoy comprometida.

Leonidas Parajón sintió que la tierra temblaba ante el monstruo de su vergüenza, no tenía palabras para excusar su falta perpetua, fue en ese momento que sus padres llegaron salvándole el honor de hombre enamorado.

—Buenos días —interrumpió la conversación don Heliodoro.

Elia ya había tratado en el pasado en diferentes ocasiones con el señor cuando visitaba la farmacia en sus numerosas urgencias de síntomas imaginarios que no eran más que la espera dolorosa de Eric Jacobson.

—Buenos días señor —respondió cortés la mujer en una mueca silvestre mientras hacía una reverencia de cabeza para doña Eugenia —siento mucho lo de su hijo —agregó con una naturalidad del tiempo que por un segundo dio la impresión de que la tragedia acababa de ocurrir.

—Muchas gracias hijita —contestó doña Eugenia de Asís.

Dialogaron algunas palabras corteses de personas que no tienen nada más importante que decirse que comentar el estado del clima y del invierno que había partido el pueblo inundando las calles y llenando de lodo de zapato hasta las habitaciones de las casas. Se despidieron unos minutos después, Elia se fue tras sus pasos de angelical mujer luego que don Heliodoro y su esposa eludieran la conversión con Leonidas.

Don Heliodoro buscó con la vista al padre Miguel Salinas entre la gente ya dispersa que quedaba, para darle unos cuantos billetes en recompensa por sus palabras que abogaban a la tregua del espíritu de su hijo, pero no lograba verlo en ningún lugar. Ubicó entonces a José Vigil, el cuidador de la parroquia y la escuela, un anciano reciente, unos pocos años menor que él, que había consumido sus últimos años en el trabajo adormilado de vigilar aquellos portones noche y día.

—¡Don José!, —llamó con fuerza y el hombre tornó sus huesos gastados en dirección a don Heliodoro.

—Ordene usted señor. —Contestó presto y humilde.

—¿El padre Miguel está ocupado?, —no lo veo por aquí.

—Se debe estar cambiando en la casa cural.

La casa cural era más bien un cuartucho extenso donde dormía el párroco en la parte trasera de la iglesia que contaba con un excusado gastado en el exterior, fuera de uso y remplazado por un minúsculo cuarto de baño en el interior de la vivienda.

—Hágame un favor, don José, —dijo don Heliodoro mientras extendía en su mano huesuda los billetes—, entréguele esto cuando salga y dígale que se los dejé yo.

—Claro que sí señor, no tenga el más mínimo cuidado que yo se lo entrego.

Don José tomó los billetes y regresó a su puesto, una silla plástica desvencijada en el umbral del templo donde pasaba las horas tejiendo fantasías e historias que esperaba algún día poder escribir para un libro de cuentos del que siempre hablaba. Era un hombre cuya honradez lo precedía en “Los Almendros”.

Leonidas Parajón se alejó entonces de la iglesia escoltando los pasos confusos de su madre y padre ya como dos sombras del tiempo, en ese momento pensaba en el encuentro mortal con Elia López, las piernas aún le temblaban, por algún instinto que solo los hombres enamorados entienden volteó la vista al lugar donde se había dado su encuentro vergonzoso, contempló aquel trozo de suelo como si aún estuviera cargado del aura luminosa de la mujer ansiada, pero su imagen estaba lejos de allí, solo vio la imagen cabizbaja y adormecida de José Vigil sentado en el umbral de la iglesia, sin imaginarse siquiera que ese anciano era el único hombre al que habría de asesinar en su larga vida de amante frustrado.

13

No pudo dejar de pensar en la decepción opresora de las palabras de Elia López en todo lo que restó del día, habían estado presentes en ecos constantes repetidas una y mil veces en su cabeza, lo habían acompañado en todas sus actividades de aquel domingo nublado y triste. El día había sido de su hermano, entero para él, en la casa se habían consumido casi una decena de veladoras frente al retrato eterno del niño sonriente. Un silencio había helado la casa durante todo el día.

Los padres de Leonidas no habían cambiado en horas sus caras de viejos melancólicos, enamorados de la figura amarillenta y manca del niño que habían perdido, Leonidas Parajón no había podido soportar por mucho tiempo aquellas muecas invariables de los dos ancianos y el recuerdo punzante de Elia López había acabado por colmarle su paciencia de felino adormilado.

Salió de su casa cuando ya el sol había avanzado lo suficiente como para que aún quedaran unas horas de luz, caminó por largo rato, vagando disoluto en sus recuerdos por las callejas empantanadas de lodo del pueblo mientras una tenue brisa caía de las alturas grises del firmamento, entonces tomó la carretera y la fue bordeando con pasos apresurados rumbo al sur, con su mente fija en el cementerio. Apresurado prosiguió su carrera disimulada como si el hermano fuera a irse a otro lugar.

Los autos pasaban rozándole el hombro, caminaba en el borde de asfalto de la carretera para evitar el camino de lodo que se había formado al lado. Iba con aquel recuerdo de Elia López pulsándole en la memoria y corría solapado hacia la tumba del hermano con unas ansias inmensas de confesarle todas sus penurias.

Sintió en su cabeza palpitar unas venas dolorosas, un dolor antiguo que casi no recordaba, un padecimiento que no sentía desde su infancia, desde aquellas veces dolorosas en las que sucumbía a los ataques convulsivos en que perdía el conocimiento y aquel dolor punzante era el predecesor inconfundible de ellos. Sintió más fuerte entonces palpitar su cabeza, su cerebro aprisionado por su cráneo irrompible, disminuyó la velocidad con que corría bajo la brisa delgada que ya había humedecido sus ropas. Sintió que iba a desmayarse, su vista nublada le hizo detenerse y el pánico a aquellas embestidas convulsivas ya superadas se le adueñó de la mente, se detuvo apoyando sus manos sobre sus rodillas e intentó serenarse, poco a poco fue recobrando el control completo de su cuerpo que no pareció temblar sin embargo en ningún momento, la vista se le aclaró y fue cuando para su sorpresivo agrado se dio cuenta de que estaba ya frente al cementerio.

Era un camposanto de carretera, un camposanto de paso, de esos que cualquiera ve por la ventanilla del auto al pasar por un pueblo, sin ninguna tapia más que un bajo muro de piedras que solo servía para delimitar el terreno que ocupaba el cementerio de tumbas tristonas. Leonidas entró ya recuperado y se abrió camino a paso lento entre todos los sepulcros desgastados por el tiempo y el olvido, por alguna razón el corazón le latía nervioso junto a la macabra y extraña sensación de que al llegar a la tumba se encontraría a su hermano sentado sobre ella, esperándole y convertido en un hombre de treinta y cuatro años. Cuando llegó no había nadie, ni hermano ni ningún otro visitante, el cementerio era un desierto de huesos viejos.

La tumba era un pequeño cuadro corto enladrillado, del cual se erguía una cruz de cemento pintada en celeste con el nombre de Bruno Parajón de Asís en un relieve bajo junto a las dos fechas que denotaban la corta edad del difunto, habían unas flores frescas. Don Heliodoro y doña Eugenia habían estado allí el día anterior arreglando la sepultura porque don Heliodoro tenía la certeza, con la cual se equivocaba pocas veces, de que iba a llover al día siguiente y no podrían cumplir con su anual visita al hijo muerto.

Era una de las pocas veces que Leonidas Parajón había ido a la sepultura de su hermano. Se sintió ridículo por unos instantes con sus ropas fúnebres mojadas, con la voluntad hecha trozos y unas lágrimas ardorosas comenzaron a bajarle tímidas por el rostro, se vio a sí mismo al lado del sepulcro y tuvo la sensación de haber llegado veinticuatro años tarde al funeral de su hermano.

Estuvo allí varios minutos, callado como si Bruno pudiera simplemente entender todo cuanto pensaba y le asaltaba, no dijo ni una palabra, ni siquiera se sentó. Cuando se despidió de aquel puñado de tierra muda, se sintió con el valor de pedirle perdón frente a frente al hermano por haberle insistido en salir a jugar aquella tarde aciaga ya tan remota y sintió como si en el silencio la mano fantasma del hermano le acariciara las mejillas. La tierra se quedó callada y Leonidas Parajón oyó entonces con temblor la voz de su hermano, una voz de niño tal como la recordaba, pidiéndole que no lo dejara tan solo en la profundidad de la laguna, las últimas palabras que le había oído en vida. Se dio la vuelta y se fue por donde había venido, con los sentidos destrozados y en busca de consuelo.

Cuando llegó al mirador “Las Brumas” aún caían los últimos rayos del día agonizante. Fernanda Uzaga lo vio entrar desde el primer momento con su aire de cabeza baja y desconsuelo, como una sombra moviéndose por entre las personas que empezaban a llenar el mirador, lo vio seguir de una sola vez, sin detenerse, para posarse sobre la baranda con la mirada fija en la laguna dormida. Lalo Elizondo notó que la vista de la niña se clavaba en el hombre solitario y le hizo una mirada de reproche que Fernanda pasó desapercibida, la muchacha ya ni siquiera sabía si aquella sombra cantaba sus lamentos de paso arrastrado por la mujer deseada o por el aniversario del muerto.

Con la mirada fija en lo que aún los últimos rayos de luz permitían ver de la laguna, Leonidas Parajón recordó a su hermano, evitaba todo tipo de profundidades acuosas por los recuerdos mortificantes de muerte, pero ahora con la mirada fija en aquel gran charco asesino, cubierto por una niebla perpetua, el hombre fúnebre hacía frente a sus memorias.

Fernanda Uzaga caminó hasta su lado sin importarle la presencia de su jefe, todo por consolar a aquella alma desvalida, trataba de creer que el hombre había llegado a aquel lugar solo para verla a ella, para buscar el consuelo tortuoso de sus heridas, para enclavarse en sus débiles brazos de niña saliente. Lo abrazó por detrás imaginando sus lágrimas, Leonidas no se sobresaltó, sabía que solo podía ser la niña con la que había compartido tantas horas muertas, reconoció su tacto firme, sin temblores, Fernanda lo apretó fuerte contra su cuerpo suave y quiso lamer lo más hondo de las heridas del pobre miserable para llenarlo de su vida y curarlo de sus males inacabables. Leonidas acarició los brazos que lo envolvían y fue en ese momento cuando el grito colérico de Lalo Elizondo irrumpió en su ambiente.

—¡Fernanda! ¡Vení para acá!

La niña soltó a Leonidas y se alejó, no se dijeron ni una sola palabra, pero Leonidas Parajón se sentía mejor, buscó un asiento y pidió un vaso de agua. Ahogó las horas en las músicas estridentes y en las risas ajenas de las otras mesas hasta que el día recobró su luz perdida: Martín Ruiz entró al restaurante dando tumbos felices hasta la mesa del amigo. Se abrazaron, Martín se sentía como en sus momentos más esplendorosos, la crisis había pasado, Amanda Sánchez mandaba las gracias más hondas a don Heliodoro y a Leonidas por tantos medicamentos y atenciones.

La noche cobró otro sentido: de risas, celebración, brindis solemnes por el alma del hermano de Leonidas, Martín aplaudía descontrolado con su risa eterna.

Leonidas estaba distante, orbitando por las atmósferas celestes de Elia López, atormentado por sus negativas, se sentía un ser vil y mísero, todos a su alrededor reían.

Elia López, sin embrago, dormía tranquila a distancia de allí, envuelta en unas sábanas frías, había pensado un segundo en su encuentro con Leonidas y luego el rostro de Eric Jacobson se adueñó de sus sentidos, ya no existía nadie más, solo la cálida ilusión de aquel hombre explorando su cuerpo, rastreando los puntos débiles de su éxtasis, las sábanas se habían humedecido por su ausencia, minutos después de su estallido la mujer dormía feliz.

De pronto la noche se había hecho demasiado larga y una lluvia violenta castigaba envolvente a todo el pueblo. Cuando Fernanda Uzaga salió de turno los fue a acompañar, en toda su corta vida nunca nadie la había esperado en casa, se sentó al lado de la triste figura del hombre sombrío con el sombrero de hongo.

Todos los clientes fueron saliendo mientras los minutos de la madrugada se iban consumiendo uno a uno, Martín se había ido luego de que, como siempre, llegara su hermanita a sacarlo de la mano como a un ciego incapaz, quedaron al fin solos en la mesa Leonidas y Fernanda, hablaron un rato largo del encuentro con Elia, de sus negativas de amor y por unos minutos hablaron también del prometido de la mujer, nadie lo había visto pero todos sabían que era un gringo rico que había prometido casarse con ella, era un rival inalcanzable para los largos años de mantenido paternal de Leonidas Parajón.

Fernanda Uzaga pasó sus minutos en la mesa intentando adormecer los dolores hondos del hombre hasta que Lalo Elizondo se decidió a cerrar el lugar de su domingo provechoso.

Había escampado. Acompañó a la niña a su casa caminando con pasos lentos, como la había llevado otras veces de la mano cuando era una chiquilla huraña y caprichosa, luego de haberla agotado con sus juegos del niño que nunca había llegado a ser. Un olor a tierra húmeda y charcos floridos envolvía al pueblo entero.

Cuando la dejó en el umbral de su casa, ella le regaló un abrazo lastimero de esos consuelos que no curan de ninguna manera y entró ya adormilada al encuentro de su cama, la abuela Florencia Miranda, no la esperaba desde lo hondo de su sueño cargado, olvidada de la niña por la penuria personal de estarse quedando ciega y de ir perdiendo los recuerdos con el paso de los días.

Leonidas Parajón siguió su camino pesaroso y solo por las callejas enlodadas de “Los Almendros”, los perros, dueños de las noches en sus jaurías abundantes le salían al paso con un miedo de ladridos retadores. Dando unos tumbos de trasnochador llegó hasta su casa y entró.

Sus padres dormían profundos y él se fue directo a su habitación. Luego de un rato de permanecer acostado sobre su cama, vestido como un muerto vivo en su ataúd, se levantó de ella como iluminado por un impulso de resorte, por una idea martirizante de melancolía, se puso en cuclillas y levantó la alfombra polvorienta de días y la descubrió: allí estaba la puerta del sótano de la casa, sin llave como había estado siempre, la jaló con cuidado de no romper el silencio quieto de la madrugada agonizante y las escaleras se le abrieron estrechas en picada, bajó cauteloso los primeros escalones y buscó a tientas el interruptor eléctrico, cuando sus manos tropezaron con él, la luz se hizo iluminando aquella habitación de polvo, olvido y poblada de telarañas gigantes, era la bodega de todas las décadas de la casa desde los tiempos de don Alejandro de Asís y Leonarda Balladares, allí estaban los efectos de los muertos familiares de generaciones antiguas envueltas en sus ropas vacías que ya no ocuparían jamás y que nunca servirían a la caridad por la manía triste de recordar.

Era espacioso y abarcaba todo el cuarto de Leonidas y parte de la sala, un subterráneo de calaches y aparatos sin uso o en mal estado, un cementerio de chatarra… Había pasado mucho desde que Leonidas estuvo por última vez en el sótano, casi dos años, cuando bajó para ayudar a don Heliodoro a buscar entre cajones de papeles infinitos el certificado de nacimiento de su padre para un asunto legal olvidado.

El hombre tambaleante avanzó más hasta acariciar con sus ojos lo que buscaba: un baúl colorido con dibujos infantiles, el arca donde estaban las pertenencias escasas de su hermano difunto, sus juguetes viejos y sus ropas apolilladas.

Cuando caminó hacia él, y lo sostuvo con sus manos un momento antes de abrirlo, Leonidas Parajón reconoció de nuevo la voz de su hermano, infantil como la recordaba, pidiéndole que no lo dejara solo en la profundidad de la laguna, las últimas palabras que le había escuchado en vida, fue cuando se dio cuenta que hacía mucho tiempo que no escuchaba voces. El sótano pareció expandirse.

Los fantasmas habían vuelto.

19

Aquella noche Leonidas soñó con cientos de seres alados que revoloteaban inquietos a su alrededor, soñó con decenas de alas en un trajín apurado de plumas sinnúmero, entre seres de alas inmensas, aquella noche soñó que habían tantos entes divinos que atormentaban su pesadilla de hombre en sueño profundo, del que no supo elegir cuál de todos aquellos querubines, ángeles, arcángeles y legiones de seres alados se entregaría sumiso a la voluntad de Elia López, que ese ser único que quería para la mujer jugosa de sus sueños hiciera que sus otros ángeles de yeso languidecieran tristes y sin sentido…, que el angelito hindú de tantos años que sostenía una barrita minúscula de un pan y hasta el antiguo ángel de sus quince años tornaran sus muecas por la eternidad en un gesto de esclavitud para el ser que Leonidas encontraría, para el ejemplar que él daría a Elia, que el querubín de nalgas promontorias y cachetes rechonchos se tornara un pálido fantasma, que el angelito típico con la cotona de campesino tropical que había comprado en el mercado se volviera una mueca ridícula del tiempo.

Leonidas soñó que Bruno Parajón, su hermano, su triste difunto de todos los días, venía como un niño humilde en medio de las brumas de una calle, pero era diferente, un sonido de alas revoloteando lo precedían, era un ángel…, pero un ángel amorfo, deforme, cuando la luz de los postes tristes de la calle, la luz del alumbrado público iluminó su cara de niño atrasado, vio que el niño era un monstruo con alas, una gárgola salida de las noches en vela, de los días solitarios de su tumba olvidada en el cementerio colorido de “Los Almendros”.

—Yo soy el regalo perfecto para esa mujer de ojos negros, para esa potra montuna de pechos gigantes, soy el envoltorio, la caja y el deleite, de cualquiera…, soy, eso soy: el ángel perfecto…

¿O lo era acaso cualquier otro de las alas multicolores que se le presentaban numerosas, era acaso esa legión innumerable de serafines que mariposeaban impacientes esperando que la voz profunda de Leonidas les dijera a uno de ellos que sí, que este es el elegido, el único digno de sumarse a la vitrina de ángeles incontables de Elia, porque tiene esas mejillas tan rosadas y esos ojos tan profundos de ternura que sería imposible decirle que no, que no va a estar en ningún lado más real que el limbo de sus sueños…

Pero todos esos seres divinos, bellos, de pechos descubiertos y sudorosos, empapados por un rocío de perfumes, de piernas perfectas en desuso por andar volando de aquí para allá…, todos, hasta los más majestuosos blandiendo espadas con sus túnicas refulgentes bajo el cielo, no eran de yeso, sus ojos no estaban hechos de botones desprendidos de camisas antiguas, sus brazos no eran de madera fina ni sus pies de barro sucio ni sus alas de plumas simuladas ni de plumas de pájaros…, todos ellos eran de carne, todos los rostros angelicales eran de carne. Podía meter los dedos en cualquier herida de sus costados puros si tuvieran alguna, pero no la tenían, pero acá, tocándolos, apretando con mis dedos sus brazos y sus muslos se siente la carne trémula y tibia de todos estos fantasmas, inalcanzables, inexistentes. Se sentía la carne de niño de Bruno tan lejana por los años que costaba reconocerla y asimilarla como la carne y el cuerpo con los que Leonidas se perdía en tantos juegos, en las calles, trepando a los almendros, en la escuela, en la carreta de Leandro Artola o en la laguna, en la laguna donde había extinguido sus últimos segundos de agua antes de ganarse esas alas que lucía tan espectacular, aún muy grandes y pretenciosas para su cuerpo de niño, de gárgola, de niño monstruoso.

El barro no existe aquí, el yeso es materia de los santos inservibles de las iglesias, la madera para los muebles donde se sentaban los divinos personajes de esta noche tan especial porque habían venido tantos seres extraños y de otra raza tan emplumada…

Cuando Leonidas despertó había entendido lo que tenía que hacer para encontrarse entre las piernas de Elia López, entre sus minutos constantes que gastaba en el gringo anónimo, entre su sexo jugoso solo para él, entre sus risas continuas…, el más perfecto de los ejemplares de su colección de años, porque los tenderos variados del mercado habían dicho que era una colección de años, lo que tenía que hacer…, pensaba en medio de sus sudores de pesadilla interrumpida, en la mitad de la noche con los ojos abiertos en la oscuridad de su habitación y la puerta del sótano palpitando con el baúl antiguo de Bruno, era no solo conseguir al mejor ángel para que Elia se venciera y cayera a sus pies como una estatua que claudica ante la multitud, era no solo conseguir al mejor ángel si no a un ángel, uno real como los numerosos de su sueño reciente, la mejor pieza de su colección, un ángel de verdad. Leonidas Parajón se dispuso secuestrar un ángel de verdad.

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Managua, Nicaragua, 1987.
Es autor de Eclipse (2007), El sótano del ángel (2010), Un rojo aullido en el bosque (2015), Lennon bajo el sol (2017), Aunque nada perdure (2020) y El país de las calles sin nombre (2021). Ha sido incluido en diversas antologías y se le han otorgado residencias literarias en Francia y México. En 2015 fue el ganador del III Premio Centroamericano Carátula de cuento. En 2016 la FIL Guadajara lo nombró uno de los autores latinoamericanos más destacados nacido en la década de los ochentas. En 2021 la revista británica Granta lo incluyó en su lista de la década como uno de los mejores nuevos escritores en castellano.